Sobre una política universal de derechos sociales
En este sentido, la propuesta de la universalización
del acceso a la salud y a la seguridad social (pensiones,
seguro de desempleo, seguro de vida) es la más acertada. Sin embargo, la vía propuesta no está suficientemente analizada en su viabilidad económica, pues
asume que la generalización y el aumento del IVA la financiaría, siguiendo las ideas ya expuestas por Santiago Levy. Es de dudarse que esto sea viable debido
a los costos implicados. Sólo los países europeos, con
cargas fiscales cercanas o superiores al 50% del PIB,
pueden hacerlo. Brasil duplica la carga fiscal mexicana (está en 28%, contra el 11%) y sin embargo está muy lejos de estas metas, aunque tiene un programa
explícito de renta de ciudadanía que se está construyendo poco a poco. En México, tan sólo el déficit del
sistema de pensiones del ISSSTE y del IMSS es ya inmanejable.
La idea es buena, pues no sólo tendría ventajas
económicas indudables a corto plazo –se dejaría de
subsidiar la informalidad–, sino políticas: quitaría el
piso a las prácticas clientelares que hoy se fundan en
la miríada de programas de política social que desarrollan los diferentes niveles de gobierno. El problema
es que la idea no tiene viabilidad económica a corto
plazo, y tampoco política, ya que su implementación
requeriría cambiar contratos colectivos de trabajo de
las burocracias federal y estatales, y de las empresas
paraestatales, especialmente Pemex, para bajar el costo global de estas nuevas políticas sociales universales, y por tanto habría una ruptura del pacto entre el
sindicalismo corporativo y el gobierno en turno, cualquiera que éste fuera. Tratar de hacerlo “por fuera” de los grandes sistemas públicos de seguridad social,
como es el caso del Seguro Popular, acarrea graves
problemas de financiamiento, cobertura y calidad del
servicio.
Mejorar la calidad de la educación no es un problema económico, sino político. Y no sólo se llama
Elba Esther Gordillo, sino tiene cientos de otros nombres, tantos como sindicatos de la educación hay en
todos los niveles, desde educación básica hasta universitaria. La solución, ni siquiera utópica, no es importar el modelo texano de evaluación de resultados
y la elección de escuelas por los padres, como sugiere
el artículo en cuestión. En México la oferta escolar
es restringida y carece de sentido poner a competir
a escuelas en un contexto donde no hay competencia posible. La cuestión es promover la evaluación del
desempeño profesional de los profesores, como ya se
intenta hacer parcialmente hoy, pero dotando a los
maestros y a los educandos de las condiciones mínimas necesarias en términos materiales y morales. Y
esto lo bloquea el sindicalismo educativo, que es un
lastre gigantesco para el país por muchas razones: su
costo económico; la discrecionalidad, la corrupción
y la protección del mal desempeño con que opera,
pero ante todo porque genera una cultura autoritaria desde el aula y trata a los profesores como trabajadores-clientes, como menores de edad sin derechos ni
obligaciones y sin dignidad profesional. Se ha avanzado en las universidades públ icas en la creación de una
cultura académica (aunque falta mucho por hacer),
pero no así en los otros niveles educativos. Y romper
esa cultura va a llevar muchos años, sin que la voluntad política de hacerlo aparezca por ninguna parte.
Una vez más, la propuesta es buena, pero no se
establecen los sujetos ni los procesos que habrían de
llevar a tan deseable resultado. La ausencia de propuestas en el campo de la legislación y la política laborales hace de la democratización educativa un mero
buen deseo. Se requiere impulsar reformas a las leyes
laborales que estimulen la democratización interna
de los sindicatos (que ya han planteado numerosas
organizaciones civiles y especialistas) y establecer la
obligatoriedad de la transparencia informativa (ante
todo financiera) para los sindicatos, dado que reciben
recursos públicos. Juntas, ambas reformas producirían a mediano plazo un gran cambio en la vida de los
sindicatos corporativos mexicanos.
La reforma política
Aguilar Camín y Castañeda hacen una adecuada des
cripción de la situación precaria de la democracia actual: un gobierno federal débil ante poderes fácticos
y gobernadores; empate de fuerzas entre el Ejecutivo y el Legislativo; crisis de gobernabilidad “transformadora”, es decir, incapacidad del régimen para hacer
cambios políticos. Para salir de este impasse, los autores sugieren varias reformas.
Sobre la seguridad
En el campo de la seguridad se plantean medidas ya
discutidas en los medios nacionales: la desaparición
de policías municipales, su concentración en policías
estatales, la transformación de la Secretaría de Gobernación en Ministerio del Interior para que desde ahí se dirija a una policía nacional y en general toda la
política de seguridad, pasando las funciones políticas
a otro ministerio; y una nueva política contra el narcotráfico consistente en la reducción de daños colaterales (violencia), legalización progresiva y “sellamiento” de la frontera sur. Destaca aquí no tanto el contenido
de las propuestas, sino la ausencia de una reforma
central sin la cual las instituciones de seguridad no
podrán cambiar sus prácticas.
Nos referimos a la reforma de la procuración de
justicia. El acceso a la justicia tiene que ver con la posibilidad efectiva de los ciudadanos para movilizar
el aparato de justicia en la defensa de sus derechos
e intereses. Existe un consenso nacional en relación
con el carácter fallido del sistema de procuración
de justicia en México en términos de su incapacidad
para garantizar los derechos civiles de la población y
de propiciar el fortalecimiento de un primer piso de
ciudadanía en nuestro país.
Varios factores explican este grave problema nacional: el diseño institucional del actor central del
proceso, el Ministerio Público (MP), es contradictorio
con un espíritu de garantía procesal, de responsabilización y de transparencia. El llamado “monopolio de
la acción penal”, es decir, la capacidad del agente del
MP para determinar por sí y ante sí cuándo hay un
delito que perseguir y cuándo no, sin rendir cuentas
a nadie por sus actos y sin que el ciudadano pueda
defenderse de sus decisiones, ha convertido a este actor en la fi gura clave del proceso, lo cual ha abierto la
puerta a la manipulación política del proceso penal, a
la corrupción estructural y a la absoluta opacidad de
todo el procedimiento penal.
|