Arriesgo
algunas primeras ideas: leen lo que leen por recomendación de sus papás o algún pariente; porque es lo
que había en la casa;porque fue un encargo de la escuela, o los profesores o algún compañero les dijeron
que ese era un libro que había que leer; porque es “lo que se está leyendo” en el grupo o sector social,
cultural, religioso o económico al que se pertenece, el
cual, a su vez, puede ser influido –no sólo en ese sino
en otros gustos– por vecinos, compañeros de trabajo
o mass media. O bien porque –aun cuando todos los
factores anteriores son importantes– el joven, la joven,
ha definido ya una serie de preferencias personales –que no necesariamente tienen que ver con las que le
han inculcado o intentado inculcar– y elige un texto,
movido(a) por la curiosidad, el interés, el conocimiento previo, la necesidad que tenga de dicha lectura, sin
que ésta le haya sido presentada por persona alguna.
Parecería que lo anterior responde cabalmente a
las preguntas que he venido planteando. Sin embargo,
una rápida encuesta realizada en casi cualquier grupo
de jóvenes podría arrojar resultados que echaran por
tierra lo idílico de las respuestas anteriores, pues si se
releen, se podrá ver que, en todas, la lectura se ejercita, se recomienda, se asume como una actividad que
ocurre, como irse a la cama o cruzar una calle, es decir, como algo que hacemos todos los días. Y sabemos
que, en realidad, no es así.
Vayamos por partes. Señala el escritor Guy Davenport en un ensayo titulado “Mis lecturas”:
Ningún maestro de primaria o secundaria ni siquiera aludió por acaso que la lectura fuera una
actividad normal, y yo tuve que aceptar, como lo
hizo mi familia, que esta era parte de mi aflicción
como retardado (p. 44).
para más adelante agregar:
Los estudiantes me dicen con frecuencia que un
autor se les echó a perder por culpa de un maestro de inglés de la secundaria; todos sabemos lo
que esto significa. El maestro más necio del mundo estuvo a punto de cerrarme las puertas de
Shakespeare, y hay muchos escritores a quienes
probablemente disfrutaría si no fuera porque entusiastas sospechosos me los recomendaron. […]
Creo que aprendí muy pronto que los juicios de
mis maestros eran probablemente un testimonio
de su ignorancia (p. 46).
Se me podrían rebatir las citas anteriores señalándome que Davenport es estadunidense, y que lo escrito
por él aplica para la realidad de aquel país y no la del
nuestro. Yo matizaría señalando que es una problemática común, no sólo al norte, sino en el resto de
nuestro continente. Hace algunos meses, en el Diario
de Xalapa, apareció una nota con el siguiente título:
“Con aprendizaje insuficiente 44 por ciento de los mexicanos de 15 años: CEPAL”. Luego, en el primer párrafo de dicha nota, firmada por Francisco J. Martínez y
Guillermo Ríos, se puede leer:
El 44 por ciento de los jóvenes de 15 años en México son incapaces de realizar tareas elementales
como hacer inferencias de baja dificultad, encontrar el significado de partes definidas de un texto
y usar algún conocimiento para entenderlo…
Más adelante el texto dice:
especialistas en el aprendizaje del español y la expresión escrita, señalaron que los resultados del Examen de Calidad y Logros Educativos (Excale), del Instituto Nacional para la Evaluación de la
Educación (INEE) plantean la necesidad de reformular la didáctica del área.
Agregan que esto se vuelve necesario porque “los resultados de la evaluación arrojaron un balance muy
por debajo de los parámetros establecidos, incluso
en las escuelas de educación privada”. A causa de lo
anterior,
Los estudiantes de secundaria no logran dominar los
conocimientos y habilidades básicas considerados en
los planes y programas de estudio y están lejos de
utilizar la escritura como medio para apelar, opinar, persuadir, relatar y describir.
O lo que es lo mismo: no hay escritor sin lecturas.
¡Ah, ok!, entonces lo poco y lo mal que se lee es a
causa de lo mal planteada que está la enseñanza del
español desde la primaria y la secundaria. Sí, ahí podemos encontrar parte, repito parte del problema; porque,
por ejemplo, Yolanda Argudín y María Luna, en el prólogo de su libro Aprender a pensar leyendo bien, señalan:
pocas personas aprenden a leer bien, gran parte de
los errores cometidos por los estudiantes universitarios al
realizar un examen, se debe a que no comprenden bien lo
que leen o porque no saben leer en forma crítica (p. 13)
(cursivas de las autoras).
Más adelante, en el mismo texto se habla del analfabetismo funcional, es decir, la falta de capacidad para
entender lo que se lee. En las tres ocasiones en que
se menciona dicho padecimiento el sujeto es plural:
los estudiantes. No se indican las posibles causas de
dicha inhabilidad, pero el libro en cuestión pretende,
ese verbo utiliza, que el hipotético lector aprenda a
desarrollar las habilidades para convertirse en un lector crítico.
¡Ah!, entonces los que no entienden, los que tienen problemas son los alumnos.
La respuesta es tan parcial como la anterior.
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