El renacido. Culpa y ciclos de la colonización

Hace más de cuatro décadas, en 1971, se filmó la primera película acerca del trampero Hugh Glass, quien exploró el Oeste de Estados Unidos en el Siglo XIX. La cinta se llama El hombre de una tierra salvaje (Man in the wilderness) y la dirige Richard Sarafian. Sobre Glass existen cuando menos seis libros. Ahora surge otra versión cinematográfica de Glass, la de Alejandro G. Iñárritu, basada en la novela de Michael Punke escrita en 2002, y se intitula El renacido. Y aunque hay un ataque de osa en ambas versiones, la primera tiene ecos bíblicos, mientras la segunda desdora en aras de centrar la narración en un drama existencial teñido de sufrimiento y venganza. Repasemos algunas aristas de pasión, vértigo y violencia que integran la impetuosa versión del director de Birdman (2014).

 

El costo de ser Imperio

Colonizar tiene su precio, y aunque en apariencia ya se invisibilizó el shock depredatorio cultural y ecológico de países expansionistas por antonomasia como Inglaterra, Estados Unidos y Francia, parece que de forma cíclica brota la culpa imperial.

Por ello películas como El renacido, dirigida por G. Iñárritu, nos recuerdan cuán constipada se halla la conciencia e identidad de una Colonia que ahora se jacta de ser cuna civilizatoria.

Recurrente tópico, tal vez por la fórmula simbólica que etiqueta a grupos culturales y hasta posiblemente subgénero, las películas que bordan el tema de los pioneros y la naturaleza salvaje sirven de reflexión en la puja política del multiculturalismo, de acuerdo a la crítica al pensamiento eurocéntrico de Ella Shohat y Robert Stam.

Mientras se asumen sin remedio los avances de un mundo industrial capitalista –se naturaliza su triunfo-, el arte cinematográfico hace todo lo posible por recordarnos, de esta manera épica como en El renacido, qué tan oculta se halla la miseria humana en los relatos de los imperios.

Estos relatos tienen la característica, al final de cuentas, de ser moralinas encubiertas de proeza. Tienen además una fuerte dosis de culpa, no sabemos si exclusivamente devenida de la religión mayor occidental (aunque ello también es leit motiv de la filosofía griega), en donde el hombre perdido en terrenos inhóspitos recibe una prueba al estilo de Job donde, despojado de toda pertenencia, pondera lo valioso de la vida -léase la didáctica en Cabo de miedo (1991) de Martin Scorsese. El Libro de Job ubica a un ángel caído, en este caso el Satanás podría ser Fitzgerald, para esa prueba máxima contra el cazador Hugh Glass.

Decíamos sobre la cíclica la aparición de estos discursos como el planteado por G. Iñárritu. El renacido es una nueva versión de uno de los personajes emblemáticos de la Conquista norteamericana.

El viejo Oeste, recordemos, es una etapa fundacional en la historia de los Estados Unidos y por ello el western se convirtió en una época dorada siguiendo las tesis de Eric Hobsbawm.

 

Versiones sobre Glass

El renacido de G. Iñárritu no se trata exactamente de un remake. Alejandro se basa parcialmente en la novela The revenant: a novel of revenge, de Michael Punke. (200)

Hay una película que trata el mismo tema: El hombre de una tierra salvaje, de 1971, que dirige Richard Sarafian y cuando menos se ubican otros seis libros relacionados con la leyenda de Glass.

El hombre de una tierra salvaje destaca por la imponente presencia de Richard Harris que, curiosamente, en el lapso de un año también filmó Un hombre llamado caballo (1970), filme dirigido por Elliot Silverstein que desacraliza la otredad étnica –ensalzada en Danza con lobos (1990) de Kevin Costner.

A diferencia de El hombre de una tierra salvaje, El renacido opta por una versión más aséptica, distanciada de un enfoque ideológico, específicamente los ecos bíblicos que sí tiene aquella como discurso reconfortante.

La versión de G. Iñárritu prefiere la pulsión de las secuencias, el discurso que domina está libre de ese tamiz religioso, circunstancia que obliga a centrarnos aún más en la soledad del hombre: el sufrimiento y la venganza.

Con relación a las premisas de El renacido hay un marco de referencia de películas reciente como Into the wild (2007) de Sean Penn y Alma salvaje (2014) de Jean-Marc Vallée. Podríamos revisar también la obra del director alemán Werner Herzog quien ha complejizado el papel del colonizador en Aguirre la ira de Dios (1972), Fiztcarraldo (1982), Donde sueñan las verdes hormigas (1984) y Cobra verde (1988).

Y Petróleo sangriento (2007) de Paul Thomas Anderson quizás resulta la cinta paradigmática para conocer la hazaña y locura de los pioneros –en este caso del anhelante oro negro-, que pueblan en medio de la nada.

 

Contraste de la naturaleza

El renacido comprueba que dicha culpa del colonizador es pretexto suficiente para plantear un drama sobre la condición humana.

Aunque hay cierto sesgo de excedente simbólico a favor de los indios –sean sioux o arikaras-, la película no abona al imaginario lacrimógeno en favor del colonizado. Más bien con una historia rapada en sus laterales, el guion se circunscribe al páramo existencial frente a la ausencia divina.

En este sentido, la carencia de antecedentes es la fortaleza de El renacido: el propósito de situar el despojo en extremo es muy misántropo, muy a la G. Iñárritu que en 21 gramos (2003), Babel (2006) y Biutiful (2010) explaya esa desconfianza en el hombre.

A ratos la película podría relacionarse con la trilogía de la venganza de Chan-wook Park, pero no. Mejor se cruza la demencia del coronel Kurtz del Apocalipsis now (1979) de Francis Ford Coppola para entender la mirada ensimismada de Fitzgerald, con el mal de montaña a cuestas.

Al mismo tiempo, y he ahí la belleza paradójica de El renacido, G. Iñárritu -claro, vía Lubezki-, consigue una estética semejante a la de Terrence Malick en El árbol de la vida (2011): una belleza voluptuosa de la naturaleza arrasa sin explicación como el torrente de los ríos rápidos se devora a los minúsculos seres humanos.

(En 1978, Malick filmó as de gloria, cuya atmósfera se conecta a la de G. Iñárritu por ese cariz imponente que lograron Malick y el maestro fotógrafo Néstor Almendros con hallazgos visuales que acentúan el contraste entre paisaje y sujetos).