Historia breve de un niño enamorado

Por Cuauhtémoc Jiménez Moyo
Después de que el pequeño Bruno se desmayara aquella tarde soleada cuando escuchaba a Aurora decir el himno a la bandera, fue despertado en la camilla de la enfermería por un ligero roce sobre su hombro. Era ella, la niña de silueta de lápiz. Luego de verla detenidamente, sabía lo que tenía que hacer. Dijo firmemente y sin pausas lo que había repetido en su mente cerca de mil quinientas veces desde que se decidió a hacerlo: «Aurora, ¿quieres ser mi novia?»

Es difícil ubicar el momento exacto en el que Bruno comenzó a interesarse por las niñas. Siempre le habían parecido demasiado altas y antipáticas. Pero Aurora, su Aurora, ya no era una más de la especie desconocida, era una combinación de risa burlona, cuerpo largo y escuálido y cabello lacio negro recogido por una dona de algodón, que no se apartaba de su pensamiento. Bruno cursaba sexto de primaria en la escuela Lázaro Cárdenas, a unas cuantas cuadras de su hogar. Iba y venía caminando sin ningún problema de su casa a la escuela y de la escuela a su casa. Desde hacía unas semanas, el día para Bruno se había reducido a las cinco horas que pasaba en su escuela. El resto del tiempo, sin ver a Aurora, era para Bruno la prueba que la vida le ponía para descubrir si realmente amaba a esa niña. Aceptaba el reto con valentía: comía, jugaba, hacía su tarea y -cuando los dioses lo ayudaban- hasta dormía pensando en ella.

Desde que descubrió que Aurora le gustaba hasta aquél glorioso día en la camilla de la enfermería, había pasado ya casi todo el ciclo escolar. Sin embargo, la espera valió la pena. Aurora miró al niño de rostro lívido, confirmó cuánto le gustaban aquellas pestañas de camello y dijo la frase que cambiaría la historia universal: «no sé que es ser una novia, pero sí, sí quiero ser tu novia». Inmediatamente el pecho de Bruno se vio inundado de espumosas olas que lo ahogaban, su corazón salió un momento de su pecho para respirar profundamente: inhalaba pequeños unicornios de plata y exhalaba luciérnagas crepitantes. La mirada luminosa de la niña desprendía algo semejante a aquellos rayos de sol que rodean los árboles de los cerros en el alba. El ligero viento que entraba por las ventanas del cuarto producía sonidos intermitentes de ave. Los niños se miraban. No estaban en este mundo. Habitaron por un instante el paraíso.
Como un inesperado trueno en una noche tranquila, apareció una mujer cercana a los setenta años que hacía de enfermera y le dijo con voz firme a los niños que salieran, que el enfermo no corría ningún peligro y que debían regresar a su salón. Aurora salió inmediatamente. Bruno, luego de agradecerle a la mujer, la siguió.

Ambos iban en sexto B. El niño, quien veía a Aurora apresurar su paso para incorporarse al salón, iba cobrando consciencia de lo que acababa de suceder: ¡es mi novia! –pensó. Este suceso sólo podía compararse con la llegada de su hermano Luis de Estados Unidos, luego de una fallida experiencia como migrante, o con los dribles de Messi o con las lágrimas de su padre al ver Toy Story 3: –¡Demonios!, es mi novia: –y, ahora, ¿¡qué voy a hacer!?

Entró al salón. Sus manos comenzaron a sudar. No quería voltear al escritorio de Aurora. Lo único que deseaba era huir de allí. Miró al lado contrario de la niña pero su rostro se había posado en todos los cuellos de sus compañeros. Incluso su maestra Olga había mudado su faz para dar paso a unos ojos de pez, a una nariz con base de canica y a unos labios de ciruela que iluminaban el rostro delgado y afilado de la niña. Para su suerte, algo que no olvidaría jamás estaba por suceder: justo al lado de la cancha de la escuela, había un terreno bordeado por grandes araucarias, mismas que fueron visitadas por cientos de mariposas amarillas, quienes con su intermitente vuelo hicieron de la escuela Lázaro Cárdenas el punto de reunión de los seres más frágiles y bellos que han visto ojos humanos. Bruno olvidó su ansiedad.

Toda la escuela salió a presenciar el espectáculo. Llegaban cada vez más y más mariposas. Se confundían ahora mariposas y niños. Bruno buscó a Aurora y sus ojos la encontraron justo delante de una araucaria, extendiendo sus brazos al cielo mientras decenas de mariposas rodeaban su cuerpo. Desde el ángulo que la veía, Aurora era el tronco de un árbol con follaje de mariposas.

En medio del inesperado espectáculo, la mirada de Aurora encontró la del delgado niño. Sabía lo que tenía que hacer. Caminó entre el amarillo intermitente, extendió su brazo a un metro del niño para llamarlo, lo tomó de la mano y caminaron varios minutos entre los delicados aleteos. Fueron felices de la mejor manera que se puede ser: sin saberlo.

Fuera de la escuela, en la frontera de reja, comenzaban a llegar mirones y mamás y papás preocupados. Dentro, los maestros buscaban agrupar a la multitud. Aurora y Bruno caminaban tomados de la mano.
–Había decidido pedirte que fueras mi novio si no me lo pedías este mes. –Dijo la niña
–Intenté decirte desde que empezó año, pero me faltó valor. –Respondió Bruno
–Aún no tengo muy claro lo que tengo que hacer: ¿debo ir a tu casa?, ¿veremos películas con mis hermanos?, ¿tengo que compartirte parte de mi almuerzo? –Prosiguió
–Yo sólo quiero verte mucho: ¡me gustan tanto tus ojos! –dijo Aurora

Pocos segundos después del inocente diálogo, Aurora alcanzó a escuchar el sonido agudo del claxon del topaz verde de su padre. Volteó a la reja y era él, su papá, un hombre de gesto severo pero con noble corazón. Supo que tendría que ir con él, así que se detuvo por un momento. Se puso frente al tímido niño y le dijo: –ahora somos novios. Nos vemos mañana.

Bruno no alcanzó a decir nada. Sólo alcanzó a mirar cómo Aurora se inclinaba y le regalaba un húmedo beso en su mejilla derecha. La sensación en su rostro le duró varios minutos. Su mirada la siguió hasta el salón de clases, donde la niña entraría por su mochila y su chaleco azul marino. Estaba seguro que su mirada la protegía del tumulto. Aurora recorrió la explanada y llegó a la reja donde se encontró con su padre. El hombre la tomó de la mano y caminaron hasta su coche.

Nuestro niño sintió la necesidad de ir y abrazarla, de decirle que la quería como puede querer un niño de sexto: ingenua y profundamente. No pudo. Sólo alcanzó a caminar unos metros y seguir con su mirada el coche verde. Experimentó en unos instantes las etapas de una felicidad inesperada: sintió una satisfacción mayor al que su autocontrol podía soportar y unas lágrimas de cristal asomaron por sus grandes ojos. Allí estaba, el niño tímido, el pequeño al que la vida le había regalado contados instantes de felicidad, arrebatando su porción de eternidad en este mundo, mientras un par de mariposas amarillas se posaban en su cabello despeinado y el topaz verde desaparecía del horizonte.