Cuatro sexenios y un cine dorado, de Andrés Barradas Gurruchaga

 

Aunque no como las corrientes cinematográficas, plenamente legitimadas en el canon histórico del cine, a lo que se le ha llamado Época de Oro del Cine Mexicano sí goza de cabal salud entre el consenso internacional. Sabemos de las diferencias para clasificar unos periodos de otros como si de pedigrí se tratara.

Sabemos que el realismo socialista en la Unión Soviética pretendió educar a las masas a través del cine, en un esfuerzo cultural sin precedentes; la fuerza plástica y narrativa de Sergei Eisenstein proyectó al cine soviético, quizás, como el mejor en la historia –aportes que hasta la fecha son de escuela pura.

Sabemos también de los enormes aportes del expresionismo alemán, con un puñado de filmes riquísimos en composición espacial pero, sobre todo, asombrosos en su puesta en escena que se tornó una postura de crítica social y política impecable, como lo hicieron Friedrich Wilhelm Murnau con La última carcajada y Fritz Lang con M, el vampiro de DusseldorfAsimismo, mencionemos velozmente a la Nueva Ola francesa por el vértigo de sus rupturas sintácticas y un Neorrealismo italiano pletórico de propuestas que van del manierismo romántico de Luchino Visconti hasta el delirio mágico de Federico Fellini.

Pero claro, por eso hablamos del pedigrí histórico. Dichas corrientes cinematográficas están enmarcadas por la más grande utopía, como lo fue el socialismo de Vladimir I. Lenin, la resistencia artística en medio de la penumbra de la Alemania nazi de Hitler, los vuelcos exquisitos de una vanguardia parisina que siempre se posiciona sin dificultad dentro del cartabón de los niños terribles y una Italia golpeada por el fascismo de Mussolini. Con estas cartas credenciales históricas, es obvio que el resto de movimientos o épocas históricas del cine pasan a un literal segundo plano.

Pensemos entonces, que en este contexto de cortes históricos arbitrarios, como lo es la historia del cine mundial muy inclinada al quehacer fílmico europeo –y para nada queja alguna-, se opaca la presencia de cinematografías como las de América Latina, entre las que destacan la mexicana y mencionado sea de paso el Cinema Globo brasileiro.

Para Andrés Barradas Gurruchuga, autor de Cuatro sexenios y un cine dorado, la Época de Oro del cine mexicano resulta un periodo con los suficientes elementos para ponderarlo con el pedigrí de las otras corrientes.

La Época de Oro requiere, según Barradas, una delimitación empírica que lo lleve, precisamente, a delimitar las razones de su título de nobleza y al por qué de su distinción esencializada en el conjunto histórico nacional. Para lograr lo anterior su estudio se impulsa de forma correcta: como creo que se nutre más la visión estética.

Y es que Barradas teje una red de acontecimientos contextuales con el hecho cinematográfico. Muy en la vena del semiólogo Christian Metz, observa Barradas los vasos comunicantes entre la cauda fílmica del México postrevolucionario y la escalada de un estado mexicano posicionado, en pródiga fortificación de su discurso recién acuñado con base en dos parapetos bien argumentados por Octavio Paz que, eso sí, correctamente políticos: la unión de la cultura popular y nuestro pasado prehispánico, ligado a una fascinante lectura antropológica y arqueológica, como lo constata El espejo enterrado de Carlos Fuentes que bien detecta la fuerza de tradiciones que se fusionan para explicar el pasado mexicano.

Pareciera que para entender la Época de Oro del cine mexicano, es obligatorio trazar una línea de tiempo sincrónica que nos permita integrar arte, en este caso el cine, y el resto del espectro social que comprende actividades tan importantes como la política misma –sin que esto explique el enfoque de un marxismo mecánico que halla siempre ligas maquiavélicas entre estructura y superestructura.

Parece, digámoslo más en plan didáctico y coloquial, que se dieron las condiciones necesarias y pertinentes para que se desarrollara un cine que, fue evidente, era reflejo del pensamiento de los intelectuales y artistas y el estado en turno que le correspondió gobernar de la tercera década del Siglo XX y hasta veinticinco años después con un perfil hegemónico acotado en sus máximas esencializantes.

Había por un lado la retórica unificada que lanzaba como horizonte nacional una identidad mexicana pétrea, monumental, con un arco de tensión de estereotipos muy cerrado, y donde se dio cabida a la repetición mitificada de determinados tipos físicos. Es decir, los estereotipos planteados en el cine mexicano de la Época de Oro respondían, sin duda, al planteamiento de un aparato estatal que así se imaginaba lo mexicano.

Curiosamente esta Época de Oro no tiene la conexión orgánica que sí tuvo el cine del realismo socialista con el estado soviético. Sin embargo, el cine de la Época de Oro, como bien advirtieron tanto Carlos Monsiváis como Jesús Martín Barbero, fue la arena teatral por excelencia, es donde por primera ocasión, a nivel masivo, se dramatizó la escena nacional.

El cine de la Época de Oro fue la primera gran batalla plástica en donde había venganza social por las terribles asimetrías socioeconómicas; los pobres, por ejemplo, vencían a los ricos con su notable corazón, y los indígenas –falsamente encumbrados en el cine de la Época de Oro- se posicionaban con una retórica visual tan potente que hasta hoy se sigue hablando del cine de Emilio Fernández y de figuras como Pedro Armendáriz, María Félix y Pedro Infante.

Esta retórica visual tenía respaldo en la política, como nos dice Barradas. Recorrer las acciones políticas de los sexenios que señala este autor, son el mejor método para entender epifenómenos artísticos como la Época de Oro del cine mexicano. Se trató de una reverberación política y social, que nutrió bien los productos fílmicos de ese periodo.

Para concluir mencionemos que todo ese universo planteado en cuatro sexenios, fue el perfecto magma de tipicidad -entendido como la serie de estereotipos que justifican un sentir identitario nacionalista-, que dio sustento a un estado postrevolucionario necesitado de un tiempo dorado, como lo postula Eric Hobsbawm, para adueñarse del origen de los tiempos y así purificar las acciones políticas que perpetuarían a este sistema o leviatán mexicano que hasta en la actualidad sufrimos las consecuencias de su cultura de cooptación, coacción, populista y clientelar como parte sustancial de la formación del poder político en México.