Año 15 No. 647 Agosto 15 de 2016 • Publicación Semanal

Xalapa • Veracruz • México

De bodas y de mentiras

Contenido [part not set] de 49 del número 647

Orizaba • Córdoba

José Antonio Márquez González

¿Se imagina usted un contrato de amistad? Sí, no estoy bromeando. Un contrato en toda forma, de preferencia pasado ante notario o registrador civil, que especifique los términos y condiciones
en los cuales dos o más personas formalizan una relación de amistad y aseguran sus derechos y obligaciones durante la vigencia del pacto. Y es que una relación de amistad puede sin duda ser duradera, estimulante, confiable y leal, pero también, en algunos casos, puede llegar a ser dolorosa, dañina, desdichada y aun concurrir circunstancias más delicadas cuando se comparten –como a menudo sucede– confidencias o secretos. Además, los amigos se renuevan y suelen dejar un hueco en el corazón; después de todo, la amistad, como dice la canción, no es sino un “barco frágil de papel”.

¡Qué absurdo! –se dirá–, pues para formalizar una relación de amistad no hace falta signar convención alguna, ya que la relación surge, se desenvuelve y se extingue espontáneamente, derivada sin duda del afecto y la simpatía común en los amigos. Además, ¿por qué la ley tendría que cuidar nuestros afectos, estimular nuestras simpatías y prevenir los desencuentros? No sucede lo mismo, sin embargo, con un contrato que involucra un sentimiento más profundo, digamos el amor, y derivado de este sentimiento, la pasión erótica. En este caso, por el contrario, sí exigimos de ambos enamorados o amantes la firma de un contrato pasado ante la fe de un registrador civil; un contrato en toda forma donde la ley especifique con claridad y rigor los derechos y obligaciones de cada quien.

Hasta hace poco, en las leyes existía un contrato de noviazgo. Sí, créalo usted, un contrato en virtud del cual los novios se prometían formal matrimonio y establecían indemnizaciones con pago de dinero en caso de no respetarse el compromiso o de aplazarlo indefinidamente. Como todo mundo sabe, una relación prenupcial atraviesa –o atravesaba– por diversas etapas de cautela: primero amistad, luego cortejo, después compromiso y por último matrimonio formal. Con toda razón se podría decir que en el fondo no hay nada distinto a un contrato de negocios. En éstos las leyes imponen penas y exigen indemnizaciones hasta por el simple hecho de no negociar con seriedad.

Admito que en mi larga práctica profesional no he conocido caso alguno litigado en tribunales al respecto de los contratos de promesa nupcial, pero no dudo que los hubiere. Tal contrato no existe más, pues esta ley se reformó en 2010, pero sigue existiendo, créame, en más de una docena de códigos en
a República y, desde luego, en la ceremonia formal de anuncio del compromiso y la página entera en la sección de “Sociales” o “Gente bonita” del día siguiente.

¿Qué porvenir nos espera?
En el pasado remoto, la gente solía elegir pareja en un estado de promiscuidad, según nos cuentan los sociólogos y antropólogos. Un estado de promiscuidad que por razón natural derivó en un matriarcado. Luego siguieron distintas formas de unión sexual que respetaban el círculo estrecho de las hordas o de las tribus. Sin embargo, no eran infrecuentes los raptos de mujeres, por actos de violencia individual o por actos de guerra. También podían hacerse adquisiciones de pareja a cambio de dinero o de arreglos familiares o políticos.

En nuestra época moderna –y de esto no hace muchos años–, surge la idea del matrimonio romántico sancionado por un acto formal, primero de la Iglesia y luego del Estado. Sin embargo, no conozco ninguna ley que exija como requisito para contraer matrimonio ¡el hecho de estar enamorado!

Posteriormente, el gobierno ha reconocido, a desgano y en forma tardía, los pactos llamados “de amor libre”, es decir, del amor libre preconizado por la comunidad hippie y la revolución sexual de los años sesenta. Nuestras leyes le dan un nombre muy raro –y algo despectivo– a este tipo de uniones libres. Se les llama “concubinato”, palabra que viene del latín cum-cubare y que significa literalmente “acostarse con” o “compartir el lecho”.

En los últimos tiempos se ha generalizado el derecho de los concubinos para recibir herencia, demandar alimentos, protegerse de la violencia familiar y aun de equiparar su unión en cierta medida al régimen del matrimonio. Así se reconocieron derechos a la concubina –y al concubinario–. No hace falta insistir en la moda de los últimos años causada por las uniones homosexuales –o de cualquier otra índole– y su pretendida equiparación al matrimonio, pasando por la vía de las llamadas uniones convivenciales, los pactos civiles, las sociedades domésticas e incluso los matrimonios de conveniencia. Recientemente se autorizaron los divorcios exprés y se suprimió la obligación legal de fidelidad entre cónyuges. Próximamente tal vez sean reconocidos por nuestras leyes los derechos de la amasia –y del amasio.

Los jóvenes de hoy se expresan con naturalidad acerca de los “amigos con derechos”, en una expresión deliberadamente vaga, cuyos alcances y afanes son también indefinidos. Ya se habla de los matrimonios a plazo, o matrimonios a prueba, y aun de los denominados open marriage sajones, los cuales permiten mantener relaciones con un tercero a condición –se dice– de no involucrarse sentimentalmente, de proteger la salud de la pareja y de respetar el domicilio conyugal.

El futuro parece inescrutable, pero la secuencia de acontecimientos presagia resultados inesperados que amenazan con volcar uno de los sustentos básicos de las sociedades modernas. ¿Se acuerda usted cuando en la escuela primaria nos decían como cantaleta que la familia era la “célula básica de la sociedad”? ¿Qué le parece a usted ahora?

Así que, ¿por qué no regulamos los contratos de amistad imponiendo obligaciones y atribuyendo derechos correlativos a los sedicentes amigos? Tal vez sea la única forma de conseguir que este tipo de relaciones dejen de ser poco más que un barco frágil de papel. ¿Qué absurdo, no?

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