Tom Wolfe sobrevivió a la hoguera de las vanidades

Tom Wolfe sobrevivió a

la hoguera de las vanidades

Foto: Getty.

Raciel D. Martínez Gómez

 

Presencia evidente no sólo por su novela La hoguera de las vanidades, la vanidad fue uno de los tópicos elegidos por la pluma sarcástica del prolífico escritor y periodista estadunidense Tom Wolfe, recién fallecido en Nueva York a la edad de 87 años.

“El Balzac del Park Avenue”, como fue calificado Wolfe por la exhaustividad de su prosa y por los proyectos que emprendía a nivel de investigación, olfateó precisamente los vicios del ego en una época de licencias para el imperio de las libertades individuales.

Roto el monopolio de la clase superior, desvalijada la estirpe aristocrática, Wolfe registró la cauda de trepadores de cualquier ralea que buscaban edificar sus cotos cerrados de poder.

Mientras los más radicales se conformaban por haber espantado las almas ultra conservadoras, Wolfe no consintió el ácrata vendaval y, al reverso, intuyó que dicha victoria se transformaba en novedoso engreimiento. Sí, soberbia fincada en un extraño estatus, que él desmontó con gracia y, ante todo, con sólidos argumentos.

Desarrolló el oficio de periodista en una coyuntura especialmente complicada para entender la diversidad cultural: los hippies, el rock y los black panthers, entre otros.

Wolfe, como lo hizo Umberto Eco, defendió a ultranza los fenómenos emanados de la comunicación de masas, lo que llegó a tildarse como cultura pop. Salvaguarda que hizo además, por encima de cualquier sospecha, como ágil esteta. Escudó frente a las élites a expresiones reflejadas en los medios masivos de información, con una vehemencia digna de la más corrosiva termita.

Con escalpelo diseccionó no pocas prácticas derivadas en esta época dominante del yo. Los exquisitos, en este sentido, no salieron bien librados de esta vorágine de complacencias y de ideologías derivadas de un mal entendido hedonismo.

Por esa postura infranqueable del escritor, el narcisismo de les estrellas políticas e intelectuales del maestrean no brillaban en el transcurrir de sus acres imágenes.

Wolfe fue el padre de lo que en Estados Unidos se llamó el nuevo periodismo. Aquél, definido como el ejercicio donde la subjetividad y la sacrosanta objetividad se convertían en híbrido, y donde la realidad se difuminaba con la ficción.

Géneros anfibios que han dado alebrijes literarios y periodísticos como A sangre fría de Truman Capote, La canción del verdugo de Norman Mailer o los miedos y ascos de Hunter S. Thompson.

Ello le permitió conocer los meandros de todo tipo de impostación contemporánea: desde la izquierda soflamera hasta el radicalismo chic tan propio de los artistas y activistas estadunidenses.

La zalamería, en este sentido, no fue el sillón que consolara el lince estilo de Tom.

Descendiente de una larga tradición narrativa, como lo es la de los Estados Unidos, que va de John Steinbeck, William Faulkner, Ernest Hemingway, Scott Fitzgerald hasta John Dos Passos, Wolfe combinó dos tendencias que se unen en un mismo campo: el arte de contar.

Y es que si bien es reconocido Tom Wolfe por sus intensas crónicas que lo mismo cubren los hábitos neoburgueses de las fiestas del más alto glamour, también desmitificó a los patrones del pensamiento como Marshall Mc Luhan, intocable por su talente críptico. Lo hacía, refiriéndonos en concreto al autor de La galaxia Gutenberg, con una carcajada inteligente, respetuosa, pero finalmente perspicaz.

Las piezas de Tom son una delicia temática y una lección sintáctica: La banda de la casa de la bomba y Ponche de ácido lisérgico son de obligada revisión. Pero, sin duda, las novelas que escribió son un portento literario: La hoguera de las vanidades, mencionada líneas arriba; la excéntrica Bloody Miami; y Todo un hombre, quizás el mejor libro de Wolfe (y Soy Charlotte Simmons que no he leído).

Ahora sabemos que su declaración de principios le funcionó como método de trabajo. Vestía todo de blanco, de tres piezas, y con sombrero, a pesar de lo adversa que pudiese ser la estación del año. La provocación de vestir siempre de blanco, le significó a Wolfe una distancia que se tradujo en un relato de inconmensurables alcances: reflejó el ocaso de un orden establecido y el relevo de unos niños malcriados que buscaban a toda costa aparecer en primer plano.

Descansa en paz, todo de blanco.