Universidad Veracruzana

Blog de Lectores y Lecturas

Literatura, lectura, lectores, escritores famosos



Pancho Villa una biografía narrativa

Paco Ignacio Taibo II
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Aquí  se encuentra la vida de un hombre que solía despertarse, casi siempre, en un lugar diferente del que originalmente había elegido para dormir. Tenía este extraño hábito porque más de la mitad de su vida adulta, 17 años  de los 30 que vivió  antes de sumarse a la revolución, había estado fuera de la ley; había sido prófugo de la justicia, bandolero, ladrón, asaltante de caminos, cuatrero. Y tenía  miedo de la debilidad de las horas de sueño fuera su perdición.
Un hombre que se sentía  incómodo teniendo la cabeza descubierta, que había sido llamado en su juventud “el gorra chueca” no solía quitarse el sombrero para ni para saludar. Cuando después de años de estar trabajando en el asunto el narrador tuvo la visión de que Villa y sus sombreros parecían inseparables, Martin Luis Guamán, en El águila y la serpiente, colaboró: “ Villa traía  puesto el sombrero  […] cosa frecuente en él cuando estaba  en su oficina  o en su casa”.  Para darle sustento científico al asunto el narrador revisó  217 fotografías. En ellas  sólo aparece en 20 sin sombrero ( y en  muchos casos  se trataba de situaciones que hacían de la ausencia  del sombrero obligación: en una está mandando,  en otras cuatro asiste  a funerales o velorios, en varias más se encuentra muerto y el sombrero debe de haberse caído en el tiroteo.En las 197 restantes porta diferentes sombreros; los hay stetsons texanos simples, sombreros de charro, gorras de uniforme federal de visera, enormes huaripas norteñas de ancha falda y copa alta, tocados huicholes, sombreros anchos de palma comprimida, texanos de tres pedradas, salacots  y gorras de plato de las llamadas en aquellos años rusas.  Su amor  por el sombrero llegó a tanto que una vez que tuvo que ocultar su personalidad,  consiguió un bombín  que lo hacía parecer “cura de pueblo”.
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La edad madura

Henry James

Aquel día de abril era templado y luminoso, y el pobre Dencombe, feliz en la presunción de que sus energías se recuperaban, estaba parado en el jardín del hotel, comparando los atractivos de diversos paseos tranquilos, con una parsimonia en la cual, empero, todavía se echaba de ver cierta laxitud. Le gustaba la sensación de Sur, en la medida en que se la pudiera tener en el Norte; le gustaban los acantilados arenosos y los pinos arracimados, incluso le gustaba el mar incoloro. “Bournemouth es el lugar ideal para su salud” había sonado a simple anuncio, pero ahora él se había reconciliado con lo prosaico. El amigable cartero rural, al cruzar por el jardín, acababa de entregarle un paquetito, que él se llevó consigo dejando el hotel a mano derecha y encaminándose con andar circunspecto hasta un oportuno banco que ya conocía, en un recoveco bien abrigado en la ladera del acantilado. Daba al Sur, a las coloreadas paredes de la Isla de Wight, y por detrás estaba guarecido por el oblicuo declive de la pendiente. Se sintió bastante cansado cuando lo alcanzó, y por un momento se notó defraudado; estaba mejor, desde luego, pero, después de todo, ¿mejor que qué? Nunca volvería, como en uno o dos grandes momentos del ayer, a sentirse superior a sí mismo. Lo que de infinito pueda tener la vida había desaparecido para él, y lo que le quedaba de la dosis otorgada era un vasito marcado como lo está un termómetro por el farmacéutico. Se quedó sentado con la vista clavada en el mar, que parecía todo superficie y cabrilleo, harto más superficial que el espíritu del hombre. El abismo de las ilusiones humanas, ése sí que era la auténtica profundidad sin mareas. Sostenía el paquete, que a todas luces era de libros, en las rodillas, sin abrirlo, alegrándose, tras el ocaso de tantas esperanzas (su enfermedad lo había hecho ser consciente de su edad), de saber que estaba ahí, pero dando por hecho que ya jamás podría haber una repetición completa del placer, tan caro a la experiencia juvenil, de verse a sí mismo “recién impreso”. Dencombe, que tenía una reputación, había publicado demasiadas veces y sabía de antemano demasiado bien cómo luciría.

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El gato negro

Edgar Allan Poe

No espero ni pido que alguien crea en el extraño aunque simple relato que me dispongo a escribir. Loco estaría si lo esperara, cuando mis sentidos rechazan su propia evidencia. Pero no estoy loco y sé muy bien que esto no es un sueño. Mañana voy a morir y quisiera aliviar hoy mi alma. Mi propósito inmediato consiste en poner de manifiesto, simple, sucintamente y sin comentarios, una serie de episodios domésticos. Las consecuencias de esos episodios me han aterrorizado, me han torturado y, por fin, me han destruido. Pero no intentaré explicarlos. Si para mí han sido horribles, para otros resultarán menos espantosos que barrocos. Más adelante, tal vez, aparecerá alguien cuya inteligencia reduzca mis fantasmas a lugares comunes; una inteligencia más serena, más lógica y mucho menos excitable que la mía, capaz de ver en las circunstancias que temerosamente describiré, una vulgar sucesión de causas y efectos naturales.

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Alatriste y Felipe Garrido ganan el Villaurrutia

De manera compartida los escritores Sealtiel Alatriste y Felipe Garrido son los ganadores este año del premio Xavier Villaurrutia de Escritores para Escritores 2011.

La entrega será el 27 de marzo a las 19:00 horas, en la sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes,  el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA).

En esta ocasión, indicó el Instituto, el premio se otorga por fallo unánime de manera compartida a Sealtiel Alatriste, por el ensayo Geografía de la ilusión y la novela Ensayo sobre la ilusión (ambos de 2011), y a Felipe Garrido, por la colección de cuentos Conjuros (también de 2011).

Organizado por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) y la Sociedad Alfonsina Internacional, este galardón es otorgado por el jurado integrado por los escritores Ernesto de la Peña, Silvia Molina e Ignacio Solares.

Tomado de: El Universal



Reseña de «Una historia de la lectura» de Alberto Manguel

Hay gentes que aman los libros.

Son seres que gustan del silencio, del recogimiento y de la quietud. Algunos son curiosos y catan las novedades; otros, más escépticos y a veces de retorcido colmillo, sólo releen para apurar su tiempo. Los hay que coleccionan libros, los que los dedican y aun quienes los escriben. Tales gentes pueblan sus casas a la medida de sus libros: «Me complace saber que estoy rodeado por algo que se asemeja a un inventario de mi vida dándome indicios sobre mi futuro» (p. 271). Alberto Manguel, argentino que reside en Canadá, ha escrito un libro (de excelente traducción y edición en español) sin pretensiones académicas. Los escuetos datos de la solapa le describen como un escritor y traductor que tiene en su haber una Guía de lugares imaginarios y una novela. No pertenece, pues, a la grey universitaria, erudita y pretendidamente rigurosa, sino al vasto territorio del ensayo al que es difícil pedir cuentas. Este libro se sitúa en un interregno insólito.

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Libros y poder

Juan Villoro

En los países que no leen, los libros adquieren insólito prestigio; son como talismanes que otorgan un poder desconocido. El caso de Enrique Peña Nieto así lo muestra.

Durante su visita a la Feria Internacional del Libro, el candidato del PRI a la Presidencia fue incapaz de mencionar en forma correcta un libro que no fuera la Biblia (título conveniente, que evita conocer al autor). Además confundió a Enrique Krauze con Carlos Fuentes. En otras palabras, actuó como un mexicano normal.

Pero sus aspiraciones no son normales. Esto explica que un amplio sector de la población -que a juzgar por las ridículas ventas de libros tampoco lee mucho- condene su incompetencia.

Aparentar cultura en una rueda de prensa no es muy difícil. Basta que un asesor te pase una tarjeta en la que inventa tu bibliografía.

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El Hombre Imaginario

Por  Nicario Parra

El hombre imaginario

vive en una mansión imaginaria

rodeada de árboles imaginarios

a la orilla de un río imaginario

 

De los muros que son imaginarios

penden antiguos cuadros imaginarios

irreparables grietas imaginarias

que representan hechos imaginarios

ocurridos en mundos imaginarios

en lugares y tiempos imaginarios

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Último Brindis

Por  Nicario Parra

Lo queramos o no

sólo tenemos tres alternativas:

el ayer, el presente y el mañana.

 

Y ni siquiera tres

porque como dice el filósofo

el ayer es ayer

nos pertenece sólo en el recuerdo:

a la rosa que ya se deshojó

no se le puede sacar otro pétalo.

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Los libros son más generosos que los hombres

Javier Rodríguez Marcos

«Una obra maestra hecha a mano en un mundo de reproducciones de plástico». Las palabras que Tony Judt dedicó a El primer hombre, de Camus, servirían para describir Canción de tumba (Mondadori), el libro con el que el mexicano Julián Herbet (Acapulco, 1971) ha ganado el premio Jaén de Novela. Narrador, poeta y vocalista de la banda de rock Madrastras, Herbert cayó en 2006 como una piedra en el estanque editorial español con Cocaína. Manual de usuario (Almuzara), un texto escrito con el mismo cuchillo con el que ahora relata la vida de su madre, prostituta.

La novela del autor mexicano narra la historia de su madre, prostituta

La enfermedad terminal de una mujer cuyo primer recuerdo era una paliza fue el detonante de la historia que su hijo empezó a redactar para sobrellevar las noches de hospital. «Tuve que vencer una vergüenza personal y otra literaria», dice el escritor por teléfono desde Saltillo. «Lo autobiográfico tiene esquinas difíciles». «Madre solo hay una. Y me tocó», reza la cita que abre Canción de tumba. Lo que le sigue es un torrente de nomadismo prostibulario, casas malconstruidas por sus propios inquilinos, desahucios y violencia. «Lo malo de ser el hijo de una puta es que, cuando eres niño, muchos adultos actúan como si la puta fueras tú. Mi hermano mayor tuvo que salvarme de ser violado al menos en tres ocasiones antes de que me graduara de primaria», escribe Herbert, que insiste en que su mayor preocupación no fue qué contar sino cómo hacerlo: «No quería hacer una autobiografía sino algo que funcionase literariamente».

Dice el novelista que «todo abismo tiene sus canciones de cuna», y por eso subraya que ha querido huir de la «ideología» del dolor: «El dolor es intransmisible, solo admite cómplices. Plantearse otra cosa solo sirve para hacer novelas chantajistas». Tal vez por eso su libro tiene algo de sangrante canción de amor no exenta de redención. La palabra no le convence: «Redención, no. Uno es mejor o peor escritor por lo que hace con lo que le tocó. Tengo amigos nacidos en familias felices que son grandes escritores por otra clase de cicatrices. No reivindico ni la pobreza ni el sufrimiento. Con cualquier vida se puede construir un universo literario».

Efectivamente, con un estilo como el suyo, daría igual que Julián Herbert estuviera relatando la vida de la Madre Teresa. Para muchos de los que van a sus conciertos, avisa, la literatura es una lengua muerta. La suya, sin embargo, se alimenta de poesía culta, oralidad callejera y anglicismos sin mala conciencia: «No renuncio a la literatura, pero eso hoy significa algo más que escribir bien. Escribir solo para ser comprendido achata el lenguaje, le quita filo. ¿Los anglicismos? En México todo es frontera».

En Canción de tumba la vida de los personajes va acompañada por una decepcionante sucesión de Gobiernos. Así, asoció a López Portillo el desahucio de sus 12 años : «Le tengo un resentimiento infantil. El desamparo vino de un presidente con discurso de izquierdas». De aquel naufragio rescató un libro de Oscar Wilde y admite que la literatura le salvó de «muchas cosas», pero matiza: «Como a cualquiera. Los libros son más generosos que los hombres». Su manuscrito no lo leyó ninguno de los que salen en él. «No lo voy a leer nunca», le dijo su mujer. Es ella la que en un momento del relato le pide: «Cuéntame ahora un recuerdo feliz».

Tomado de: http://www.elpais.com



Una modesta propuesta educativa

Jorge Volpi

Durante varios días los usuarios de redes sociales no han cesado de burlarse del traspié: tras presentar su libro México, la gran esperanza en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, Enrique Peña Nieto fue incapaz de responder cuáles eran los tres libros que habían marcado su vida. No sólo trastabilló como un alumno que no ha hecho la tarea, sino que confundió a Carlos Fuentes con -of all people- Enrique Krauze. De inmediato una avalancha de críticas se precipitó sobre él y LibreríaPeñaNieto se convirtió en tema central de Twitter. A continuación, en un episodio de vodevil, Ernesto Cordero quiso prolongar la mofa y él mismo convirtió a Laura Restrepo en Isabel Restrepo al mencionar los tres libros que -dijo con orgullo- ha leído este año.

No es la primera vez que un político incurre en un desliz semejante: Vicente Fox se vanagloriaba de su incultura e incluso Josefina Vázquez Mota, entonces secretaria de Educación Pública, también confundió a Carlos Fuentes… con Octavio Paz. No se trata, tampoco, de un fenómeno mexicano: en España se regocijan con la anécdota según la cual Esperanza Aguirre, cuando era ministra de Cultura, se congratuló por el Premio Nobel concedido a la gran escritora portuguesa Sara Mago.

Sin duda, cualquiera puede tener un olvido, pero una cosa es no recordar un autor o un título y otra ser incapaz de mencionar los tres libros que le han cambiado la vida a uno. Quizás porque a ninguno de estos políticos los libros les han cambiado la vida. Lo he dicho en otro momento: leer no nos hace por fuerza mejores. Stalin era un lector empedernido, lo cual no le impidió asesinar a millones de personas (y a numerosos escritores). Pero un gobernante necesita conocer de cerca el universo de sus gobernados y para ello la lectura -incluida la lectura de ficción- resulta una herramienta indispensable.

Este penoso espectáculo demuestra más bien otra cosa: el espacio mínimo que la lectura ocupa en nuestro tiempo. Si nuestros políticos no leen, o leen mal, es porque no sienten que ensayos, poemas o novelas sean relevantes para su desempeño. Porque consideran que los libros -y en general la cultura- son formas de entretenimiento tan inútiles como elitistas. Porque no se dan cuenta de que la lectura, y en especial la literatura, podrían ayudarlos a convertirse en mejores políticos.

En otro sentido, Peña, Cordero o Fox son productos típicos de nuestro sistema educativo, tanto público como privado (y no sólo el mexicano, aunque éste sea el peor de la OCDE). De un sistema que, en vez de incitar la lectura, nos enseña a odiarla. Todos hemos visto cómo los niños aman los cuentos infantiles y cómo, una vez en la primaria, pierden todo interés en los libros. La razón es simple: mientras los relatos de magos y dragones son un placer, en la escuela la lectura se torna una obligación.

Como escribió el novelista Daniel Pennac: el verbo leer, como el verbo amar, jamás debería conjugarse en imperativo. En otras palabras: la lectura, en la primaria, nunca debería ser obligatoria. A lo más, padres y profesores deberían compartir con los niños su gusto por la lectura y demostrarles que, detrás de esas letras hostiles, se encuentran miles de historias y personajes con los que pueden identificarse. Otro error: considerar que la lectura es superior a otras formas narrativas, como la TV, el cine o los videojuegos, y condenarla a un estatuto tan alto como indeseable.

Mi modesta propuesta es muy simple: cambiar, de una vez por todas, un modelo educativo propio del siglo XIX, que no ha tomado en cuenta la aparición del mundo audiovisual. Dejemos de enseñar literatura y pasemos a impartir una materia que propongo denominar Clase de Ficción.

Estoy convencido de que la ficción es la mejor puerta a la lectura. La ficción que está en los cuentos infantiles y en las pantallas que hoy rodean a los niños. Lo que éstos necesitan es un guía que los ayude a circular de las miniseries y las películas de animación a los videojuegos y de allí, con naturalidad, a las novelas y relatos. Entonces los maestros podrían enseñarles algunos parámetros que les permitan distinguir la buena de la mala ficción: una caricatura profunda de una superficial, una telenovela ambiciosa de una inverosímil, un videojuego estimulante de uno predecible, una gran obra literaria de un best-seller inane.

Todo ello representa trastocar radicalmente nuestra anacrónica idea de cultura. Formar maestros que posean conocimientos de todas las formas de la ficción. Proveer a las escuelas con los instrumentos tecnológicos necesarios para cada disciplina. ¿Es mucho pedir? Quizás. Pero no hacerlo representa permanecer en el pasado. Hoy, miles de ficciones rodean a nuestros niños y nosotros no les enseñamos cómo enfrentarse a ellas. Los tenemos abandonados. Y, al hacerlo, los impulsamos a renegar de la lectura. Sí: es mucho pedir, pero sólo así conseguiremos que en el futuro nuestros políticos -y nuestros niños- no se sientan intimidados por los libros.

Tomado de: http://www.reforma.com