Cine y migración. Mexicanous en la frontera

 

En la actualidad la producción fílmica avanzó en lo que se refiere a la dilución de los estereotipos. Se trata de un puñado de cinematografías, y de la misma producción dominante como la de Hollywood, que plantean problemáticas de las minorías con aristas más honrosas y con mayor contexto.

En el ejemplo del cine chicano y del cine migrante en general, ha sido una tensa representación que, por momentos, se inclina por historias más complejas que enseñan más información y menos sesgos de los casos abordados.

Citemos una decena de películas para advertir, precisamente, este progreso hacia la construcción de imágenes distanciadas de los clichés.

Tráfico (2000) de Steven Soderbergh es una muestra de cómo una película puede desencializar el marco de relaciones socioeconómicas en la frontera y, todavía más, de cómo las adensa en la medida que se incluyen nuevas realidades, como el narcotráfico, que obliga ya a la reflexión fronteriza no como diásporas sino como epifenómenos globales. Soderbergh presenta esta lucha por el control de las drogas con una mirada macro, que exige al espectador a pensar no de forma aislada dicho trasiego. Steven lo que incluye supera la disyuntiva que se plantea Hollywood, ya que Tráfico más bien apuesta por un enfoque político que toma distancia del asunto y nos ofrece una trama con claroscuros –pienso que es el antecedente más cercano a Salvajes (2012) de Oliver Stone..

María Novaro, directora de El jardín del Edén (1994) y Sin dejar huella (2000), también se desenvuelve por esta vena. Novaro es una creadora que le imprime un sello más existencialista al proceso migratorio, y sobre todo le agrega el tópico del género con una destreza que no se percibe como un cine feminista, sino como un discurso femenino que no busca la anulación de los otros. Novaro, en todo caso, lo que persigue es una reivindicación moderna de la diversidad cultural con un tono en donde se privilegia el diálogo.

Un día sin mexicanos (2004) es una comedia satírica que disfraza verdades, no obstante el matiz exagerado con que se plasman las situaciones. Se trata de un director, como Sergio Arau, que apunta hacia una problemática central como es la dependencia económica de ciudades como Los Ángeles con los trabajadores migrantes mexicanos. Es un filme que, debido al talante de su estrategia narrativa, ayuda en pro del magma de tipicidad del mexicano en franca escalada ascendente. Con discursos paródicos como Un día sin mexicanos, que innegablemente ocupan a los estereotipos como un sistema de comunicación –véase Salvando al soldado Pérez (2011) de Beto Gómez-, ocurre que es tal la sobrecarga alegórica en contra de un grupo social que, cuando se revierte y se posiciona como hegemónico, se transforma dicha minoría con un valor simbólico excedente.

Spanglish (2004) de James L. Brooks podría calificarse como una especie de Némesis de Mi familia. Mientras que Nava se anota en el drama, el discurso de Brooks muestra cómo los géneros cinematográficos son capaces de estabilizar a la periferia. Cuando un grupo que permanece en la ladera de los relatos, los géneros se encargan y facilitan su acceso al centro mismo de la historia. Brooks, en su postura políticamente correcta, usa el valor simbólico excedente de la cultura latina para estabilizarlo dentro de una lógica dominante.

También en este sentido pueden citarse otras películas derivadas, beneficiadas por este proceso de acelerada visibilización de las minorías, que posicionan discursos otrora ocultados en el magma de tipicidad negativo. Se encuentran La misma Luna (2007) de Patricia Riggen, con una dinámica menos martirológica sobre la migración, aunque eso sí es una versión aséptica porque está dulcificada la presencia policiaca.

Incluso, un documental como Norteado (2009), de Rigoberto Pérezcano, a pesar de ubicarse en un discurso dramático, como lo es el cruce de la frontera de un migrante, logra equilibrar la situación con cierto humor negro –para ello se recomienda Machete (2010) de Robert Rodriguez que monta un discurso neobarroco para convertir a la víctima en un súper héroe chicano.

Aunque, por otro lado, a pesar del excedente simbólico de la imagen del mexicano chicano transfronterizo, emergen a su vez discursos que etiquetan como La mexicana (2001) de Gore Verbinski, Érase una vez en México (2003) de Robert Rodriguez, Hombre en llamas (2004) de Tony Scott, Nacho libre (2006) de Jared Hess o Matrimonio compulsivo (2007) de los hermanos Farrelly, que finalmente vuelven a colocar en un rincón cultural lo migrante.

 

Chicano soy yo

El ciudadano chicano no ha sido descrito como se debería, esto es: en una dimensión poliédrica en donde no quede atrapado entre los discursos de blanco y negro que villanizan a las culturas marginales repitiendo hasta el cansancio los esquemas para que se concluya percibiéndolas con un excedente simbólico negativo.

Por ello el cine chicano se constituye en una alternativa de representación, porque se produce desde el mismo contexto de los residentes mexicanos en Estados Unidos (ventaja interesante para intentar, que esas representaciones fílmicas, tengan mayor densidad y matices inclusive de contradicción).

Aunque, habrá de aclararse de inmediato, que nunca habrá una perfecta y equilibrada representación de las culturas porque, para empezar, tendríamos que admitir y reconocer que no existe un parámetro esencialista para definir cómo debería ser determinada cultura –en este caso los chicanos.

Y es que el cine de Hollywood, lo que podríamos tildar de comercial, se ha dedicado a invisibilizar a los otros.

Es más, y en caso de hacer visible dicha diversidad cultural, lo hace de acuerdo a la conveniencia de los relatosllamados imperiales, cuestión que desemboca entonces en los estereotipos.

Lo que se ha denominado como cine chicano intenta una caracterización visual lo más cercana posible a la comunidad de la que forma parte.

O cuando menos, la caracterización visual de esta cinematografía chicana pretende ser más realista para así contrarrestar las representaciones denigrantes, donde se ha simbolizado al mexicano y al chicano a través de una reducción identitaria, como sería el bandolero y elgreaser.

Historiadores del cine mexicano como Jorge Ayala Blanco y Emilio García Riera coinciden en señalar que la gran tradición del cine chicano comienza con las cintas Espaldas mojadas (1953) de Alejandro Galindo y La sal de la tierra (1953) de Herbert Biberman, películas que narran el periplo sufridor del migrante y un movimiento de huelga obrero respectivamente.

De manera paralela, se desarrolla un cine comprometido en esa época en EU, con películas como Las uvas de la ira (1940) de John Ford, basada en la novela de John Steinbeck, puntilloso cronista de la Depresión –película y libro reveladores de las condiciones de otredad que se vivieron en la frontera a mitad del siglo pasado.

También contribuyen a la visibilización chicana, cintas como Sombras del mal (1958) de Orson Welles, quien enrama un complejo thriller en la zona fronteriza en donde asoma una envilecida relación del crimen y el sistema.

Aunque no todo el cine de Hollywood ha sido injusto con la cultura chicana. Por ejemplo el director Luis Valdez filmó dos piezas clave para el posicionamiento chicano: primero, Zoot suit (1981), bajo el esquema de la industria, narra una persecución de pachucos; y luego La bamba (1987), filme que posiciona el tópico chicano, con evidente popularidad, gracias a su banda musical. Robert M. Young también destacó al dirigir Alambrista! (1977) y la reconocida La balada de Gregory Cortez (1982), interpretada por Edward James Olmos, un icono de la cultura chicana.  

 

 

James Olmos además protagonizó Con ganas de triunfar (1988), un planteamiento de corrección política, dirigido por Ramón Menéndez, y participó en la impresionante American me (1992), cinta que describe la sobrevivencia de las mafias en la prisión, dirigida por él mismo, sin ningún tipo de concesión para los grupos en conflicto.

Y como parte de esta hornada de cineastas, debe mencionarse a Gregory Nava que sin duda se convierte en un baluarte chicano con un discurso fílmico que inició con El norte (1983) y se consolida con Mi familia (1995) y Selena (1997), la historia de la malograda cantante chicana.

Señalemos que el cine chicano se ha propuesto desencializar la imagen del chicano para desprenderse del halo greasers de los pandilleros identificados con la delincuencia callejera.

Del mismo modo en que un determinado cine construyó imágenes estereotipadas del chicano que se asentaron en el imaginario tanto estadounidense como mexicano, otro cine diferente puede construir, y construye, imágenes radicalmente opuestas como las que analizaremos la próxima entrega: de Soderbergh a los hermanos Farrelly.

 

Los bastardos

Podríamos asegurar que la imagen de la cultura migrante mexicana tiene un excedente simbólico positivo en los medios masivos de información. Vamos, que a los migrantes mexicanos les favorece un punto de vista que observa su situación desde una arista políticamente correcta.

Y es que, merced a los reportajes y noticias que se difunden sobre todo en la televisión abierta del país en torno a las vicisitudes de los migrantes en su paso hacia los Estados Unidos, la imagen que se proyecta es de innegable estatus de víctima.

Según la premisa visual y periodística descrita, los migrantes mexicanos son víctimas del garrote, la injusticia y la chacota.

De este estatus de víctima de los migrantes mexicanos, hay variados ejemplos en donde los paisanos sufren con el bestialismo de la patrulla fronteriza de los gringos, ya sea cuando son golpeados en cárceles e infraganti, o ya sea cuando son tiroteados ante el menor movimiento –y claro, están todos los accidentes derivados de la cruza por el desierto y por el río y hasta los peligros que implica el transporte por tren.

 

Se puede decir entonces que el migrante en las representaciones audiovisuales contemporáneas -entre las que se encuentra la que se forma a partir del cine-, es el receptor de un racismo y explotación laboral por parte, sobre todo, de una sociedad blanca asentada en el sur de los EU.

Por ello, cuando se revierte este discurso, suele ocurrir un fuerte impacto en la percepción de los públicos habituados a los discursos periodísticos mencionados, en donde los migrantes sufren vejaciones físicas y psicológicas.

Este es el caso de la película Los bastardos, filmada en 2008 por el joven director catalán pero formado en México, Amat Escalante, que es una muestra notable de cómo dar un giro al discurso de la víctima.

Sí, en la cinta de Escalante, los migrantes suelen aparecer en una decena de minutos como los mártires de un sistema de cosas en donde el abuso y la burla están a la orden.

Sin embargo, la vuelta de tuerca es tan brusca, que los migrantes pasan al otro extremo del péndulo y se transforman en victimarios de una manera tan vesánica que sí provocan un estado de shock.

En efecto, Jesús y Fausto son dos jornaleros que viven al día en la ciudad de Los Ángeles. Con el estilo que distingue a Escalante, declarado émulo de la escuela de Carlos Reygadas, Jesús y Fausto transitan en una cotidianeidad tediosa y a cual más humillante sea en los campos de cultivo o como albañiles.

Por ello resulta inquietante el cambio de personalidad de los jornaleros que, pronto, se erigen en una pareja psicótica que mata a mansalva.

Quizás esto es precisamente lo que genera mayor impresión por parte del espectador. El hecho de que el estilo de Amat sea apacible, incluso en el tono adormilado de los filmes de Kim Jarmusch (quien se solaza con los tiempos muertos para armar viñetas con la profundidad del paisaje), es lo que plantea un enfoque diferente al horror de la condición humana.

Por supuesto que el director no juzga ni establece una relación mecánica o sociológica para explicar la violencia como producto de la desesperación socioeconómica de Jesús y Fausto. Para nada, el dúo migrante sin puente de por medio se coloca en el plano delicuencial metiéndose a una casa para acribillar a una ama de casa con un escopetazo sin razón aparente.

A ratos el discurso plástico de Amat me recuerda a la espléndida pieza tipo Dostoievski que es Lolo (1992), del director mexicano Francisco Athié. Hay algo en el temperamento contenido de los personajes que comparten Los bastardos y Lolo que obliga a una reflexión distinta del epifenómeno causal entre violencia y pobreza.

Se trata en ambos casos de ritmos sincopados, lo que va a contracorriente con un subgénero que privilegia las imágenes shocking en lugar de estos planos-secuencia que intentan ofrecer una mayor densidad de lo humano.

Diríamos en conclusión que Los bastardos complejiza todavía más el excedente simbólico positivo de los migrantes mexicanos, con una apuesta políticamente incorrecta que exhibe un control del espacio y el tiempo con un lerdez exquisita con un solo tope: ¡pumm!, el escopetazo…