De entrada, los amigos, los conocidos. Cuando
se sabe que alguien ha publicado un libro no falta el
acomedido o la acomedida que dice: “Ya supe que publicaste un libro, a ver cuándo me lo das ¿eh?” O bien
el infalible reclamo: “Oye, no me has dado tu libro”.
Como si al amigo o amiga que tiene una carnicería
o un almacén de ropa le dijeran: “Oye, a ver cuándo
me regalas medio kilo de filete”. O “Ya vi que te llegaron unas blusitas sisadas, a ver cuándo me das la roja”.
Hasta inapropiado nos parecería ¿cierto?
Se piensa también que un cuento, un ensayo, una
reseña o un poema no son trabajo. No pocos diarios
de la localidad pueden dar cuenta de eso, pues prácticamente ninguno paga las colaboraciones, fuera de
los salarios del equipo de reporteros y columnistas.
Ante esto, muchas veces, quien escribe se arredra.
Cuenta Ray Loriga, joven escritor español, que el
norteamericano
John Cheever se levantaba todas las mañanas, se
ponía un traje de tres piezas, cogía un maletín y
llevaba a sus hijos a la parada del autobús en el
Upper West Side de Manhattan. Después de despedir a los críos con la mano, volvía a entrar en su
edificio, pero en lugar de subir a su piso, bajaba a
un pequeño cuarto junto a las calderas en el que
había puesto una mesita y, sobre ésta, su máquina
de escribir. Una vez allí, se quitaba el traje y escribía en calzoncillos, el calor de las calderas así lo exigía, hasta que los niños volvían del colegio.
Entonces se vestía de nuevo, agarraba su maletín
vacío e iba a la parada del autobús a recogerlos.
Día tras día, Cheever fingía tener un empleo y
una oficina y una posición que no tenía. Le avergonzaba confesarles a sus hijos que en realidad no
era más que un escritor.
Sea entre quienes detentan el poder, ya entre un sector
que, lamentablemente, sospecho amplio, las actividades de lectura y escritura, como podemos comprobar,
están subvaluadas. Y esto, nos incumbe desde el momento mismo en que aprendimos las vocales y consonantes y las garrapateamos en una hoja de cuaderno que, en los mejores y más envidiables casos, pa-pá y
ma-má pegaron en alguna pared, pusieron en el refri
o incluso mandaron enmarcar y colgaron en alguno
de los muros de la sala. ¿Cómo que nos incumben
desde aquel entonces? Sin duda, porque a partir de
entonces, de cada palabra escrita aprendimos a aprehender el mundo, a preservarlo; porque a partir de
entonces, de cada palabra leída aprendimos a nombrarlo, a darle un sentido o a intentarlo.
De entonces a la fecha no hemos parado.
Ahí, en esas palabras escritas y leídas –ya si son
muchas, ya si son pocas– está buena parte de lo que
somos: los miedos y afanes, los hallazgos y extravíos,
las pesadillas y los sueños, la memoria remota y reciente y el más inmediato presente, las vocaciones y la
apuesta por un futuro. Ahí en esas palabras leídas y
escritas, aparece esta confluencia de saberes y pareceres que llamamos escuela, facultad, instituto, colegio,
alumnos y maestros, maestros y alumnos, padres de
familia. ¿Cuáles son los roles que asumimos ante el peligro de la lectura? ¿Cuáles, ante la poco apreciada escritura? ¿Cómo? Las siguientes páginas se ocuparán
de la primera, así como de un sector en específico de
la población: los jóvenes. Así se intentará dar respuesta
a una pregunta tan breve como profunda, la cual, las
más de las veces, se contesta de manera oblicua, vaga
o, en el mejor de los casos, irresponsable. Veamos.
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Leonardo Rodríguez: La Atenas Veracruzana |
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