Núm. 12 Tercera Época
 
   
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JOSÉ LUIS CUEVAS
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Sobre una política universal de derechos sociales

          En este sentido, la propuesta de la universalización del acceso a la salud y a la seguridad social (pensiones, seguro de desempleo, seguro de vida) es la más acertada. Sin embargo, la vía propuesta no está suficientemente analizada en su viabilidad económica, pues asume que la generalización y el aumento del IVA la financiaría, siguiendo las ideas ya expuestas por Santiago Levy. Es de dudarse que esto sea viable debido a los costos implicados. Sólo los países europeos, con cargas fiscales cercanas o superiores al 50% del PIB, pueden hacerlo. Brasil duplica la carga fiscal mexicana (está en 28%, contra el 11%) y sin embargo está muy lejos de estas metas, aunque tiene un programa explícito de renta de ciudadanía que se está construyendo poco a poco. En México, tan sólo el déficit del sistema de pensiones del ISSSTE y del IMSS es ya inmanejable.

          La idea es buena, pues no sólo tendría ventajas económicas indudables a corto plazo –se dejaría de subsidiar la informalidad–, sino políticas: quitaría el piso a las prácticas clientelares que hoy se fundan en la miríada de programas de política social que desarrollan los diferentes niveles de gobierno. El problema es que la idea no tiene viabilidad económica a corto plazo, y tampoco política, ya que su implementación requeriría cambiar contratos colectivos de trabajo de las burocracias federal y estatales, y de las empresas paraestatales, especialmente Pemex, para bajar el costo global de estas nuevas políticas sociales universales, y por tanto habría una ruptura del pacto entre el sindicalismo corporativo y el gobierno en turno, cualquiera que éste fuera. Tratar de hacerlo “por fuera” de los grandes sistemas públicos de seguridad social, como es el caso del Seguro Popular, acarrea graves problemas de financiamiento, cobertura y calidad del servicio.

          Mejorar la calidad de la educación no es un problema económico, sino político. Y no sólo se llama Elba Esther Gordillo, sino tiene cientos de otros nombres, tantos como sindicatos de la educación hay en todos los niveles, desde educación básica hasta universitaria. La solución, ni siquiera utópica, no es importar el modelo texano de evaluación de resultados y la elección de escuelas por los padres, como sugiere el artículo en cuestión. En México la oferta escolar es restringida y carece de sentido poner a competir a escuelas en un contexto donde no hay competencia posible. La cuestión es promover la evaluación del desempeño profesional de los profesores, como ya se intenta hacer parcialmente hoy, pero dotando a los maestros y a los educandos de las condiciones mínimas necesarias en términos materiales y morales. Y esto lo bloquea el sindicalismo educativo, que es un lastre gigantesco para el país por muchas razones: su costo económico; la discrecionalidad, la corrupción y la protección del mal desempeño con que opera, pero ante todo porque genera una cultura autoritaria desde el aula y trata a los profesores como trabajadores-clientes, como menores de edad sin derechos ni obligaciones y sin dignidad profesional. Se ha avanzado en las universidades públ icas en la creación de una cultura académica (aunque falta mucho por hacer), pero no así en los otros niveles educativos. Y romper esa cultura va a llevar muchos años, sin que la voluntad política de hacerlo aparezca por ninguna parte.

          Una vez más, la propuesta es buena, pero no se establecen los sujetos ni los procesos que habrían de llevar a tan deseable resultado. La ausencia de propuestas en el campo de la legislación y la política laborales hace de la democratización educativa un mero buen deseo. Se requiere impulsar reformas a las leyes laborales que estimulen la democratización interna de los sindicatos (que ya han planteado numerosas organizaciones civiles y especialistas) y establecer la obligatoriedad de la transparencia informativa (ante todo financiera) para los sindicatos, dado que reciben recursos públicos. Juntas, ambas reformas producirían a mediano plazo un gran cambio en la vida de los sindicatos corporativos mexicanos.

La reforma política

          Aguilar Camín y Castañeda hacen una adecuada des
cripción de la situación precaria de la democracia actual: un gobierno federal débil ante poderes fácticos y gobernadores; empate de fuerzas entre el Ejecutivo y el Legislativo; crisis de gobernabilidad “transformadora”, es decir, incapacidad del régimen para hacer cambios políticos. Para salir de este impasse, los autores sugieren varias reformas.

Sobre la seguridad

En el campo de la seguridad se plantean medidas ya discutidas en los medios nacionales: la desaparición de policías municipales, su concentración en policías estatales, la transformación de la Secretaría de Gobernación en Ministerio del Interior para que desde ahí se dirija a una policía nacional y en general toda la política de seguridad, pasando las funciones políticas a otro ministerio; y una nueva política contra el narcotráfico consistente en la reducción de daños colaterales (violencia), legalización progresiva y “sellamiento” de la frontera sur. Destaca aquí no tanto el contenido de las propuestas, sino la ausencia de una reforma central sin la cual las instituciones de seguridad no podrán cambiar sus prácticas.

          Nos referimos a la reforma de la procuración de justicia. El acceso a la justicia tiene que ver con la posibilidad efectiva de los ciudadanos para movilizar el aparato de justicia en la defensa de sus derechos e intereses. Existe un consenso nacional en relación con el carácter fallido del sistema de procuración de justicia en México en términos de su incapacidad para garantizar los derechos civiles de la población y de propiciar el fortalecimiento de un primer piso de ciudadanía en nuestro país.

          Varios factores explican este grave problema nacional: el diseño institucional del actor central del proceso, el Ministerio Público (MP), es contradictorio con un espíritu de garantía procesal, de responsabilización y de transparencia. El llamado “monopolio de la acción penal”, es decir, la capacidad del agente del MP para determinar por sí y ante sí cuándo hay un delito que perseguir y cuándo no, sin rendir cuentas a nadie por sus actos y sin que el ciudadano pueda defenderse de sus decisiones, ha convertido a este actor en la fi gura clave del proceso, lo cual ha abierto la puerta a la manipulación política del proceso penal, a la corrupción estructural y a la absoluta opacidad de todo el procedimiento penal.

 
 
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