Mucho tiempo pensé que los trastornos mentales eran cosa de los humanos.
Luego, al aprender sobre etología y bienestar animal, descubrí que los animales en cautiverio también pueden desarrollarlos. Pero, al estar en cautiverio, volví a pensar que era cosa de los humanos.
Más tarde, estudiando neurociencias, comprendí que gran parte de lo que sabemos sobre la mente y sus trastornos lo sabemos gracias a los animales. Sin embargo, como estos conocimientos suelen surgir de modelos inducidos o manipulados por humanos, volví a creer que seguía siendo un asunto humano.
Hace no mucho, leí sobre estrés postraumático (EPT) en elefantes, ballenas y primates en vida libre, y por fin pensé que los trastornos mentales no eran solo cosa nuestra.
Tristemente, descubrí después que los elefantes muestran EPT ante sonidos de las tribus que los cazan, que las ballenas lo hacen frente a submarinos militares, y que los primates lo manifiestan tras ataques de cazadores furtivos.
Así entendí que si bien los trastornos mentales no son cosa de humanos, sino de la conciencia: de cerebros que sienten, recuerdan y sufren. Su existencia es reflejo de nuestro tóxico estilo de vida, y de nuestra desconexión con el planeta y sus formas. Porque además de que somos la principal, y quiza, la única causa de su presencia en los animales, su incidencia en las sociedades humanas es cada vez más común, lo que nos convierte en victimas y verdugos de nuestro comportamiento.