Universidad Veracruzana

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LÍNEAS PARALELAS

Manuel Martínez Morales*

Durante muchos siglos la geometría euclidiana fue considerada el prototipo de los sistemas formales. A partir de un número pequeño de axiomas –proposiciones cuya verdad se juzgaba “evidente”– se derivaban todos los resultados de la geometría utilizando únicamente principios lógicos universalmente aceptados. Entonces, asumiendo que los axiomas eran ciertos, el procedimiento aseguraba que los teoremas derivados también serían verdaderos. De hecho, aun cuando se conocían numerosas propiedades geométricas, el mérito del griego Euclides estriba en que estructuró el sistema geométrico de su tiempo, dándole una estructura formal, bella y consistente. Una vez aceptado el método axiomático, una pregunta que surge de manera natural es: ¿serán los axiomas independientes entre sí? Esto equivale a preguntar si no habrá axiomas de más, es decir, axiomas que puedan derivarse de otros; en caso de ser así, la eliminación de los axiomas “sobrantes” producirá, en consecuencia, un sistema más económico, en cuanto al número de axiomas, y más elegante desde el punto de vista formal. Hay un axioma, en particular, que siempre perturbó a los geómetras y matemáticos desde la época en que Euclides describió su monumental tratado. Este axioma es nada manos que el axioma de las paralelas (dos rectas paralelas son aquellas que no se interceptan).

Este axioma dice lo siguiente: en un plano, dada una línea recta y un punto externo a esta recta, existe una y solo una recta paralela a ella que pasa por ese punto. ¿Le parece “evidente” este axioma? Pues bien, hubo varios matemáticos a quienes les caía mal dicho axioma y decidieron eliminarlo del sistema. Entre estos inconformes hay que nombrar al húngaro Bolyai y al ruso Lobatschewsky. Estos dos desviados decidieron sustituir el axioma de las paralelas por otro que postulaba la existencia de un número infinito de paralelas a una recta dada y que pasaba por un punto determinado. Los resultados obtenidos a partir del nuevo sistema axiomático eran, por decir lo menos, francamente patológicos. Por ejemplo, la suma de los ángulos internos de un triángulo ya no igualaba a 180 grados. Escandaloso.

Monstruoso engendro

Lo sorprendente del asunto fue que a pesar de que los teoremas derivados del monstruoso engendro de Bolyai-Lobatschewsky “no correspondían a la realidad”, el sistema era impecablemente consistente; no encerraba contradicción alguna. Luego, le tocó al alemán Riemann completar el cuadro: dada una recta y un punto externo a ella no existe paralela alguna que pase por dicho punto. El nuevo sistema, a pesar de dar lugar a teoremas “fuera de la realidad”, era también impecablemente consistente. Riemann se atrevió a más, dijo que el espacio euclidiano era solo un tipo de espacio, ya que existen otros de carácter más general que incluyen al de Euclides como caso particular.

La mayoría de los contemporáneos de Bolyai, Lobatschewsky y Riemann consideraron los espacios no euclidianos como un juego de los matemáticos, pues era bien sabido que el “espacio físico” en que nos movemos es euclidiano.

Muy pronto, algunos físicos despistados se dieron cuenta que, en realidad, no había prueba empírica alguna conocida que mostrara que el espacio nuestro de cada día fuera euclidiano, se dieron a la tarea de verificar la planitud del espacio.

La ingrata noticia

Le correspondió a Einstein darnos la ingrata noticia de que el espacio físico es no-euclidiano, añadiéndole una aseveración: a consecuencia de la curvatura del espacio el universo no es infinito, sino finito pero ilimitado. ¿Inconcebible? ¿Atenta contra el sentido común? De ninguna manera. Considere la superficie de una esfera, un modelo del globo terráqueo, ponga una hormiguita a caminar sobre la superficie del globo y ahí tiene usted un claro ejemplo de una superficie finita, pero ilimitada. La hormiga no encontrará un final a su camino, a pesar de moverse sobre una superficie finita. Lo mismo sucede para el espacio tridimensional, aunque es un poco más difícil imaginarlo. Si viajáramos en el espacio en “línea recta” durante un tiempo suficientemente largo, volveríamos, al igual que la hormiga, a nuestro punto de partida.

La teoría de Einstein es aún más aberrante para el sentido común que la teoría de Riemann. Einstein propone que nuestro espacio no es tridimensional, sino tetradimensional. A las tres coordenadas espaciales hay que añadir la coordenada temporal no como elemento independiente, sino como una componente más del complejo espacio-tiempo. La cosa no para ahí, pues la estructura del espacio-tiempo no es una propiedad absoluta del universo, es, en parte, consecuencia de un conjunto particular de postulados y definiciones referidos fundamentalmente a los procedimientos que se emplean para medir el espacio y el tiempo.

Posiblemente alguien, al estilo de Bolyai y Lobatschewsky, comienza a jugar con esos postulados y definiciones descubriendo estructuras de otros mundos posibles que, bajo la lente de nuestros hábitos y prejuicios actuales, quizá nos parezcan horrorosas. Tal vez resulte que no vivimos en ese confortable espacio que se nos figura tan inmenso y abierto, sino en una estrecha caja oscura, situada un poco más allá del noveno círculo infernal.

 

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*Dirección de Comunicación de la Ciencia.

Correo: manumartinez@uv.mx

Edición: Eliseo Hernández Gutiérrez

Ilustración: Francisco J. Cobos Prior

Redes Sociales: Katya L. Zamora

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