Núm. 3 Tercera Época
 
   
encabezado
 
Adrián Mendieta
METÁFORAS DE LA LUZ
 
 
fotos
logo
 
corre
 
  punto    Puntos de venta
  buzón Buzón del lector
  suscribete Suscríbete

Convocatoria

 

 

 

 

 

 

 
 
 
 
 
páginas <<< 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 >>>
 

Así nacieron el nombre y mito del río. Pero las amazonas en realidad quizás no eran indias, sino vacas marinas, manatíes mamíferos, o hasta sirenas. Colón escribe en su Diario de Navegación que había observado frente a la costa cubana a una sirena, que le parecía muy masculina y fea. Este mitómano medieval no tenía duda alguna de la existencia real de sirenas que conocía de la mitología griega. Ya Navarrete y Las Casas al comentar el Diario del Almirante opinan que confundía una vaca marina con una sirena.

La tripulación afamada de Francis Drake cometió verdaderas masacres entre estos animales, cetáceos herbívoros, mamíferos pisciformes que describe el fi libustero inglés en sus memorias el 15 de abril de 1 577 como si fuesen mujeres –amazonas o sirenas. Sus marineros mataban a los manatíes con cachiporrazos en la nariz “por sus ricas existencias de aceite y una buena ración de carne, encontrando una resistencia de los animales como si fueran seres humanos con pedradas y pisadas, tratando de salvarse en el mar con sus cachorros sobre sus espaldas”. (Lo subrayado es mío)

Si los descubridores identifi caban a los manatíes con sirenas, entonces no asombra que los identifi casen con amazonas en el Amazonas, ya que Colón, el 13 de enero de 1 493, las ubica en la Isla del Caribe, y Juan Díaz en la punta de la Isla de Yucatán; asimismo, Velázquez escribió sobre un encuentro con amazonas en el que se basaba Hernán Cortés en su Carta Cuarta de Relación. Pero todos ellos, salvo Carvajal que pretende haberlas visto en el propio Amazonas, se refi eren a amazonas vistas por terceras personas. Sir Walter Raleigh escribió en carta a su concubina, la reina británica Isabel I, que había visto en aguas venezolanas a unas amazonas, carta comentada más tarde por Humboldt. Sea cual fuere, los manatíes reaparecen en nuestra crónica mágica.

Gumilla y Humboldt, los ilustrados

En el muy racional siglo XVIII, en 1741, se publicó El Orinoco ilustrado, del padre José Gumilla, un bestseller de aquella centuria. Gumilla, misionero jesuita, nos pinta esa región a orillas del Orinoco, semicivilizada, semibárbara, poblada por españoles, indios salvajes e indios pertenecientes a su misión. Representante de la Ilustración jesuita –no en vano juega, a juicio mío, con el término “Ilustración” en el título de su libro–, Gumilla escribe al estilo de los enciclopedistas un compendio geográfi co, económico, historiográfico, biológico, lexicológico-lingüístico, toxicológico, etnológico y costumbrista, y hace una descripción racionalista, no mitologizante, del Orinoco. En el prólogo se propone ilustrar al lector sobre “Aves, animales, insectos, árboles, resinas, hierbas, hojas y raíces”. Cuenta de manera muy divertida su vida cotidiana entre los indígenas, describiendo su economía, costumbres, vida familiar, sus cementerios formados por sacos con los huesos de sus antepasados que balancean al viento en los techos de sus casas, su producción del veneno curare y su ocasional canibalismo.

Refiere también la cultura oral de sus queridos y execrados indios que interpreta a la luz de la Biblia, explicando las diferencias entre las lenguas indígenas por la Torre de Babel, y la existencia de los indios por su origen judío como descendientes del hijo menor de Noé, Cam. El mito indígena del Diluvio Universal en el Orinoco con un Noé indio llamado Amalivaca, es, según él, un recuento de la Biblia divulgada por los misioneros jesuitas. Detrás de su racionalismo dieciochesco desaparece la magia de Eldorado y de las Amazonas, apareciendo, en cambio, una familiaridad amorosa con la naturaleza circundante que contrasta con la indiferencia u hostilidad de los conquistadores.

A diferencia de los cronistas, a los que separaba todo un mar de sus lectores, Gumilla, en correspondencia con su “siglo de la lectura”, con alto aprecio por el lector que quería “ilustrar”, fi nge estrecha intimidad con él, elevándose en un Cicerón que invita al curioso europeo a acompañarlo en su viaje fl uvial, incorporando al texto la relación extradiegética autor-receptor:

Hemos contemplado, desde la atalaya a que subimos, algunas curiosidades en general de los gentiles del Orinoco y de sus vertientes. Bajemos ahora a dar un gustoso paseo (...). Puestos ya en una buena lancha en las bocas del río Orinoco, entremos por entre aquella multitud de islas y por aquel laberinto de caños, patria de la nación Guaraúna.

Hasta se pone en escena como narrador, incluyendo en el “nosotros” el lector visitante como compañero de viaje:

Y para que con más suavidad corra el hilo de la narración (...) apartamos la vista de aquellas vastas llanuras, no la fatiguemos más, supuesto que de esta bella cumbre, en que estamos, podemos ver más de cerca curíosidades más agradables y que con mayor novedad diviertan nuestros ánimos.

Este pasaje comprueba la sensibilidad del contemporáneo de Rousseau y Saint-Pierre por la belleza del viaje, inexistente para los conquistadores. Pero él se encuentra en una región familiar y pacifi cada, mientras que aquéllos penetraron en una región desconocida con naturaleza y habitantes peligrosos. Subraya la amenidad, el encanto estético del paisaje, el gusto y hasta placer de verlo.

 

 
 
páginas <<< 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 >>>
     
Hidalgo #9 • col. Centro • Xalapa, Veracruz, México • (2288)8185980, 8181388 • lapalabrayelhombre@uv.mx