Universidad Veracruzana

Blog de Lectores y Lecturas

Literatura, lectura, lectores, escritores famosos



El viaje del elefante – Fragmento

Por José Saramago

No sopla viento, sin embargo la niebla parece moverse en lentos torbellinos como si el propio bóreas en persona, la estuviera soplando desde el más recóndito norte y desde los hielos eternos. Lo que no está bien, lo confesamos, es que, en situación tan delicada como ésta, alguien venga y se ponga a sacarle lustre a la prosa para añadirle algunos reflejos poéticos sin asomo de originalidad. A esta hora los compañeros de la caravana ya han notado la falta del ausente, dos se han declarado voluntarios para retroceder y salvar al desdichado naufrago, y eso sería muy de agradecer si no fuese por la fama de poltrón que le quedaría para el resto de su vida, Imagínense, diría la voz pública, el tipo allí sentado, esperando que apareciese alguien a salvarlo, hay gente que no tiene ninguna vergüenza. Es verdad que estuvo sentado, pero ahora ya se ha puesto en pie y ha dado valientemente el primer paso, la pierna derecha primero, para exorcizar los maleficios del destino y de sus poderosos aliados, la suerte y la casualidad, la pierna izquierda de repente dubitativa, y no era caso para menos, pues el suelo ha dejado de verse, como si una nueva marea de niebla hubiese comenzado a subir. Al tercer paso ya no consigue ver ni siquiera sus propias manos extendidas hacia delante, como para proteger la nariz del choque contra una puerta inesperada. Fue entonces cuando se le presentó otra idea, la de que el camino tuviera curvas a un lado y a otro, y que el rumbo adoptado, una línea que no sólo quería ser recta, una línea que también quería mantenerse constante en esa dirección, acabara conduciéndolo a páramos donde la perdición de su ser, tanto la del alma como la del cuerpo, estaría asegurada, en el último caso con consecuencias inmediatas. Y todo esto, oh suerte malvada, sin un perro para enjugarle las lágrimas cuando el gran momento llegase. Todavía pensó en volver atrás, pedir abrigo en la aldea hasta que el banco de niebla se deshiciera por sí mismo, pero, perdido el sentido de orientación, confundidos los puntos cardinales como si estuviese en un espacio exterior del que nada supiera, no encontró mejor respuesta que sentarse otra vez en el suelo y esperar que el destino, la casualidad, la suerte, cualquiera de ellos o todos juntos, trajeran a los abnegados voluntarios hasta el minúsculo palmo de tierra en que se encontraba, como una isla en el mar océano, sin comunicaciones. Con más propiedad, una aguja en un pajar.

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Despedida

Por Alejandro Aura

Así pues, hay que en algún momento cerrar la cuenta,Alejandro Aura
pedir los abrigos y marcharnos,
aquí se quedarán las cosas que trajimos al siglo
y en las que cada uno pusimos nuestra identidad;
se quedarán los demás, que cada vez son otros
y entre los cuales habrá de construirse lo que sigue,
también el hueco de nuestra imaginación se queda
para que entre todos se encarguen de llenarlo,
y nos vamos a nada limpiamente como las plantas,
como los pájaros, como todo lo que está vivo un tiempo
y luego, sin rencor, deja de estarlo.

¿Se imaginan el esplendor del cielo de los tigres,
allí donde gacelas saltan con las grupas carnosas
esperando la zarpa que cae una vez y otra y otra,
eternamente? Así es el cielo al que aspiro. Un cielo
con mis fauces y mis garras. O el cielo de las garzas
en el que el tiempo se mueve tan despacio
que el agua tiene tiempo de bañarse y retozar en el agua.
O el cielo carnal de las begonias en el que nunca se apagan
las luces iridiscentes por secretear con sus mejillas
de arrebolados maquillajes. El cielo cruel de los pastos,
esperanzador y eterno como la existencia de los dioses.
O el cielo multifacético del vino que está siempre soñando
que gargantas de núbiles doncellas se atragantan y se ríen.

Lo que queda no hubo manera de enmendarlo
por más matemáticas que le fuimos echando sin reposo,
ya estaba medio mal desde el principio de las eras
y nadie ha tenido la holgura necesaria para sentarse
a deshacer el apasionante intríngulis de la creación,
de modo que se queda como estaba, con sus millones,
billones, trillones de galaxias incomprensibles a la mano,
esperando a que alguien tenga tiempo para ver los planos
y completo el panorama lo descifre y se pueda resolver.
Nos vamos. Hago una caravana a las personas
que estoy echando ya tanto de menos, y digo adiós.

Tomado de www.alejandroaura.net/wordpress



Cantos rodados, 19

Por Alejandro Aura

Luego ya no sé bien porque los años se me hicieron meses
Que se me han hecho semanas que se forman en la cola a esperar
La siguiente, a ver qué trae.
Pero me puse listo con los días de gracia, cuando pasaban los efectos
De los medicamentos y podía comer y beber y charlar y todo
Y entonces llenaba las cazuelas y venían a la casa mis amigos.
Unos taquitos dorados de pollo no van a incomodarle a nadie.

El trabajo en las manos de mi socio, y yo de asueto y abusivo.
Al cabo estar enfermo no es tan fácil. El sol hoy muy temprano
Me mandó mensajero, que si quería yo ir con él a dar la vuelta,
Que estaba por salir en su coche de lujo y el lugar del copiloto
Tiene vistas muy bonitas.
Sí, -le mandé decir- pero a qué horas me regresas
Porque quedé con cuates de ir a un restaurante chino.
-¿Te imaginas el caos que se armaba si en pleno julio me les desaparezco
para venirte a dejar a la hora de la comida? -me contestó el ingrato-.
Y yo ni modo de quedarme solo a la mitad del cielo y buscar por mi cuenta
Cómo regresarme, si por mi cuenta ya no puedo nada, necesito ayuda.

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A veces me digo que yo no sé nada de teatro: Rascón Banda

Javier Galindo Ulloa

 

Victor Hugo Rascón Banda -Uruáchic, Chihuahua, 6 de agosto de 1948/DF, 31 de julio de 2008- me concedió una entrevista para hablar acerca de la reedición de su libro Volver a Santa Rosa (Editores Mexicanos Unidos, 2004): él mismo se comunicó conmigo por teléfono para acordar la cita en su casa, ubicada en una calle de la colonia de San Miguel Chapultepec.

 

Con un aspecto aún demacrado y arropado con una bata de dormir y boina, Rascón Banda empezó a decir que aquel libro se publicó inicialmente en 1996 en la editorial Joaquín Mortiz, pero se agotó muy pronto y los editores ya no quisieron reimprimirlo.

-Aun así -continuó el dramaturgo-, nunca lo vi en librerías. Como yo no era un escritor de novelas, ni su hijo consentido como José Agustín, Jorge Volpi, o Carlos Montemayor, pues ya no les interesó mi libro, más cuando dicha editorial se vendió a Planeta. Ahora la editora Sonia Miró se arriesgó a publicarlo dentro de una colección juvenil.

En esta entrevista, que se conservaba hasta hoy inédita, el autor de Voces en el umbral y Playa Azul expresa los motivos que lo llevaron a escribir las 13 historias que integran Volver a Santa Rosa.

 

-¿Cómo se originó la escritura de sus relatos?
-Yo siempre he contado mi vida a cualquier amigo que se deje. Uno de ellos fue el actor Víctor Carpinteiro, que me motivó a escribir estas historias de infancia y con quien hice un pacto: yo las escribiría durante el día y él las leería en voz alta en la noche. Fue como el caso de Scherezada, que tenía que contar una historia para poder vivir. Ahora estoy escribiendo la continuación de Volver a Santa Rosa, de cuando aún siendo niño llegué en avioneta a Chihuahua, donde conocí los automóviles y la televisión; sobre todo, las nuevas palabras. Cuando estudiaba la secundaria tuve muchos incidentes relacionados con mi ignorancia del lenguaje. A mí me gustaba, por ejemplo, sentarme en la primera fila de adelante, donde me daba directamente la luz del sol cuando leía un libro. Entonces, el maestro de español me decía: «Te vas a quedar ciego, cierra por favor las persianas.» Y yo lo que cerraba eran los párpados. «iNo, las persianas!», me volvía a decir; pero yo juntaba las piernas. Y me di cuenta después de lo que me decía hasta que otro compañero se levantó a cerrar aquellas cosas que parecían láminas.

 

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Mentiras transparentes, hermanos

Por Felipe Garrido

Cuando don Atanasio Argúndez y Ávila, aquel juez que creía más en la justicia que en las leyes, supo que Víctor Hugo y Alejandro habían muerto en alguna ciudad de la Costa –él no las conocía; no le gustaba salir de la isla–, estaba componiendo un poema a la dulce Rita. “De junco y capulí” acababa de escribir, y se había sentido incómodo porque esas palabras ya las había leído en algún lado. Antes de que pudiera cambiarlas le llegó la noticia y sintió que un peso enorme bajaba sobre su espíritu atribulado y que ya no podría seguir escribiendo. Recordó tardes que había pasado con sus hermanos; alguno jugaba a que era una mujer enloquecida por la soledad o un ejecutivo enloquecido por el poder, y el otro decía cosas como “abro enormemente los párpados y abarco toda la luz; el sol me enciende las venas de los ojos…” También jugaban a esconderse. Muy bien se habían escondido ahora, dijo don Atanasio, y sintió cómo la sombra bajaba sobre su alma.

Tomado de www.lajornada.unam.mx



Alexander Solyenitsyn (1918-2008): Crítica a la cultura occidental

Karla Zanabria / agencias

El domingo 3 de agosto, a consecuencia de una falla cardiaca, murió a los 89 años el escritor ruso Alexander Solyenitsyn, Nobel de Literatura 1970. “Trabajó como cualquier otro día. La muerte vino rápidamente, al anochecer”, comentó Stepan Solyenitsyn, hijo del autor, que naciera el 11 de diciembre de 1918 en Kislovodsk.

Alexander Solyenitsyn fungió como capitán de artillería en el frente en la Segunda Guerra Mundial; durante las últimas semanas de la guerra fue arrestado por haber escrito, en una carta dirigida a un amigo, «ciertas afirmaciones irrespetuosas» sobre Stalin. Siete años vivió preso en mi campo de trabajos forzados.

Durante su cautiverio comenzó a escribir, memorizando su trabajo de forma que no se perdiera, si era incautado. El tema central de su obra era el sufrimiento y las injusticias que padecían los prisioneros en el gulag, una abreviatura soviética para referirse al conjunto de campos de trabajos forzados.

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Relato de un lector

Por Carlos Martínez García

Ese libro lo leí el milenio pasado. Fue como un torrente que me llevó a experimentar sensaciones nunca antes tenidas. Sus páginas me marcaron de tal manera que al recorrerlas ávidamente tuve la claridad suficiente como para darme cuenta de que había tenido una conversión. A partir de entonces comencé a leer por puro gusto, por el inigualable placer de gozar un libro con todos los sentidos.

Antes de ese libro leí fragmentariamente para cumplir con las tareas escolares. En mi hogar los libros estaban ausentes. La mía era una familia obrera en la que él, mi padre, sí concluyó la primaria, y ella, mi madre, no lo hizo, por una tragedia familiar que la obligó, junto con sus hermanos y hermanas, a tener que emplearse para sobrevivir. Mis padres me instaban a estudiar, porque sabían que una mayor escolaridad me podría hacer más halagüeña la vida. Pero aunque quisieran estaban impedidos de contagiarme un hábito del que carecían, el de la lectura. En la primaria y la secundaria, públicas por supuesto, tuve buenos maestros que se esforzaron en transmitir sus conocimientos, aunque bajo condiciones precarias y sin los apoyos didácticos necesarios para obtener mejores resultados con sus alumnos. Lo cierto es que llegué a la edad de 15 años sin haber sido cautivado por la lectura.

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El globo…

Celina Márquez

En mis cursos de Taller de Lectura y Redacción siempre he pedido a mis estudiantes que escriban su autorretrato, antes de comenzar con este ejercicio les digo que yo a mis cerca de 40 años jamás he podido escribir el mío… curiosamente ayer en Wall Mark mientras estaba en la caja esperando pagar, salía un niño con un globo, en su cara marcada por visibles huellas de una anemia atroz, se depositaba una sonrisa que iluminaba el mundo, su madre le preguntó de donde había sacado ese globo a lo que el niño respondió que se lo había encontrado tirado, sin más recordé que cuando yo estaba muy niña, fui con mi abuelo al DF a esperar a mi mamá, ella había viajado a Estados Unidos a visitar a mi tío, recuerdo que en Chapultepec mi abuelo me compró un globo que a mí se me escapó de las manos… lloré mucho por ese globo, lo veía alejarse en el cielo lentamente y me dio una tristeza infinita; tuve y sigo teniendo esa extraña sensación de haber perdido algo en ese momento; irremediablemente ese globo, un presente para mí único e inigualable, se llevó algo de mí que tal vez nunca recuperé del todo… el niño con su felicidad envuelta en globo me lo recordó…



Anton Chéjov a Olga Knipper

Yalta,
1 de septiembre de 1902

Querida, querida mía,
De nuevo recibo una carta tuya extraña. De nuevo culpas a mi pobre cabeza de todo y de cualquier cosa. ¿Quién te dijo que yo no quería volver a Moscú, que me había ido para siempre y que no iba a regresar esta primavera? ¿No te escribí simple y llanamente que al final volvería en septiembre y viviría contigo hasta diciembre? Y bien, ¿no lo hice? Me acusas de no ser franco, pero olvidas todo cuanto te digo o te escribo. No sé qué debería hacer con mi mujer ni como tendría que escribirle. Dices que tiemblas al leer mis cartas, que ha llegado el momento de que nos separemos, que hay algo que no logras entender en todo esto… Me parece, querida, que la culpa de todo este lío no es ni tuya ni mía, sino de algún otro, de alguien con quien habrás hablado. Alguien te ha hecho desconfiar de mis palabras y de mis sentimientos; todo te parece sospechoso, y yo no puedo hacer nada contra eso, nada en absoluto. No intentaré disuadirte ni convencerte de que tengo razón, porque no sirve de nada. Escribes que soy capaz de vivir contigo en completo silencio, que solo necesito a la amable mujer que hay en ti y que como ser humano te sientes extraña y ajena a mí. Querida, eres mi esposa, ¿cuándo vas a entenderlo? Eres la persona que esta más cerca de mí, y la más querida; te quiero infinitamente, aún te quiero, y tú te describes como una mujer amable que se siente aislada y sola… Bien, que sea como tú quieras si no hay otro remedio.

Estoy mejor de salud, pero he pasado una tos muy fuerte. No ha llovido nada y hace calor. Masha se va el cuatro y llegará a Moscú el seis. Me dices que le enseñaré tu carta a Masha. Gracias por la confianza. Por cierto, Masha no tiene la culpa de nada. Tarde o temprano te darás cuenta tú misma.

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El teléfono es muy frío

Por Juan Villoro

El principal medio de comunicación de los mexicanos es la comida. El correo, el fax, internet y la telefonía se consideran recursos preparatorios para llegar al guiso humeante. Eso sí, cuando la reunión dura menos de dos horas se declara inexistente.

La comida rápida nos sume en la más aguda depresión. Comer de prisa es una derrota social. Pero hay algo que nos parece peor: comer a solas. Nos resistimos a ser los únicos inquilinos de una mesa y caer en la condición de los descastados que son vistos por los otros con cara de misericordia: «¡a su edad y sin nadie que lo acompañe!»

Recuerdo la tarde dramática en que un conocido remoto se acercó a la mesa donde comía con varios amigos y confesó como si hubiera contraído una sospechosa enfermedad en Polinesia: «me dejaron plantado». Sus ojos pedían rescate y le dimos asilo. La reunión fue un desastre: el entenado profesaba una cosmogonía ajena a la tribu que partía el queso en la mesa.

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