Dos semanas

Vuelo AC992, 9,456m de altitud, atrás a quedado la ciudad de México, atrás a quedado mi país. Después de dos semanas de conferencias y trabajo en mi ciudad, me despido de mis padres, de mis hermanas, de mis amigos, de mis mascotas. No puedo ocultar el sentimiento y unas lágrimas ruedan por mis mejillas. Dos semanas me resultaron insuficientes para demostrar a los míos todo lo que los extraño, todo lo que los quiero y todo lo que significan en mi vida. Son ellos mi alegría y guía, mi faro de luz.

Han sido días muy alegres y provechosos. En primer lugar, tuve oportunidad de difundir parte de mis ideas y trabajo científico en diferentes foros, de fortalecer redes de colaboración, de intentar acercar la ciencia a nuevas generaciones de estudiantes. En segundo lugar, tuve la dicha de pasar momentos inolvidables con mis padres, de verme reflejado en su mirada, comer en su cocina, caminar a su lado, abrazarlos y decirles cuánto los quiero y necesito. Mi madre, con la dedicación que la caracteriza, me preparo toda variedad de platillos: empanadas, gorditas, tamales, mole con chocos, salsa de chileseco, arroz, frijoles, tortillas, higos rellenos de coco, chocolate, licuados de mango, de mamey y de papaya. Mi padre, se dedico a la preparación de mi fruta y jugo para el desayuno de cada mañana, además de hacerme recordar la gran variedad de sabores y colores de las aguas que impregnan de mayor brillo a mi México: mango, tamarindo, lima, guayaba, tuna, jamaica, limón, sandia, melón.

¿Días especiales? La tarde que celebramos el cumpleaños 57 de mi padre, el día que visité a mi tío y recorrí aquellos caminos que fueron testigos de mis primeros pasos en la conducción, la noche que hicimos pan de muerto y celebramos el cumpleaños 99 de la madrina de mi madre; la tarde que dediqué a la limpieza de mi habitación, el pretexto perfecto para recordar mis juguetes, revisar cada uno de mis libros, mi telescopio, mi colección de discos, mis cuadros, mis fotos; la cena con toda la familia y las risas al ver el platillo de mi madre, la sopresa al ver el platillo de Maggie. La noche de luna de Xalapa, con su neblina y su chipi-chipi golpeando mi rostro, mi visita a la peluquería. La tarde con Jordi y la familia sentados alrededor de una mesa plagada de tamales. La noche en que instalamos el altar de muertos con su flor de cempasúchil, sus tamales, su fruta, su papel picado y sus calaveritas.

Tuve la dicha de conducir el auto de mis amores por la ciudad de mis amores, de lavarlo, de ajustarle algún tornillo, alguna tuerca. De acompañar a mi madre a la biblioteca, de llevar a mi hermana a su escuela, de pasar por mi padre después de un día de trabajo, y claro, de sorprenderme al ver la nota del combustible…

El tiempo ha sido un tirano en estas dos semanas, ha volado cual parvada de pájaros tras un disparo. Pero ello no me ha impedido disfrutar a mi familia, disfrutar su tiempo y espacio. Tampoco me ha impedido recordar que tengo a mi lado gente muy valiosa, desinteresada, atenta de mi persona y sincera. Sin embargo, también constate que la envidia es uno de los peores males de la humanidad pues nunca logra saciarse.

Dos semanas en casa me resultaron suficientes para recordar que en mi corazón llevo grabado el nombre de mi familia. Dos semanas para caminar por cada habitación de mi casa, para pisar el taller y respirar su olor a madera, para estar en la cocina con mi madre, para sentarme al lado de mi padre y ver alguna película, para enterarme de los proyectos de mis hermanas, para platicar con mis mascotas. Dos semanas para preparar la despedida y las maletas. Dos semanas para pensar cuál sería la mejor forma de evitar el llanto, qué palabras utilizar para el adiós, qué hacer para vencer la nostalgía durante el vuelo. Ninguna estrategia resulto efectiva…

11,277m de altitud, atrás a quedado la ciudad de México, atrás a quedado mi país. Me despido de mi ciudad, me despido de mis padres, de mis hermanas, de mis amigos, de mis mascotas.