Núm. 3 Tercera Época
 
   
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Adrián Mendieta
METÁFORAS DE LA LUZ
 
 
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Convocatoria

 

 

 

 

 

 

 
 
 
 
 
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Ningún paisaje fl uvial de los muchos vistos en su vida viajera le producía mayor goce que el del Orinoco, que parecía ejercer una atracción mágica sobre él:

Durante nuestra navegación sobre el Orinoco superior, por el verano de 1800, alcanzamos, más allá de la Misión en La Esmeralda, las desembocaduras del Sodomoni y el Guapo. Ahí se eleva bastante por encima de las nubes la gigantesca cima del Yeonarami o Druida, montaña que, de acuerdo con mi triangulación, está a ocho mil doscientos setenta y ocho pies por encima del nivel del mar, y cuyo aspecto ofrece una de las más extraordinarias escenas de la naturaleza tropical. Su flanco meridional es una pradera sin árboles. El aire húmedo de la tarde es embalsamado ahí por el perfume de los ananás. De las hierbas bajas de la pradera se elevan los tallos suculentos de las bromelia (211), cuyos dorados frutos, dominados por una corona de fl ores glaucas, brilla a lo lejos. Altas palmeras en abanico se agrupan en torno de tapetes de verdura en donde brotan las aguas de la montaña, y su follaje no es agitado por ningún viento refrescante que sople en esta zona tórrida.

¡Qué magnífica descripción sensual, visual y olfatoria! Todo lo valora estéticamente, hasta la luz tropical y las distancias cambiantes: Carpentier se basa en él al formular sus contextos de “iluminación” y de “distancia y proporción”. Al encontrar “maravillosas y sorprendentes” las esculturas jeroglífi cas indígenas en las montañas de Urnana y Encaramada se adelanta a lo real maravilloso de Carpentier, no en balde su sucesor y heredero literario.

La novela de la selva

Una visión de Amazonia muy diferente a la de Humboldt la encontramos en la novela nativista-regionalista que prosperó entre ambas guerras mundiales, y cuyo auge en Amazonia estaba vinculado a la explotación económica de la región por plantaciones bananeras, el caucho natural, la industria de la madera y las minas de piedras preciosas.

La vorágine (1926), del colombiano José Eustasio Rivera, describe un rapto con posterior huida del protagonista a través de la selva, en parte a caballo, en parte en canoa, por los ríos afl uentes del Magdalena hasta aguas venezolanas y brasileñas. No queda huella alguna del entusiasmo romántico humboldtiano por la naturaleza. El protagonista-narrador, que comparte con Humboldt la perspectiva en primera persona del singular y la constante expresión del yo frente al ambiente, considera la omnipresente naturaleza como hostil y fea: “¡Ah, selva... ¿Qué hado maligno me dejó prisionero en tu cárcel verde?”, exclama, perdido en la jungla, donde hay una cruel doble explotación que no existía en tiempos de los conquistadores ni en los de Gumilla o Humboldt: la económico-social de obreros caucheros que trabajan duramente por poco dinero en la selva, derribando los árboles para sacarles el jugo convertido más tarde en goma para ruedas de automóviles producidos en Estados Unidos. Estos proletarios caucheros explotan a su vez a la naturaleza, destruyéndola masivamente en una acción antiecológica, cuyos resultados veremos más adelante en García Márquez.

Rivera describe la moderna lucha social en la selva. Pero no es una novela proletaria o de protesta social: la crueldad de la gente no es atribuida a la lucha de clases ni a la explotación por los empresarios, sino al efecto brutalizador de la naturaleza, que Rivera es el primero en pintar: el viaje se lleva a cabo en canoa, curiare, llamada “ataúd fl otante”, por los afl uentes del Magdalena, el Vichada, el Capanaparo, el Orinoco, el Guaviare. Rivera es el primer literato en describir la vida repugnantemente pululante en las aguas amazónicas:

El transparente charco nos dejó ver un sumergido ejército de caimanes (...) ocupado en recoger pichones y huevos (...). Nadaba por dondequiera la innúmera banda de caribes de vientre rojizo y escamas plúmbeas, que se devoran unos a otros y descarnan en un segundo a todo ser que cruce las ondas de su dominio (…) Veíase la traidora raya, de aletas gelatinosas y arpón venenoso que descansaba en el fango como un escudo; la anguila eléctrica, que inmoviliza con sus descargas a quien la toca (...).

Otra escena muestra al hombre entregado a esta naturaleza salvaje y devenido –tanto por las atroces circunstancias sociales como por la infl uencia de la naturaleza– él mismo cruel y bárbaro como ella:

El día que salimos al Orinoco, un niño de pecho lloraba de hambre. El Matacano, al verlo lleno de llagas por las picaduras de los zancudos, dijo que se trataba de la viruela, y tomándolo por los pies, volteólo en el aire y lo echó a las ondas. Al punto, un caimán lo atravesó en la jeta, y poniéndose a fl ote, buscó la ribera para tragárselo. La enloquecida madre se lanzó al agua y tuvo igual suerte que la criaturilla.

La crueldad de los hombres amazónicos semejante a la de los conquistadores no es adjudicada a las condiciones sociales sino a la infl uencia de la brutal naturaleza –lejana consecuencia de la teoría del argentino Sarmiento, quien sostenía que la bárbara naturaleza latinoamericana barbariza al hombre, por lo que hay que civilizarla con una economía moderna como la descrita por el venezolano Rómulo Gallegos en su novela Doña Bárbara (1929).

 
 
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