Alien: Covenant. Engendros de la ciencia

Alien: Covenant 

Engendros de la ciencia

«Alien: Covenant». El científico demiurgo y su creación perfecta: David.

Raciel D. Martínez Gómez

Alien: Covenant (2017) es más película de androides que de aliens. El director inglés Ridley Scott enfrenta en un argumento exquisito y pretencioso a dos androides. Ambos son prototipos de la empresa Weyland, pero han tomado caminos antagónicos. 

Se trata del androide David, ahora rebelde, convertido en falsa aspiración apolínea, que peleará contra Walter, su espejo, el otro androide todavía fiel a la misión colonizadora. 

Mientras, los aliens pasan a un plano secundario subordinándose a la perversa intención de la ciencia aplicada al mal, donde se hibridizan los xenomorfos para generar una aberrante nueva especie con fines demenciales. 

La cinta rubrica un semillero variopinto acorde al interés del autor. En la línea de relato bifurcado, esta versión de alien es un atisbo evidente a la premisa del origen de Blade runner (Scott, Ridley: 1982); es ultra sofisticado rizoma y crossover de Prometeo (Scott, Ridley: 2012); y tiene guiños comunicantes con 2001: una odisea del espacio (Kubrick, Stanley: 1968) e Inteligencia artificial (Spielberg, Steven: 2001). 

La belleza gélida de la secuencia inicial de Alien: Covenant nos muestra una disquisición que alude al Doctor Frankenstein con matiz posmoderno. Scott introduce en Alien: Covenant preguntas relacionadas a la creación y, sobre todo, acerca del creador y al deseo de ser Dios. 

El dueño de la Industria Weyland, especializada en Inteligencia Artificial, ha creado un androide próximo a la perfección. Por ello Scott ocupa la metáfora del artista Miguel Ángel. No es gratuito que el androide se llame David, como la estatua que contempla, y que darle movimiento sea para que en medio del vacío cuestione quién es el padre del creador. 

Presentada así Alien: Covenant abraza esa larga tentación histórica de la humanidad -y también androide-, de convertirse en demiurgo y nunca regresa a ser exactamente una película sobre aliens.  

 

«Aliens, el octavo pasajero». Ripley, en la escena que cambió el género.

La ominosa subversión

Cuando apareció Aliens, el octavo pasajero (1979) se generó una especie de optimismo en torno al género de terror llamado Serie B, que veía cómo  alcanzaba niveles artísticos un producto proveniente de una materia subestimada. 

Evoquemos, a su vez, que dos años después, irrumpió en el escenario Posesión (1981) del director polaco Andrew Zulawski, donde de alguna manera aparece la muerte negra xenomorfa, oculta tras la decadencia de la pareja –con el agreste fondo del Muro de Berlín.

El escritor estadunidense Stephen King se emocionó con el cierre de la década de los setenta, en donde se coinciden Aliens, el octavo pasajero, Fantasma (1978) de Don Coscarelli, Halloween (1979) de John Carpenter y La furia (1979) de Brian de Palma. 

Comparaba King dicho periodo con la Depresión en Estados Unidos, en los treinta, donde se hicieron famosos Boris Karloff, Bela Lugosi y Lon Chaney Jr, actores de las cintas de terror más populares en los inicios del séptimo arte.

Inspirado en cómics y dicho por el propio Scott, con Aliens se pretendía una Masacre en Texas (Hopper, Tobe: 1974) en el espacio.

Aliens se erigió en un discurso excelso y vesánico que mostraba al resto de los festivales de arte de lo que era capaz un género, como es la ciencia ficción combinado con el terror. 

Provocaba Scott con la parafernalia del gore, pero retomaba a Alfred Hitchcock y al primer Spielberg de Reto a la muerte (1971). Teníamos a su vez el antecedente de Tiburón (1975), del propio Spielberg, espléndido ejercicio de estilo, pero definitivamente Aliens fue otra cosa por el meticuloso trabajo para recrear atmósferas. 

A diferencia de Tiburón, el filme alienígeno abrió el ojo de los espectadores a mundos en apariencia irrealizables que tenían una compleja paradoja: sí, eran desconocidos por separarse del espacio terrestre, sin embargo al tiempo representaban una pesadilla muy oscura, pues era de una calidad de entraña muy próxima a los órganos humanos.

Esconder al monstruo y dosificar su presencia maligna, aumentó entonces el tono de suspenso a grados artísticos. Aliens ya era de los villanos y monstruos más mortíferos e imparables en la era de Ronald Reagan.

El ilustrador Giger y el director Ridley Scott.

La devastación alienígena

En este contexto resultó una novedad Aliens, el octavo pasajero. Ridley Scott asombró con una trama de grandilocuencia estética sin parámetro, mezclando géneros con maestría.

Un par de años antes, Scott había filmado Los duelistas (1977), su primer película, donde enseñó que el diseño artístico era uno de sus fuertes: el aire ya era un protagonista de sus filmes.

Para el proyecto de Aliens, Scott se basó sobre todo en las ilustraciones de H.R. Giger. El artista gráfico suizo Giger no solamente ilustró cómo debería ser el alien, sino también la atmósfera de la nave abandonada que a muchos les sugiere interpretaciones eróticas. 

El atavismo de Nostromo, la nave que rinde honor al novelista Joseph Conrad, deriva del hecho que estamos frente a texturas internas, como si estuviéramos dentro de un cuerpo humano.

Insistimos que la normalidad apolínea y racional –y racionalista-, fue devastada por las fauces de una alienígena. 

La presencia ominosa de Aliens, el octavo pasajero, fue el gran aporte narrativo y estético del director inglés. El guion explotó al máximo el vértigo por la otredad y alcanzó niveles de discurso y hasta canon.

La ubicuidad del mal, planteada sobre una incertidumbre moral, derivaba en pavor pleno. Suspendido todo mundo ético, el pánico se transforma en global, sin oportunidad de freno, pues no hay súper héroe, sacerdote o cruz para derrotar al ente. 

Fuera de la Tierra hay otra Naturaleza que no responde a ninguna lógica civilizadora ni religiosa: Aliens era el dueño absoluto.

Por ello la serie de recovecos en donde han metido a los aliens en las siguientes versiones, con jactancias filosóficas más maquiladas en torno a los sistemas de pensamiento que al instinto numinoso del cual se desprendía, ha frustrado al séquito de fans de la alienígena.

«Alien: Covenant». El alien ya vuelto una nueva especie.

Covenant es David y Walter

Alien: Covenant, la cuarta versión de Alien, filmada ahora en 2017 –aunque el filme podría ser un crossover de Prometeo-, se distancia del fundamento narrativo que se alborozó con la ubicuidad del monstruo. 

Las secuelas han tenido intermitentes resultados, entre otras razones, porque no fueron saga de autor; es decir, en este caso, que no fueron rodadas por Scott. 

Han sido producciones muy inestables, donde los directores terminan filmando guiones que desde un principio no respondían a sus expectativas.

Recordemos que James Cameron hizo Aliens el regreso (1986) a la que le imprime energía y velocidad; David Fincher filmó Alien 3 (1992) sin tener control de la historia; y Jean-Pierre Jeunet en Alien: resurrection (1997) tiene agregados visuales atractivos, pero continúa ausente el hilo magistral de Scott.

La película de Aliens, el octavo pasajero generó una franquicia que derivó en novelas, espectaculares cómics, formidables videojuegos y juguetes de impecable factura.

Ahora Covenant exhibe el cinismo de un engendro de la ciencia, como sería el androide David. Una suerte de moralismo se antepone como loza y se separa del abrumador y autoritario dominio del alien. Que la ciencia no se entrometa en el papel de Dios, porque pagará caro su osadía.

Scott ha filmado con la eficacia que le distingue y aunque su propuesta de atmósfera no tiene los hallazgos visuales de su Aliens ni de Prometeo, mantiene el estándar icónico que acostumbra. Que a ratos el guion esté dividido entre la crisis existencial de los androides y los capítulos de acción ya consabida, es seguro que Ridley decidió optar por el dilema de los androides. 

En el ocaso de su carrera, Scott hace un compendio de lo que se estima son sus mejores películas: reunió Blade runner, Aliens y Prometeo en Alien: Covenant. Su androide David finalmente le sirvió de alter ego: se hace esas preguntas no sólo por padecer la incertidumbre de su origen y el de su creador, el señor Weyland, sino también porque vale la pena extenderlas al origen del discurso del arte en general, incluido el cine.

Me imagino a David quitando su mirada de Roma para dirigirse al señor Miguel Angel e inquirirle en torno a su creador. ¿Quién hizo a su vez al Weyland de Florencia, quién es tu padre Señor Buonarroti? Scott sería incapaz de salir en cameo, pero Alien: Covenant tiene mucho de alusión sobre la utilidad del arte y el arte mismo de la creación. Si no, ¿entonces para qué David le enseña a tocar la flauta a Walter? El guion es claro en su perversión wagneriana: ¡es bellísimo ser creador!

«Alien: Covenant». La escena clásica de acción final.