Núm. 3 Tercera Época
 
   
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Adrián Mendieta
METÁFORAS DE LA LUZ
 
 
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  Aram Huerta  
     

Aparte de la cultura política, no hay que mirar muy lejos para identifi car las cosas que hay que liberalizar en México. En primerísimo lugar hay que liberalizar el Estado; un dilema central del liberalismo es cómo contener al Estado frente a las libertades de los ciudadanos y cómo fortalecerlo para que garantice el piso común de derechos en que esas libertades descansan. El Estado debe ser sufi cientemente fuerte para obligar a todos a cumplir la ley y sufi cientemente débil para no interferir con la libertad de nadie en ningún otro ámbito, de modo que se quiere una contradicción: un Estado fuerte pero débil. Las circunstancias históricas agravaron este dilema en el caso del liberalismo mexicano. La inestabilidad política y las revueltas militares de los primeros años de la Independencia subrayaron hasta la desesperación la necesidad de un gobierno fuerte; la necesidad crónica de ese gobierno fuerte acabó posponiendo la aspiración de que fuera también liberal, es decir, contenido, puesto al servicio de las libertades individuales, no de su propio poder sobre la sociedad. En esto, el liberalismo mexicano dio frutos contrarios a su espíritu profundo. La causa liberal del XIX terminó en el gobierno autoritario de Porfi rio Díaz. La revuelta liberal del XX, que prendió la mecha de la Revolución mexicana, terminó en la saga de los presidentes abrumadores del PRI y del Estado intervencionista de mayor tamaño que haya tenido la nación: dueño de la luz, el petróleo, las playas, el subsuelo, el espacio aéreo, la educación pública y el sistema de salud.

Ni Díaz ni los gobiernos de la Revolución suprimieron las libertades de creer, actuar o emprender, pero tomaron una enorme tajada de las decisiones sobre lo que podía hacerse al respecto. En la vida política, tanto como en la económica y la social, el Estado fue un actor enorme, incontrolado, con frecuencia abusivo, incluso faccioso. Gobernó discrecionalmente, aplicando la ley según las conveniencias y los intereses, abriendo un gran espacio a la vieja cultura monárquica de las concesiones y las mercedes, despojando a los ciudadanos de la certidumbre sobre su igualdad ante la ley, piedra de toque de las libertades. La infl uencia, no la ley, fue nuestra regla. La sigue siendo.

Liberalizar el Estado quiere decir devolverle, si la tuvo alguna vez, esa imparcialidad legal sin concesiones que echamos tanto de menos en el comportamiento de nuestras autoridades. Quiere decir construir un Estado de derecho, no el espacio de negociación discrecional de la ley, como sigue siendo en tantos órdenes. Sólo de la certidumbre absoluta de la igualdad ante la ley puede propagarse la libertad de los ciudadanos en todos los ámbitos, esa libertad restringida sólo por el mandato de la ley que a la vez obliga y libera a todos, pues les impide hacer lo que está expresamente prohibido, pero los deja libres en todo lo demás. Si la aplicación de la ley está bajo continua sospecha por su constante violación negociada o inducida desde la autoridad, no hay piso fi rme donde construir las demás libertades. Hay espacio sólo para la libertad de quienes pueden otorgársela a costa de otros, forzando o ignorando la ley.

Necesitamos un Estado extraordinariamente fuerte en la aplicación de la ley y extraordinariamente débil en su capacidad de interferir, constreñir o limitar las libertades políticas, económicas o sociales de sus ciudadanos. No es ése el Estado que tenemos, más bien el opuesto. En consecuencia, la segunda liberalización necesaria del Estado mexicano tiene que ver con sus facultades de intervención en todos los órdenes. Los enormes poderes legales, políticos y económicos del Estado dan al gobierno una capacidad excesiva de constreñir o limitar las libertades de los ciudadanos, empezando con su capacidad de fabricar culpables por la infl uencia excesiva que puede tener sobre los aparatos judiciales, y terminando con el dominio que ejerce, improductivamente, sobre recursos estratégicos de la nación, como la tierra, el subsuelo, la electricidad o el petróleo. La constitución faculta al Estado mexicano con la menos liberal de las facultades que puedan imaginarse: la de imponer a la propiedad la modalidad que dicte el interés público. El uso y el abuso de esta facultad es el origen del gigantesco enredo de la propiedad rural que padecen los campesinos de México y de buena parte de los abusos que se han cometido con la propiedad urbana. Es también el factor único más generador de corrupción que haya tenido la República: el expediente de expropiar para hacer negocios a costa de los expropiados. Ésa ha sido la historia del crecimiento de nuestras ciudades, una historia gigantesca de patrimonialismo burocrático que espera su historiador, pero no la única en que se ha especializado el Estado mexicano.

Entre mayores son los bienes que puede otorgar o arbitrar un Estado, mayores son las oportunidades de corrupción y abuso de los administradores públicos. Las excesivas facultades de intervención del Estado mexicano son, por un lado, el espacio de la tentación patrimonialista, consistente en apropiarse privadamente, en servicio del propio patrimonio, de bienes, derechos y recursos públicos: llámense fondos del erario, expropiaciones, concesiones o cualquier otra forma pública de lucro que se otorga a cambio de tratos y ventajas privadas. He vivido la mayor parte de mi vida adulta oyendo que la administración de la riqueza nacional por el Estado es garantía o instrumento de justicia social. Creo poder decir, con fundamento, luego de estos años, que la administración pública de bienes de la nación no ha traído a ésta la justicia social prometida. Por el contrario, no se han suspendido en todos estos años, y sí en cambio han aumentado, las historias desaforadas del patrimonialismo burocrático, cuyo espíritu resume como ninguna otra la frase canónica: “Político pobre, pobre político”.

 

 
 
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