Universidad Veracruzana

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Hombre con minotauro en el pecho, Enrique Serna

Voy a contar la historia del niño que pidió un autógrafo a Picasso. Como todo el mundo sabe, a principios de los años 50 Picasso vivía en Cannes y todas las mañanas tomaba el sol en la playa de La California. Su pasatiempo favorito era jugar con los niños que hacían castillos de arena. Un turista, notando cuánto disfrutaba la compañía infantil, envió a su hijo a pedirle un autógrafo. Tras oír la petición del niño, Picasso miró con desprecio al hombre que lo usaba como intermediario. Si algo detestaba de la fama era que la gente comprara su firma y no sus cuadros. Fingiéndose cautivado por la gracia del niño, solicitó al padre que le permitiera llevarlo a su estudio para obsequiarle un dibujo. El turista dio su consentimiento de mil amores y media hora después vio regresar a su hijo con un minotauro tatuado en el pecho. Picasso le había concedido la firma que tanto anhelaba, pero impresa en la piel del niño, para impedirle comerciar con ella.PAR51089

Esta es, mutatis mutandis, la anécdota que narran los biógrafos del pintor malagueño. Todos festejan el incidente, creyendo que Picasso dio una lección a los mercaderes del arte. Debí refutarlos hace mucho tiempo, pero no me convenía divulgar la verdad. Ahora no puedo seguir callando. Sé que manejan información de segunda mano. Sé que mienten. Lo sé porque yo era el niño del tatuaje y mi vida es una prueba irrefutable de que la rapiña comercial triunfió sobre Picasso.

Para comenzar, quiero dejar bien claro que mi padre no era turista ni tomé vacaciones mientras yo viví a su lado. Tanto él como mi madre nacieron en Cannes, donde trabajaban cuidando la residencia de la señora Reeves, una millonaria cincuentona obesa y por supuesto norteamericana que pasaba los veranos en la Costa Azul y el resto del año repartía su ocio —un ocio tan grande que no cabía en una sola ciudad— entre Florencia, Paris, Valparaíso y Nueva York. Éramos una familia católica practicante a la que Dios daba un hijo cada año, y como nuestros ingresos, indiferentes al precepto bíblico, ni crecían ni se multiplicaban, sufríamos una miseria que andando el tiempo llegó a lindar con la desnutrición. Mi padre había visto en el periódico la foto de Picasso y creyó que podría ganar dinero con el autógrafo. La broma del pintor no lo desanimo. Cuando la señora Reeves llegó a la casa me ordeno que le mostrara el pecho. Ella era coleccionista de arte y al ver el minotauro quedó estupefacta. En un sorpresivo arrebato de ternura me tomó entre sus Brazos, triturando mis costillas con toda la fuerza de sus 200 kilos, y sin pedir la autorización de mis padres organizó una cena de gala para exhibirme ante sus amistades.

Yo era uno de esos niños antisociales que niegan el saludo a los adultos. Refunfuñaba cuando las amigas de mi madre me hacían arrumacos en la calle y procuraba estar cubierto de lodo para no tener que soportar sus besos. Decidí boicotear mi debut en sociedad. A regañadientes tolere que me vistieran con un estúpido traje de marinerito y me untaran el pelo con goma, como el día de mi primera comunión, pero no consentí que me aprisionaran los pies en los ridículos zapatos de charol que la señora Reeves subvencionó, junto con el resto de mi atuendo, para enmarcar decorosamente su joya pictórica. Parapetado bajo la cama oí los regaños de mi madre y los intentos de soborno de la señora Reeves, que me ofrecía una bolsa de caramelos a cambio de bajar a la sala donde un selecto grupo de bon vivants esperaba con impaciencia mi aparición. Así habría permanecido toda la noche, huraño y rebelde, si mi padre, al oir el escándalo, no hubiese venido a sacarme a patadas del escondite.

Si Dios y el infierno existen, le deseo la peor de las torturas. A partir de que Picasso estampo su firma en mi pecho, deje de ser su hijo y me convertí en su negocio. Recuerdo que le brillaban los ojos cuando la señora Reeves, oronda como una elefanta recién casada, me llevó con el pecho descubierto al centro de un corrillo formado por vividores profesionales y aristócratas venidos a menos que se inclinaron a ver el tatuaje con esa cara de adoratriz en éxtasis que ponen los esnobs cuando creen hallarse frente a las obras maestras del Arte con Mayúsculas.

—Isn’ it gorgeous? —preguntó la gorda, resplandeciente de satisfacción.

—Oh, yes, its gorgeous —respondieron a coro los invitados.

En la mesa tenía reservado el sitio de honor. Temiendo que pescara un resfriado, mi madre intentó ponerme la camisa, pero la señora Reeves lo impidió con un ademán enérgico. Un famoso corredor de autos me retrato el pecho, procurando colocar la cámara de tal manera que mi rostro —carente de valor artístico— no estropeara la foto. Su novia, que entonces era cantante de protesta y hoy es accionista mayoritaria de la Lockheed, me hacia guiños de complicidad, como insinuando que ella si entendía la broma de Picasso y despreciaba a esos idiotas por tomársela en serio. Simpático más con los invitados circunspectos, en particular con una condesa que tenia mal de Parkinson y sin embargo, por instinto maternal o por ganas de fastidiar a la anfitriona, se empeño en darme de comer en la boca. Ninguna de sus temblorosas cucharadas llegó a mis labios, pero varias cayeron en mi tetilla izquierda, ensuciando la testuz del minotauro. Aunque la señora Reeves trato de minimizar el percance con una sonrisa benévola, note un rencoroso fulgor en su mirada cuando pidió a mi padre que limpiara la mancha con un algodón humedecido en agua tibia. Yo no comprendía por que me trataban con tanta delicadeza, pero algo tenía claro en medio de la confusión: ese día mandaba en la casa. Por eso, cuando mi padre se inclino a limpiar los cuernos del minotauro, derrame sobre sus pantalones un plato de sopa hirviente.

La señora Reeves obtuvo con la cena un gran éxito social. Fue algo así como su doctorado en sofisticación, la prueba de refinamiento que necesitaba para entrar al gran mundo, del que solo conocía los alrededores. Yo le abrí las puertas del paraíso, y cuando llegó el fin del verano quiso mantenerme a su lado como amuleto. Vagamente recuerdo una discusión a puerta cerrada entre mis padres, el llanto de mama cuando preparó las maletas, la despedida en el muelle con todos mis hermanos agitando pañuelos blancos. Entonces no supe Bien lo que pasaba. Creí la piadosa mentira de mama: la patrona me llevaba de vacaciones en su yate porque se había encariñado conmigo. Confieso que no extrañe a mi familia durante la travesía por el Mediterráneo. Además de alimentarme con generosas raciones de filete (manjar que desconocía mi estomago de niño anémico), la señora Reeves me permitía correr como un bólido por la cubierta, jugar a los piratas con los miembros de la tripulación y martirizar a Perkins —su gato consentido— prendiéndole cerillos en la cola. A cambio de tanta libertad solo me prohibió exponer el pecho al sol para evitar un despelleja miento que —según decía la muy hipócrita— podía resultar dañino para mi salud.

Abrí los ojos demasiado tarde, cuando tomamos el avión para Nueva York. En la escalerilla la señora Reeves se despidió de mi con un lacónico take care y dos de sus criados me levantaron del suelo, tomándome delicadamente por las axilas, como a un objeto frágil y valioso. A esas alturas ya me sentía un pequeño monarca y creí que me llevarían cargando al interior del jet. Así lo hicieron, pero no a la sección de primera clase, como yo suponía, sino al depósito de animales, donde me envolvieron con una gruesa faja de hule espuma para proteger el minotauro contra posibles raspones. Perkins maulló vengativamente cuando me instalaron junto a él. En su jaula parecía mucho más Libre y humano que yo. Entonces comprendí que me habían vendido. Entonces llore.

No fue, desde luego, una venta descarada. Los abogados de la señora Reeves engañaron a las autoridades francesas presentando el trato como una beca vitalicia. Ella se comprometía a cubrir mis gastos de comida, vestido, alojamiento y educación a cambio de que yo le permitiera exhibir el tatuaje. Mi padre se deshizo de una boca y obtuvo 50 mil francos en una sola transacción comercial. Ignoro en qué resquicio de su conciencia cristiana pudo esconder esa canallada.

Endurecido por la pena y el ultraje, decidí aprovechar mi nueva situación y olvidarme para siempre del hogar que habla perdido. Era un esclavo, si, pero un esclavo envuelto en sabanas de seda. Con la señora Reeves me acostumbre a la comodidad y a la holganza. Desde que llegué a su piso en Park Avenue me hizo una lista de privilegios y obligaciones. Quería ser una madre para  mi tendría maestros particulares de inglés, piano, equitación y esgrima, los mejores juguetes, la ropa más cara. Solo me rogaba que delante de las visitas imitara la quietud de los muebles. Me asigno un lugar destacado en la sala, entre una litografía de Goya y una versión en miniatura del Mercurio de Rodin. Mi trabajo —si se le puede llamar así— consistía en permanecer inmóvil mientras los invitados contemplaban el minotauro. Pronto llegue a odiar la palabra gorgeous. Los amigos de la señora Reeves no atinaban a decir otra cosa cuando veían el tatuaje. Pero aún mas insoportables resultaban los “conocedores” que después de la obligada exclamación expelían su lectura personal de la obra.

(fragmento) Enrique Serna, “Antología del cuento mexicano de la segunda mitad del siglo XX”, Universidad Veracruzana (Biblioteca del Universitario 29), Xalapa, 2008.

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Fecha: 21 octubre, 2021 Responsable: Lectores y Lecturas – Programa Universitario Contacto: mirimorales@uv.mx