El tabú del aborto

El tabú del aborto
Por María José García Oramas

La vasta obra de Sigmund Freud explica con claridad cómo, en aras de la convivencia social, las sociedades han creado leyes, formas de gobernabilidad, instituciones diversas que buscan regular la vida pulsional de los seres humanos. Uno de tales mecanismos estudiado por Freud es el tótem y el tabú. Los describe como instrumentos sociales arcaicos que ya se observan en las tribus primitivas, creados para venerar lo sagrado y lo prohibido y representados en imágenes, íconos, figuras diversas que se colocan a los ojos de la tribu como lugares de culto y espacios límite que nadie osaría traspasar a riesgo de sufrir con ello el rechazo, el castigo divino y la exclusión social.

La razón del tótem y el tabú, dice Freud, no es sino una fallida operación social para colocar fuera de sí y lo más distante de un grupo social aquello considerado como terrible y ominoso, pero que en realidad está dentro de cada uno(a), y colocarlo como lo innombrable, inalcanzable e inaccesible. Resulta evidente que se trata de creencias humanas que buscan generar la ilusión de que si colocamos muy lejos aquello que establecemos como terrorífico e inaceptable quedará fuera de sí, cuando en la realidad se trata de pulsiones inherentes a la naturaleza humana.

El aborto es uno de estos tabús que las sociedades han creado para mantener a las mujeres en un sitio de subordinación social permanente, como madres sumisas y abnegadas, sosteniendo la ilusión de que el instinto materno es lo más sagrado que existe y, por el contrario, lo innombrable, lo más vil que una mujer pudiera hacer es matar a su propio hijo, entre otras formas, abortando.

Es así como las sociedades evitan que las mujeres se conviertan en sujetos autónomos y por ende libres para decidir sobre su propio cuerpo. Transforman estas creencias en leyes tales como la mal llamada antiaborto, en condenas severísimas impuestas a las mujeres que maltratan o matan a sus hijos impuestas por jueces «neutrales», en el rechazo y exclusión social a quienes no desean ser madres, en la ableación femenina que busca suprimir sus deseos carnales, por mencionar solo algunas prácticas sociales que condenan y limitan a las mujeres.

A manera de ejemplo de cómo funcionan estos mecanismos tan arcaicos y lejanos a los problemas reales y cotidianos que sufren las mujeres en nuestro mundo contemporáneo, tales como el feminicidio, la muerte materna, el embarazo adolescente, volaremos al mundo fantástico del mago Harry Potter. El innombrable, temible y malvado Lord Voldemort busca, como todos los malos de la historia, la inmortalidad y el poder absoluto. Para lograrlo, ha escondido su alma en siete objetos llamados orocruxes que lo hacen invencible. Harry Potter, el héroe bueno de la historia, ha de combatirlo junto con sus amigos y para vencerlo ha de destruir estos siete objetos. Al final del camino, se da cuenta que el último de ellos es precisamente él mismo. Es por ello que tendrá que morir para sacar de sí mismo la parte de Lord Voldemort que habita dentro de sí. Vuelto a la vida ya sin estos vestigios de maldad, vence al enemigo y se adueña de la varita más poderosa que existe y que ahora le pertenece. Y, para alejar de sí cualquier deseo o intención de maldad, rompe y avienta al vacío su varita, la arroja lo más lejos posible de sí mismo para evitar con ello convertirse en el nuevo mago malvado del mundo mágico que habita.

El aborto representa al malvado Lord Valdemort de nuestro mundo actual, es decir, a la innombrable pulsión de muerte percibida como la fuerza mortífera de una madre matando a su propio hijo frente al invencible y más sublime de los instintos humanos: el amor materno, incondicional, inquebrantable, el que da vida frente a la muerte.

Y es por esta mágica razón que la iglesia católica sigue movilizando los fantasmas más primitivos de los seres humanos en pleno siglo XXI para que, por poco creíble que así lo parezca, se crea que el derecho de una mujer a decidir sobre su propio cuerpo es no sólo el peor de los pecados capitales sino el peor delito que una mujer puede cometer pues al ejercerlo está asesinando a otro ser humano, si bien ninguna evidencia científica sustenta tal afirmación.

El espectáculo que acabamos de observar en el Congreso veracruzano, con monjas y feligreses rezando y cantando aleluyas a favor de la ley «antiborto» simulaba más un ritual religioso que una sesión legislativa en un estado laico que forma parte de un país democrático y, lastimosamente, da cuenta de la vigencia que mantiene el tabú del aborto en nuestra sociedad mexicana, conformada por un 80% de católicos practicantes.

Todo ello sin dejar de lado que por supuesto esta realidad responde a la fuerza del clero como grupo de poder fáctico en nuestro país y a la ineficacia con la que trabajan nuestros representantes, quienes no se dedican a legislar sino a pactar acuerdos partidistas. Evidencia, así mismo, cuán irrelevante es contar con un Congreso paritario en términos de género si nuestras legisladoras carecen de autonomía –resulta obvio que sean incapaces de legislar a favor de la autonomía de las mujeres si ellas mismas no son autónomas– limitándose a levantar la mano siguiendo las instrucciones que reciben de sus líderes partidistas de la misma manera que, desde hace mucho años, lo vienen haciendo sus congéneres varones.

La ley de las mujeres por el derecho a decidir sobre su propio cuerpo es una ley por una vida digna que apela a la posibilidad de las mujeres de construirse como sujetos autónomos, de ser capaces de forma consciente de tomar las decisiones que consideran mejores para sí mismas, para su futuro personal y familiar, para acceder a una vida libre de violencia y para el ejercicio de una ciudadanía plena.

Por estas razones, la legislación que las mujeres requieren para garantizar el ejercicio de este derecho humano, lejos de aludir a viejos tabús y creencias religiosas ancestrales, se fundamenta en problemáticas sociales concretas y de actualidad que afectan la salud, la integridad, la libertad y la seguridad de millones de mujeres en el mundo.

Lamentablemente nuestro Congreso local y muchos otros en el país parecen actuar mucho más desde sus propios fantasmas internos agitados por la influyente iglesia católica mexicana, que desde la posición de verdaderos legisladores y legisladoras, representantes del pueblo a quienes la ciudadanía ha elegido para fomentar un estado de derecho laico y democrático