Episteme… el nombre

No tengo idea ni la imaginación me da como para tener la certeza de las razones para ponerle el nombre con que la bautizaron o de dónde haya salido o si alguno de sus padres la escucho por alguna extraña razón o lo vio en algún lado (o sea resultado de una experiencia mundana de su padre, que recién mi señora madre nos ha comentado), lo cierto es que la madre de mi padre, tuvo uno de esos nombre que -quizá- ni siquiera en el entonces conocido como Calendario Galván, llegó a existir.

Dueña de una mirada en ocasiones penetrante, aún la recuerdo cuando salía algunas mañanas en compañía de mi papá con un machete a la mano, pues se encaminaban a sus campos, cuando a un mi señor padre no tenía cómo moverse, de no ser por una bicicleta que yo siempre la recuerdo media vieja; por lo tanto, seguro se iban caminando o tomaban uno de esos camiones de segunda que pasaban por la carretera que cruza todo el pueblo; sin dejar de mencionar a La Coqueta, una desvencijada camioneta de batea que transportaba a las personas y cuyo nombre se debía a que quizá su última alineación fue antes que yo naciera, por lo tanto, aquel viejo transporte comunitario, como dice la canción “andaba de lao”.

La recuerdo cuando niño (a mi abuela y no a la camioneta), siempre dada a prepararnos algunos dulces que con el tiempo dejó de hacer (incluso, cuando se lo llegamos a decir ya por aquellos días a punto de pasar sus últimos momentos postrada en un sillón, que no recordaba nada de eso): limones rellenos de coco, dulce de guayaba, de leche y uno que, si mal no recuerdo, se le llamaban trenzas de melcocha que se envolvía en hoja de plátano. 

Tiempo después, nos acostumbramos a que mi abuela paterna, cuando andábamos en busca de alguna salsa, invariablemente nos ofrecía una, con el apunte que estaba un poco picosa. Lo cierto es que era lumbre para el paladar de quienes no estaban acostumbrados a comer picante; pero también es cierto, que si era sobre el mediodía cuando ofrecía alguna de sus salsas, invariablemente podía estar acompañada de una cerveza de a cuartito, la misma a las que se (nos) acostumbró en sus últimos años de vida, pero no aquellas con las que quisimos llegar a engañarla, cuando por su salud se las retiramos y, en algún momento, las quisimos cambiar por cervezas sin alcohol.

Así era mi abuela, una mujer de fuerte carácter que no siempre agradaba a todo mundo, pero que había quienes la buscaban por una suerte de don de sanación o curación que poseía; lo que le permitía llegaran a visitarlas familiares y personas venidas de lejos para que ellas las “tallara” y con ello sacar algún mal del cuerpo; algo que en lo personal siempre me resultó interesante por la forma en que, algunas entidades, llegaban a tomar su cuerpo, para que su don fuera puesto al servicio de las personas, algo que nunca la convenció del todo.

Ahí fue cuando por primera vez escuché mencionar a los elohim, a Adonay, Jehovan, Mitratón, entre otras entidades divinas propias del judaísmo, incluso el paganismo, quienes en voz de ella venían a brindar servicios de curación a las personas, pero que mi abuela, siempre rechazó; razón por la cual es más de una ocasión decían que por eso la castigarían. Hay quienes podemos pensar que además de sus achaques propios de la edad, una de las razones de cómo quedó imposibilitada para caminar, pudo haber sido esta.

Aquellas sesiones cercanas al espiritismo provocó, en quien escribe, un tipo de acercamiento a experiencias y temáticas vinculadas a lo paranormal, en una etapa que fue vital por andar en busca de explicaciones y de algunas creencias que pudieran acompañarme (como ya tuve ocasión de escribir en este mismo espacio hace algún tiempo), al hablar justamente de nuestra juventud y el acercamiento a ciertos aspectos religiosos, místicos o paganos, por los que llegué a andar. 

Total, que comencé este texto, dejando sobre el escrito la duda de su nombre, uno del que he hablado hace unos días con una buena amiga, en el contexto de una charla sobre aquellas sabidurías y conocimientos que en culturas como las nuestras parecen siguen teniendo vigencias, y aun cuando la ciencia las haya querido borrar del mapa imaginal de las personas, siguen teniendo vigencia y, en algunos círculos, se siguen cultivando y que, a través, de comunidades de usuarios que usan las redes sociales, están vivitas y coleando.

Y es que aquella abuela tenía un nombre que, cuando una prima, andando de viaje en Turquía, encontró impresa en una pashmina la palabra Episteme, pensó inmediatamente en mi abuela paterna; por lo que inmediatamente buscó en internet el significado, para terminar por asombrarse que tal palabreja tiene relación con los conocimientos, con la sabiduría.

Y sí, mi abuela se llamaba Epistema Reyes Ramos.

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