Universidad Veracruzana

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El largo viaje

Ignacio Solares

Como si el parabrisas fuera una pantalla donde se proyectara obsesivamente la misma imagen: ella con unos ojos dulces dulces, entrecerrándolos, como di¬ciendo sí amor, ¿por qué no? y él sacó la mano del vestido como sí lo quemara la piel de ella, una mano que parecía haber actuado por sí misma, independiente a la contención de su dueño, y bajó la cabeza y en¬cendió un cigarrillo y estuvo así un rato, sin hablar pese a que ella le preguntaba, sin mirarla a los ojos a pesar de que lo acosaba, se le metía en el pecho y le decía amorcito si tú quieres, ¿por qué no?
Sonrió y pasó la mano frente a los ojos para ahu¬yentar los fantasmas. Pero en los altos, sobre todo en los altos en que el mundo se paralizaba, las imágenes saltaban en el parabrisas, como la lluvia. ¿O eran la lluvia misma? Un chorro de imágenes descendiendo del cielo, chisporroteando, inundándolo.
Parpadeó e intentó pensar en otra cosa. Pero esta¬ba dentro de un círculo y regresaban los mismos pro¬blemas. La proposición de su hermano, por ejemplo, tan tentadora, y que definitivamente no aceptaría por¬que, creía, este empleo era mejor al de empacador en una fábrica de chocolates (a cada momento tenía que repetírselo porque el gusanillo continuaba royéndolo interiormente: quizás estaría mejor en la fábrica de chocolates y trataba de convencerse de lo contrario; quizá desperdició la oportunidad de su vida; después de rodo allá habría más ocasión de progresar, en cam¬bio aquí, ¿cuál?). El auto avanzaba a vuelta de rueda. Sentía una pereza infinita de regresar a Cuernavaca. Por la tarde llevó a los patrones a cenar con unos amigos y a eso de las ocho salió el patrón a pedirle un favor, si no era mucha molestia, que fuera a su oficina por unos contratos importantísimos, qué me¬moria, la mano en la frente. Y venga otro viaje a México y luego otro a Cuernavaca y luego otro a Mé¬xico, como sí la oficina del patrón estuviera a la vuelta de la esquina, como si lo mandara por cigarrillos a la miscelánea más próxima. Y en viernes por la noche y lloviendo. Como para aventarle a la cara el quepí y los guantes pero no, por supuesto que no: se espe¬raría todavía un tiempo en este empleo —que des¬pués de todo no estaba tan mal, insistía la vocecita interior— y juntaría el dinero (guardaba práctica¬mente todo su sueldo; nunca iba al cine, el uniforme le ahorraba la ropa, no gastaba en comer ni en hos-pedaje, no tenía novia, los domingos se quedaba en su cuarto leyendo historietas de monitos y por la tarde salía a caminar un raro) para comprar un auto y trabajarlo como taxi; aunque, ¿cuándo sería eso?… Cuestión de no cejar —apretó el volante—; total, mientras continuara solo, sin nadie que dependiera de él, podría barajárselas de una u otra forma, no faltaría.

Los altos duraban una eternidad y la luz verde era sólo un flamazo y apenas alcanzaban a pasar unos cuantos autos. Con el guante ahogó un bostezo.
Sus necesidades eran tan mínimas: historietas de monitos (siete u ocho a la semana, mínimo), una novelita policiaca de vez en cuando, peluquería cada veinte o veinticinco días, ropa interior, una navaja de afeitar cada semana, jabón, pasta de dientes… El uni¬forme y su ropa (dos camisas y un pantalón de mezclilla) se los lavaban en la casa y él boleaba las botas y los zapatos. Los domingos comía en cualquier fonda. En fin. En el momento en que tuviera el taxi podría trabajar por su cuenta, no depender de nadie, olvidarse de los patrones y sus quejas porque se desabrochaba el primer botón de la casaca. Cómo le repelía ese tono de voz en que le ordenaban, esa impaciencia porque los choferes ya no saben comportarse, cada día esta¬mos peor, no. hay respeto por nada, ya nadie sabe vivir. Sonrió. Quizá un día lo lograrían y detendrían el tiem¬po. O mejor: lo regresarían a la época de las carretelas.

Dio un golpecito en el volante y sintió en la boca el sabor ácido de la saliva. Traía el coraje en la boca del estómago, ardiéndole mientras más comprendía la imposibilidad de sacarlo, de escupí rio.
Sí, ahorrar lo más posible. Aguantarse, no crearse compromisos. Dos años antes tuvo una novia. Caroli¬na. Los sábados por la noche iban al cine de la colo¬nia y luego a cenar unos tacos. Estuvo a punto de proponerle…, bueno, planear algo para el futuro. Juntar entre los dos. Carolina era vendedora en un gran almacén de ropa. Pero una noche, en la esquina de la casa de ella, al besarla en los labios sintió una oleada de calor desbordarle el esfuerzo de siempre por con¬tenerse, y bajó los labios al cuello y buscó con una mano bajo la falda, entre los muslos. Y ella con unos ojos dulces dulces, entrecerrándolos, como diciendo sí amor, ¿por qué no? Y él sacó la mano como si lo quemara la piel de ella, una mano que parecía haber actuado por sí misma, independiente a la contención de su dueño, y bajó la cabeza y encendió un cigarrillo y estuvo así un rato, sin hablar pese a que Carolina le preguntaba, sin mirarla a los ojos a pesar de que lo acosaba, se le metía en el pecho y le decía amorato si tú quieres, ¿por qué no? La vio un par de ocasiones más —sin siquiera atreverse a besarla—— y luego sim¬plemente dejó de buscarla. Algo se había roto en el interior de la relación, el delgado hilo que los man¬tenía unidos en una esperanza tan a largo plazo, en que quizás el día de mañana cuando juntaran, cuando él ganara más… Así estaba mejor. Por las noches, recostado en el catre de la pensión donde vivía en¬tonces, fumando el último cigarrillo, se decía que sí, así estaba mejor. Sin dinero, ¿para qué? Ocultándose a sí mismo esa sensación de frialdad que le oprimía el pecho. No pensando en ello. Repitiéndose que sí, así estaba mejor. No aceptando lo que veía, lo que sus ojos no podían ocultarle: que al dejarla algo se os¬cureció a su alrededor, perdió sentido pero en fin, preferible esperar un poco más, tomarlo con calma.

Al patrón: sé manejar pero no sé de mecánica. Sé cambiar una llanta, por supuesto, pero lo que se dice saber de mecánica mecánica, ni una palabra. El patrón lo miró a los ojos, muy serio, y torció la boca: en fin, quizá no fuera necesario, estaban inscritos a la AMA.. Siempre se preguntó por qué lo aceptó el patrón a pesar de no saber una palabra de mecánica. El encontró e! anuncio en el periódico una mañana, y sin demasiadas esperanzas fue a la dirección indi¬cada: una casa como un palacio en las Lomas. Le abrió una sirvienta y lo pasó a un recibidor con una alfombra donde se hundían ¡os pies y unos severos muebles de madera y de cuero, y un momento des¬pués bajó el patrón, en bata, y lo saludó muy amable y le preguntó quién sabe cuánta cosa: ¿qué edad tenía, de dónde era, en qué había trabajado antes, era casado, por qué no se había casado, era mujeriego, le gustaba beber, en qué utilizaba su tiempo libre, traía cartas de recomendación? Sólo al final, después de que apa¬rentemente quedó satisfecho con todas sus respuestas, le soltó que no sabía una palabra de mecánica, y fue cuando el patrón lo miró muy serio, dubitativo, y le dijo lo de la AMA, y que estaría un mes a prueba.

Y ahora las consecuencias de no saber mecánica eran éstas: el coche frenándose, produciendo un ruido como gorgoteo, hasta que renunció a continuar ace¬lerando, agachó la cabeza y golpeó la frente contra el volante, haciendo caer el quepí. Canija suerte. Por mero trámite para aceptar la derrota total, se bajó del auto, alzó el cofre y miró el motor como quien mira el fondo de un pozo al que es imposible descender. Levantó la cara: la lluvia le picó las mejillas. ¿Qué iba a hacer? Pues nada, qué podía hacer. Espe¬rar a que pasara un auto y pedirle que lo llevara a Cuernavaca en donde le avisaría al patrón y buscaría un mecánico.
Pero por ahora no pasaba un solo auto. Cerró el cofre y se recargó en una salpicadera, cruzando los brazos, soportando ¡a llovizna. Miraba el reloj a cada momento. Diez, quince minutos. Ni siquiera a lo lejos se adivinaba el resplandor de un auto. En una carretera como la de Cuernavaca y en viernes por la noche. Quizá un accidente, ¿pero en las dos carreteras, en la de ¡da y en la de venida? Volvió a levantar el rostro y a través de la cortina de lluvia miró el cielo impenetrable. Sintió miedo. Un miedo antiguo. Tenía la sensación de haber entrado en una atmós¬fera que no le correspondía, que no era la suya, la de rodos sus días y todas sus horas. Aunque qué tenía de particular quedarse tirado a media carretera porque un auto se descompone. En un momento pasaría al¬guien/ pero ahora sí lo dudó. Miró el tramo de carrete¬ra que iluminaban las luces del auto, las agujas obli¬cuas de la lluvia. Más allá, nada, la noche. A un lado, la luz pescaba un montículo y un grupo de matorrales. Enseguida, fosforecenres contra la opacidad del cielo, las copas de los árboles.
Regresó al auto y decidió, tranquilamente, esperar.
Después de media hora volvió a bajarse a estirar un poco los brazos y las piernas. Total, si no pasaba nadie ni modo, se encerraría en el auto y se dormiría hasta el día siguiente. La lluvia continuaba pertinaz, menuda. A lo lejos oyó el chillido de un animal. Pero no, qué iba a ser todo tan sencillo. La verdad es que no comprendía nada. Nunca había comprendido nada de cuanto lo rodeaba, pero esto/ se recargó en la salpicadera y clavó una mano en el pelo, jalándolo hacia arras. Estaba echo una sopa, con la ropa pegada al cuerpo produciéndole escalofrío. Había que tener cal¬ma. Miró a su alrededor. Pero qué miraba. Y qué oía. Sólo el viento y de vez en cuando algún animal. Por un momento tuvo la sensación de que el mundo es¬taba vació. Sonrío. Recordó que poco después de dejar a Carolina, cuando no tenía trabajo ni ganas de buscarlo y permanecía los días enteros encerrado en su cuarto, tirado en la cama, fumando, leyendo, expe¬rimentó la misma sensación: no había nadie afuera, el mundo estaba vacío. Estiró una pierna, luego la otra, como si pateara una pelota. Tenía los pies helados y le apretaban las botas. El patrón insistía: un uniforme no es tal sin botas. Cuando por la noche se las quitaba sentía que n:i sólo se liberaba de ellas sino de cuanto implicaban, y las lanzaba furioso a un rincón, aunque a la mañana siguiente volviera a hundirse en ellas. Así sería siempre, qué remedio. Volvió a entrar en el auto, encendió la calefacción, se quitó los guantes y frotó las manos. Recargó la nuca en el borde del asiento y fumó un cigarrillo mirando salir el humo, extenderse, asimilarse al parabrisas. Por suerte traía una cobija en la cajuela: iba a helar al amanecer.

Tomado de: El hombre habitado, Ignacio Solares, Editorial Samo, pag. 87-94.

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Fecha: 21 octubre, 2021 Responsable: Lectores y Lecturas – Programa Universitario Contacto: mirimorales@uv.mx