«El seductor»: Las vírgenes homicidas, según Sofia 

 

El seductor

Las vírgenes homicidas, según Sofia 

Raciel D. Martínez Gómez

 

 

Luego del espectacular estilo shocking de una película como ¡Madre! (2017) de Darren Aronofsky que tanto controversia causó por el origen de su insurrecta proposición, resulta un auténtico responso mirar El seductor (2017) de Sofia Coppola.

Sofia narra un relato del gótico sureño sin renegar de las constantes de su obra: mantiene a sus rubicundas y florales mujeres de Las vírgenes suicidas (1999) y el tono slepper de Perdidos en Tokio (2003). 

Para entender este macilento responso de la Coppola, sumemos una versión de Mujercitas (1868), la novela de Louisa May Alcott, pero con enfoque más que pícaro.

Asimismo repitamos el esquema de Las vírgenes suicidas, su ópera prima, con esa delgada línea entre inocencia y crueldad de la  novela de Jeffrey Eugenides.

Agregaríamos un trabajo soberbio de fotografía al estilo Barry Lyndon (1975) de Stanley Kubrick que fue elogio a Rembrandt.

Y como mezcla perfecta para cerrar la pieza de fino reloj gótico que es El seductor, incluyamos los sutiles virajes de La vuelta de tuerca (1898) de Henry James.

En consecuencia El seductor es un ejercicio de estilo que borda el género, pero sostiene su mirada femenina con discreta quietud. Sosiego, por cierto, imbricado a una concepción suya acerca de la condición humana a saber.

 

«El seductor» con luz semejante a «Barry Lyndon».

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La condición humana en el discurso fílmico de Sofia Coppola transcurre en un tiempo quieto. Aletargado, distante, en retirada, como ajeno y apartado al contexto al cual debiera entrelazarse, este tiempo quieto en sus películas dispone de unos personajes que no se prestan, por ningún motivo, a ser títeres de lo que pasa alrededor.

Por ello la condición humana que representa en sus películas Sofia, tiende a la suspicacia y al aislamiento, y busca en todo caso volver a las preguntas primarias del existencialismo.

Así ocurría con la pareja de extraños en Perdidos en Tokio que parecían yertos por el aburrimiento y fastidiados de la dinámica social. La cámara se dilata en sus planos que se vuelven escenas y lo que para otros cineastas serían tiempos muertos, para ella eso es precisamente el reflejo de la condición humana misma.

«Perdidos en Tokio».

 

Como literatura en pantalla, Perdidos en Tokio tuvo ese toque de finura para expresar con imperceptibles movimientos actorales la monotonía de la pareja.

Más que ir a contra corriente, transitaban por una tenue oquedad que también hallamos en El seductor. Se trata de un responso antisocial: un jardín autónomo, independiente, vasto, donde suele ocurrir todo lo imaginable de la mente.

No hay una rebeldía iconoclasta en su filmografía, no hay rabieta que exija al padre el consentimiento ni movimiento corporal que intente moralizar (en ambos casos pensemos en la multi provocación de ¡Madre!).

La película de Coppola cautivó precisamente por ese ritmo pausado frente a un discurso macro, el del Japón moderno y el de la industria mercadológica de la imagen televisiva.

Sofia lució un porte indiferente frente al estado de cosas, no obstante padecerlo como atmósfera que atosiga.

Poco importa el texto superficial, porque lo que subyace es una calma muerta por la rutina; creo eso les pasa a los personajes de las películas de Wes Anderson: Los Tenenbaums: una familia de genios (2001) y La vida acuática con Steve Zissou (2005).

«La vírgenes suicidas», ópera prima de Sofia Coppola.

 

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Esta huella se encuentra en todas sus películas, como El seductor, ignota desde su ubicación, como Perdidos en Tokio, y con un todavía más extraño desarrollo de la condición humana.

Planteada desde la Guerra de Secesión, significativo evento del Siglo XIX para la historia de los Estados Unidos y cruento conflicto que implicaba el debate mayor sobre la esclavitud, la película observa con soslayo el magno tema, fundacional en más de un sentido de la nación democrática por excelencia.

El asunto es que el marco que signaría la historia prácticamente no existe. Lejanía evidente –los cañones de los ejércitos apenas se vislumbran y sólo se advierte el humo-, no repercute en nada a la discusión ulterior que persigue la cinta: la condición humana, en este caso, desde un enfoque femenino.

Sofia ha interpretado la novela de El engaño (1966) de Thomas P. Cullinan y presenta sus diferencias con la primera versión rodada en 1971 por Don Siegel. La versión setentera tenía la adrenalina violenta de la época y el fuerte protagonismo de Clint Eastwood. Mientras que Coppola trabaja más en el grupo de mujeres que en el centro de la tensión sexual, que sería el soldado herido, interpretado por Colin Farril.

 

La primera versión de «El seductor» interpretada por Eastwood.

 

Otras diferencias son también de aparente forma. Y es que, seis películas después y la directora Sofia confirma su mano: sutileza para narrar un amplio registro de la condición femenina con lujo y elegancia. Opta por el minimalismo escenográfico y narrativo, es contenida para mostrar sentimientos, y sin alharaca es vigorosa no obstante haber podido explotar un efectismo alarmista tipo Miseria (1990) de Rob Reiner.

El seductor asimismo evoca por supuesto a la citada ópera prima de Sofia. En Las vírgenes suicidas hallábamos un relato condensado de un grupo solitario de mujeres, como en El seductor, mostrando especial atención al tema en contextos de atmósferas asfixiantes. Y en El seductor vuelve a estos contextos de opresión comprimida a pesar del coqueteo con la fórmula del género.

La fotografía es exquisita por sus aires fantasmales, muy adecuada para representar el halo de misterio del sur húmedo de los Estados Unidos. En este sentido lo que prevalece en El seductor es la omisión sugestiva: la cinematografía se basa en la tenue luz de las velas que se contrapone a la espiral de violencia que se va gestando en medio de la inocencia de la curiosidad erótica.

En Las vírgenes suicidas no se entendía a final de cuentas el por qué de la decisión soberana de suicidarse; era muy complejo para la sociología y la psicología saberlo. Eugenides exhibe una serie de lugares comunes sobre el suicidio: que si las jóvenes eran resultado de esa quiebra espiritual de los jóvenes de la etapa contemporánea. Sin embargo, Coppola y el escritor mismo apuestan por otra versión menos retórica.

Ahora en El seductor ocurre semejante: en Coppola la sutileza predomina por encima de estos virajes sintácticos que apelan por las emociones del espectador. Coppola más bien apuesta por una reflexión más profunda y así dejarnos boquiabiertos con su especie sobre la condición humana: de que la belleza casta se puede transformar en un grupo de vírgenes homicidas.

Al fondo, detrás de la reja, ocurría la Guerra Civil.