La leyenda del fantasma de Arnau

Por Carlos Pascual Gil

Tomado de El País

En Girona, cerca de Ripoll, se encuenta un monasterio cuya historia ha inspirado a muchos escritores. Un hermoso conjunto medieval que alberga interesantes piezas de arte.

 Aquel paisaje minucioso y brillante, en los arranques del Pirineo catalán, abrigó un germen. Allí estaba la frontera donde condes de hierro -en aquellos tiempos de hierro- espantaban con la cruz de su espada a la morisma conquistando las tierras, y un reguero de monjes iba por detrás colonizándolas, desde monasterios que ejercían como auténticos polos de desarrollo. Así fue tejiéndose la Catalunya Vella, con condes guerreros y monjes campesinos. Uno de esos guerreros míticos fue el conde de Urgell y Barcelona Guifré el Pilós (Wifredo el Peludo, que los manuales traducen púdicamente como el Velloso). Él fundó, en el siglo IX, el monasterio de Ripoll, que algunos prohombres de la renaixença, como Puig i Cadafalch, convertirían en símbolo: la cuna de la nación catalana.

 A un par de leguas escasas de ese monasterio, más al interior de la montaña, fundó el conde otro establecimiento apartado para monjas, en el cual dejó como abadesa a su propia hija Emma. En torno a éste fue creciendo una villa: Sant Joan de les Abadesses. Pero las monjas estuvieron poco tiempo, sólo desde 887 hasta 1017, cuando fueron expulsadas y sustituidas por monjes agustinos. No está claro qué pasó. Tal vez se debiera a la ambición de Bernat Tallaferro, quien acaparaba tierras y conventos para crear un obispado. Una bula del papa Benito VIII echaba a las monjas acusándolas de terribles escándalos, de lascivia, de infanticidios: las llega a llamar ‘meretrices de Venus’. Para la fantasía popular, aquello iba a ser, naturalmente, una fuente inagotable de urdimbres y fabulaciones.

La historia de las monjas pecadoras se iba a trenzar con otra leyenda local: la del alma del conde Arnau vagando por sus dominios. Investigadores de la renaixença catalana, como Milá i Fontanals, recogieron y fijaron la leyenda que había de servir a talentos como Verdaguer, Maragall, Carner o Joan de Sagarra, entre otros muchos. El conde Arnau, señor de Mataplana, sale cada noche de los infiernos sobre un caballo negro, envuelto en llamas, y es visto vagar por los lugares donde en vida cometió sus fechorías. Originalmente, su delito mayor habría sido no pagar con justicia a sus vasallos. Pero al trenzarse el mito de Arnau con la historia de las monjas se hace culpable al conde de haber mantenido relaciones sacrílegas con ellas. Joan Maragall, el gran poeta catalán, que pasaba sus veranos en Sant Joan de les Abadesses, trabó contacto con la historia de Arnau, a la que dedicó nada menos que 11 años: publicó tres entregas (en 1900, 1906 y 1911) de un poema que en la primera parte es vitalista y carnal, y en su parte final, en cambio, se vuelve metafísico, y hasta místico, encontrando Arnau la salvación final gracias a la inocencia de una muchacha, al igual que Fausto o Don Juan en ciertas versiones.

Como reacción a este espiritualismo de Maragall, Joan de Sagarra perfiló, en 1928, un conde Arnau fogoso y duro, tan hondamente humano, dentro de su malicia y complejidad, que se hace imposible toda redención de última hora. Tanto el poema de Maragall como, en los últimos años, el de Sagarra son llevados a la escena por medio centenar de vecinos, cada estío, bajo los arcos quebradizos del claustro del monasterio.

Texto completo en: El País