El oráculo sí tiene quien le escriba

 

Contar los encuentros con sus mayores, ya es una tradición entre los literatos. Entiendo que para muchos es un ajuste de cuentas y para otros no deja de ser una tarjeta de presentación y hasta manto protector. En el caso del escritor colombiano Marco Tulio Aguilera Garramuño, lo que ha contado de sus encuentros con su mayor, el escritor Gabriel García Márquez, en apariencia pertenece a lo primero: a un parricidio cultural, simbólico nada más.

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Sin embargo, cuando uno termina la lectura de Poéticas y obsesiones. Seguido de encuentros con Gabriel García Márquez, tercera edición del libro de Marco Tulio, se disipa la idea de que el autor es un iconoclasta per se.

En el libro de Garrumuño hay una tensión en la mirada a Gabo que se refleja de manera fina. Hay osadía, supongo que sí, porque atreverse a poner comas al Premio Nobel de Literatura mientras el resto le rinde ciega pleitesía, no necesariamente te abre las puertas. Irresponsabilidad, tal vez, a sabiendas que el mundillo de las publicaciones está influenciado por los capos culturales y que eso podría traducirse como una muerte editorial. Y megalomanía, por supuesto, con un personaje maldito dentro y fuera de los libros con legítimo derecho a usar a sus anchas la vanidad.

Pero al mismo tiempo en Poéticas y obsesiones. Seguido de encuentros con Gabriel García Márquez hay como, sin el tono cortesano, admiración implícita por el Gabo: la aceptación de una lectura deslumbrante de Cien años de soledad y el reconocimiento, por citar una muestra, del oficio cuentístico de García Márquez.

Incluso, la propia indigestión verbal que le provoca la novela de Gabo, El otoño del patriarca -libro que le permite romper lanzas con el padre-, es un buen punto de inflexión para mostrar que esa aparente envidia es un subterráneo embeleso por un par al que sigue con detenimiento cada uno de sus pasos.

Y es que, aunque es evidente que no practica la iconodulia, la desmitificación permanente de García Márquez es un ejercicio con diferentes aristas, como el humor cáustico, que transforman el “tiro al blanco” en una reflexión del oficio literario.

No diremos que la obsesión de Garramuño parece malsana. Aunque correctamente política tampoco lo es. Pero de que su crítica sea una automática falta de respeto, no estaría tan de acuerdo.El periplo que borda entorno a la figura del Patriarca colombiano no es sinuoso, ni alambicado,sino circular con su ritual subyacente.

Media a esta vuelta constante sobre el creador de Macondo, la inteligencia de Garramuño expuesta lo mismo cuando escribe sobre Durrell o Lawrence: filosofía y literatura invaden esa ruta que rompe espejismos –como la mafia intelectual y burocrática-, o espejos como en su caso particular.

Destaco nuevamente que Garramuño en este contexto sea un lector omnívoro, profundo que se expresa con sencillez. El libro nos ofrece piezas ensayísticas de primer orden: su visión de Lolita de Nabokov la resuelve articulando el carácter ético de Dostoievski, al Proust de los recuerdos, al cuento de Edgar Allan Poe que se apodera de la mente de Humbert Humbert y las ideas de Platón.

Añado a estas dos características la pulcra redacción de Garramuño.

Ello permite que la crónica deslice apuntes elegantes. Lo que continúa son reproches geniales que desvelan las inconsistencias del mundo de las letras, quizás erigido más en fetiche que en asunto creativo.

Pareciera a ratos un libro esencializante por aquello de que el Gabo pagará su triunfo con desolación; empero, no me convenzo en afirmarlo.Canon y fama no siempre se constituyen en una vorágine. No obstante Garramuño se tensa para mostrar filones contrarios dondecomprueba su hipótesis como los largos silencios del Gabo, la impaciencia de Mario Vargas Llosa o la indiferencia de Ernesto Sábato, que serían evidencias de ladesventura que persigue al triunfo.

En la superficie el santo con más rating padece de ostracismo y su condena es dar autógrafos y conceder entrevistas.

Pero conforme el libro avanza la agresividad con que se enfrenta al mito desaparece. A largo plazo, dice Garramuño, los artistas significativos de todas las épocas terminan por transformarse en gobernantes-filósofos.

Señalemos entonces que Garramuño no es cortesano ni celebratorio, para eso está Vivir para contarla, la ditirámbica biografía de Gerald Martin.

En particular el libro Poéticas y obsesiones. Seguido de encuentros con Gabriel García Márquez tiene más iluminación que debilidades, aunque él insista que el ego eclipsa al talento. Algo muy en el fondo de Garramuño me dice que sí es benefactor de las luces del Gabo. El oráculo, digamos para concluir, sí tiene quien le escriba.