Año 15 No. 619 Noviembre 17 de 2015 • Publicación Semanal

Xalapa • Veracruz • México

Confesiones de un crédulo: Pie Grande y la «acción fantasmagórica a distancia»

Contenido 8 de 41 del número 619

Jorge Suárez Medellín

De acuerdo con un estereotipo más o menos extendido, los científicos suelen ser personajes incrédulos y poco imaginativos, incapaces siquiera de considerar cualquier argumento que contradiga a sus teorías. No obstante, y aunque sin duda existen algunos estudiosos que se ajustan al cliché, de acuerdo con mi experiencia es más frecuente lo contrario. De hecho, cuando la comunidad científica rechaza alguna idea, casi nunca es por falta de imaginación. Y si no me creen (ya sé, así es de incrédula la gente), permítanme explicarme con un par de ejemplos.

Probablemente todos hemos oído hablar acerca del famoso Pie Grande, un supuesto animal de aspecto simiesco que, según la tradición, habita en la región noroeste de Norteamérica. De acuerdo con algunas descripciones de dicho especimen, se trataría de una criatura bípeda, de alrededor de dos metros de altura y 160 kilos de peso, recubierta de pelo y con cuatro extremidades de cinco dedos cada una.

Ahora bien, imaginarse a un animal cuya apariencia se corresponda con las características antes mencionadas no requiere de mayor esfuerzo. Si un día cualquiera se descubriese un primate que se ajuste a esa descripción, nuestra comprensión acerca de las leyes fundamentales de la naturaleza no se modificaría en lo mínimo. Si acaso, algunos especialistas se sorprenderían, pero no por el hecho de que exista tal organismo, sino por su habilidad para eludir al ser humano durante tanto tiempo.

Sin embargo, y a pesar de su aparente verosimilitud, Pie Grande sigue siendo un personaje exclusivo de la mitología. ¿Por qué? Pues porque nadie ha presentado evidencias irrebatibles de su existencia. Hasta el momento, todas las llamadas «pruebas» de encuentros con él han demostrado ser más falsas que un billete de tres pesos, pero si esto cambiara y se demostrase que es real, la comunidad zoológica internacional lo incluiría gustosa en sus clasificaciones.

Ahora pensemos en un caso totalmente opuesto, es decir, un fenómeno que contradice por completo al sentido común, pero que resulta ser verdad. Quizás el ejemplo más claro de esto último sea la propiedad conocida como «entrelazamiento cuántico».

El entrelazamiento cuántico es una propiedad de las partículas subatómicas que no tiene equivalente en la física clásica, y que consiste en que cuando dos o más partículas se encuentran enlazadas (por ejemplo, dos fotones que nacen de la misma fuente coherente), ambas forman parte de un sólo sistema que puede representarse por una función de onda única, de tal forma que cualquier cambio que sufra una de ellas afectará de inmediato a la otra, aunque se encuentren separadas por una gran distancia.

La idea de que un objeto puede influir instantáneamente en otro a pesar de encontrarse muy alejados, es claramente contra-intuitiva; ya hacia 1935 el mismo Albert Einstein se declaraba horrorizado por esa noción que él llamó «fantasmagórica acción a distancia», y que contradecía la imposibilidad de transmitir información a una velocidad mayor que la de la luz, uno de los pilares de su teoría de la relatividad.

Sin embargo, y a despecho de la opinión de Einstein, el entrelazamiento cuántico ha podido demostrarse en repetidas ocasiones (la más reciente este mismo año, cuando un grupo de investigadores dirigido por el profesor Ronald Hanson, de la Universidad Técnica de Delft en Holanda, parece haber zanjado la cuestión de una vez por todas). Precisamente por ello, y a pesar de ser una auténtica rareza, el entrelazamiento cuántico se considera un hecho científico.

Como diría el famoso bioquímico, divulgador científico y autor de ciencia ficción, Isaac Asimov: «Creeré cualquier cosa, sin importar cuan salvaje y ridícula sea, siempre que haya evidencia de ello. Cuanto más salvaje y ridículo es algo, sin embargo, más firmes y sólidas tendrán que ser las evidencias». Dicho en otras palabras, lo que pasa no es que los científicos seamos incrédulos, sino que nos gusta mantener la mente abierta, pero no tanto que se nos desparramen los sesos.

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