Núm. 15 Tercera Época
 
   
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JOSÉ LUIS CUEVAS
BESTIARIO IMPURO
 
 
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          De entrada, los amigos, los conocidos. Cuando se sabe que alguien ha publicado un libro no falta el acomedido o la acomedida que dice: “Ya supe que publicaste un libro, a ver cuándo me lo das ¿eh?” O bien el infalible reclamo: “Oye, no me has dado tu libro”. Como si al amigo o amiga que tiene una carnicería o un almacén de ropa le dijeran: “Oye, a ver cuándo me regalas medio kilo de filete”. O “Ya vi que te llegaron unas blusitas sisadas, a ver cuándo me das la roja”. Hasta inapropiado nos parecería ¿cierto?

          Se piensa también que un cuento, un ensayo, una reseña o un poema no son trabajo. No pocos diarios de la localidad pueden dar cuenta de eso, pues prácticamente ninguno paga las colaboraciones, fuera de los salarios del equipo de reporteros y columnistas. Ante esto, muchas veces, quien escribe se arredra.

          Cuenta Ray Loriga, joven escritor español, que el norteamericano

John Cheever se levantaba todas las mañanas, se ponía un traje de tres piezas, cogía un maletín y llevaba a sus hijos a la parada del autobús en el Upper West Side de Manhattan. Después de despedir a los críos con la mano, volvía a entrar en su edificio, pero en lugar de subir a su piso, bajaba a un pequeño cuarto junto a las calderas en el que había puesto una mesita y, sobre ésta, su máquina de escribir. Una vez allí, se quitaba el traje y escribía en calzoncillos, el calor de las calderas así lo exigía, hasta que los niños volvían del colegio. Entonces se vestía de nuevo, agarraba su maletín vacío e iba a la parada del autobús a recogerlos. Día tras día, Cheever fingía tener un empleo y una oficina y una posición que no tenía. Le avergonzaba confesarles a sus hijos que en realidad no era más que un escritor.

Sea entre quienes detentan el poder, ya entre un sector que, lamentablemente, sospecho amplio, las actividades de lectura y escritura, como podemos comprobar, están subvaluadas. Y esto, nos incumbe desde el momento mismo en que aprendimos las vocales y consonantes y las garrapateamos en una hoja de cuaderno que, en los mejores y más envidiables casos, pa-pá y ma-má pegaron en alguna pared, pusieron en el refri o incluso mandaron enmarcar y colgaron en alguno de los muros de la sala. ¿Cómo que nos incumben desde aquel entonces? Sin duda, porque a partir de entonces, de cada palabra escrita aprendimos a aprehender el mundo, a preservarlo; porque a partir de entonces, de cada palabra leída aprendimos a nombrarlo, a darle un sentido o a intentarlo.

          De entonces a la fecha no hemos parado.

          Ahí, en esas palabras escritas y leídas –ya si son muchas, ya si son pocas– está buena parte de lo que somos: los miedos y afanes, los hallazgos y extravíos, las pesadillas y los sueños, la memoria remota y reciente y el más inmediato presente, las vocaciones y la apuesta por un futuro. Ahí en esas palabras leídas y escritas, aparece esta confluencia de saberes y pareceres que llamamos escuela, facultad, instituto, colegio, alumnos y maestros, maestros y alumnos, padres de familia. ¿Cuáles son los roles que asumimos ante el peligro de la lectura? ¿Cuáles, ante la poco apreciada escritura? ¿Cómo? Las siguientes páginas se ocuparán de la primera, así como de un sector en específico de la población: los jóvenes. Así se intentará dar respuesta a una pregunta tan breve como profunda, la cual, las más de las veces, se contesta de manera oblicua, vaga o, en el mejor de los casos, irresponsable. Veamos.

  Leonardo Rodríguez: La Atenas Veracruzana  
 

Leonardo Rodríguez: La Atenas Veracruzana

 
 
 
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