Mi maestro José Antonio Laclete apuntó con su índice hacia arriba y vi un panorama como jamás lo había visto y como supongo jamás lo volveré a ver en el resto de mis días: un millón, dos millones, el infinito completo de peces plateados de diversos tamaños tapizaban el horizonte formando una nube que resplandecía,
No le rinde cuentas a nadie. Es caprichoso. Puede ser complaciente si está de buen humor o malvado por llevarle la contraria a su propio estado de ánimo. A veces es ligeramente razonable y le da por sopesar los actos diurnos de los hombres. Entonces juega a las recompensas y castigos. Puede ser bondadoso
Isabel se ajustó las gafas y contempló la fotografía admirativamente. Ocupaba las páginas centrales de la revista y centelleaba como una joya oscura. A la derecha, un sol incandescente; a la izquierda, la vastedad inimaginable del espacio. Y ahí, perdidos entre el polvo estelar, estaban Venus y la Tierra, dos menudencias apenas visibles flotando en
En un lugar solitario cuyo nombre no viene al caso hubo un hombre que se pasó la vida eludiendo a la mujer concreta. Prefirió el goce manual de la lectura, y se congratulaba eficazmente cada vez que un caballero andante embestía a fondo uno de esos vagos fantasmas femeninos, hechos de virtudes y faldas superpuestas,
Cuesta elegir sólo una historia insólita. Nada más una, en esta ciudad con no sé cuántas diarias. Ni siquiera si trato de buscarla en el último año, o en el primero que viví aquí, tras dejar una comarca cuya idílica ensoñación terminó con la infancia. Algo intuí de todo esto cuando vi que mi
Yendo una tardecita de paseo por las calles de la ciudad, vi en el suelo un objeto rojo; me bajé: era un sangriento y vivo corazón que recogí cuidadosamente. «Debe de habérsele perdido a alguna mujer», pensé al observar la blancura y delicadeza de la tierna víscera, que, al contacto de mis dedos, palpitaba como
Lingüistas – Mario Benedetti Altura inadecuada – Ana Clavel El corazón perdido – Emilia Pardo Bazán El miedo – Ramón del Valle Inclán Aún me sorprendo – Ángeles Mastretta Teoría de Dulcinea – Juan José Arreola Los muertos – James Joyce Helena – Rubem Fonseca Retrato de familia – Rosa Montero El señor de los sueños –
Ignacio Solares Como si el parabrisas fuera una pantalla donde se proyectara obsesivamente la misma imagen: ella con unos ojos dulces dulces, entrecerrándolos, como di¬ciendo sí amor, ¿por qué no? y él sacó la mano del vestido como sí lo quemara la piel de ella, una mano que parecía haber actuado por sí misma, independiente