Núm. 3 Tercera Época
 
   
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Adrián Mendieta
METÁFORAS DE LA LUZ
 
 
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Ilustraciones Aram Huerta

 
     

Dicen los manuales que el liberalismo es distinto en países donde hay una religión dominante o única y en los que no. En el primer caso pasan a ocupar los primeros sitios de la agenda las libertades políticas y de conciencia, mientras en el segundo privan las de asociación, producción y comercio.

El liberalismo mexicano pertenece al primer tipo: su motor fue la separación de la Iglesia y el Estado. En eso fue radical y efi caz. La victoria indiscutible del liberalismo en tierras mexicanas fue separar a la Iglesia del Estado y establecer el laicismo como eje de la vida pública. Lo demás ha sido una batalla ganada o perdida a medias, según se vea, contra la fronda, vieja y resistente, del mundo monárquico español, en su doble legado de pactos y fueros feudales, propio de los Habsburgo, y la modernización burocrática y económica desde arriba, característica del despotismo ilustrado y las reformas borbónicas. Ha sido una marea cambiante. A lo largo de los dos siglos de vida de la nación, el liberalismo avanza y retrocede, gana y pierde, se activa y se repliega según las circunstancias, en una dialéctica apasionante de litigio con las tradiciones corporativas, antiliberales, del país.

En el siglo XIX, el liberalismo triunfa con Juárez y las Leyes de Reforma, pero retrocede con la paz de Porfi rio Díaz. Renace con la Revolución, a principios del siglo XX, pero retrocede con la estabilización posrevolucionaria, que construye el gran régimen protomonárquico que conocemos como presidencialismo mexicano.

El liberalismo vuelve a la carga en los noventa del siglo XX bajo el doble ropaje del libre comercio y la privatización de empresas públicas, e inaugura el siglo XXI con un triunfo de la democracia, que es también un triunfo de las libertades políticas, un triunfo de los ciudadanos sobre el poder que controlaba las elecciones. Después de la euforia democrática, la liberalización del país parece replegarse de nuevo, detiene su avance sobre los enclaves de poder corporativo, públicos y privados, heredados del régimen priísta, eso que hoy llamamos poderes fácticos y que no son sino cadenas de privilegios y fueros modernos, venidos, como las mercedes y las gracias reales, de tratos y concesiones del Estado. El país vive ahora, otra vez, una especie de empate entre las fuerzas que frenan y las que impulsan su liberalización. Es una nueva edición de la batalla sorda, la batalla de nuestra historia, entre las costumbres y los intereses del México liberal y las costumbres y los intereses del México corporativo. De un lado está el México que ejerce y quiere ejercer las libertades individuales básicas de tener, creer, comerciar, trabajar y producir; de otro lado está el México que ejerce y quiere ejercer diversas cadenas de fueros y privilegios que impiden o constriñen las libertades de tener, creer, comerciar, trabajar y competir. La frontera entre ambos Méxicos es difusa, como nuestra cultura política, mezclada de valores liberales con refl ejos estatistas.

El mayor obstáculo para la liberalización de la vida pública mexicana reside, quizás, en la cultura política mayoritaria del país. En muchos sentidos los mexicanos siguen mirando al Estado como el lugar de donde pueden venir mercedes y concesiones; no como el lugar de sus mandatarios legales, sino como el asiento de sus mandones fi lantrópicos. La tradición del paternalismo y del subsidio estatal ha dejado huella profunda en los hábitos ciudadanos, inclinándolos, en su relación con el gobierno, hacia una actitud peticionaria. Ha sido una larga y efi caz pedagogía.

Durante décadas, el gobierno dio tierras, dio casas, dio concesiones, dio fortunas. Acostumbró a su sociedad a pedir, y a sus funcionarios a dar, medrando los que quisieran, mientras daban. Se estableció así una idea de lo público donde aparentemente nada costaba. Las fi nanzas del gobierno parecían un bien venido de ninguna parte, que nadie debía cuidar, del que todos podían echar mano cuando les tocaba administrarlo, o exigir su parte si estaban del otro lado del mostrador. Una vez construida, la sociedad peticionaria quiere recibir gratuitamente del gobierno todos los bienes: educación, salud, vivienda, tierra, seguridad, justicia, servicios. Su idea de la responsabilidad gubernamental es el subsidio; su exigencia, es la
gratuidad. Quiere un gobierno que dé mucho y cueste poco, una especie de bolsa mágica que se llena sola y se vacíe al ritmo de las demandas de los ciudadanos. La sociedad peticionaria no paga impuestos porque no cree en la honradez de la autoridad: “se lo van a robar todo”. Quiere, sin embargo, que la autoridad le resuelva sus problemas. Su idea de lo público es una calle de sentido único en donde sólo se tienen derechos, no obligaciones; sólo demandas, no reciprocidades.

El pedagogo del ciudadano peticionario ha sido el gobierno paternalista, que mira a su sociedad como un reino de menores de edad a los que debe proteger, tutelar, y, también, correspondientemente, puede engañar o extorsionar. Es una vieja tradición colonial presente por igual en las leyes de Indias y en el despotismo ilustrado: la noción de un gobierno que tutela pero no rinde cuentas, que no tiene ciudadanía sino súbditos, porque no es el administrador de la cosa pública, sino su dueño. Es una idea de raíces feudales, anterior al espíritu de la democracia moderna, fundada en la reciprocidad de los deberes y los derechos del ciudadano individual.

 

 
 
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