Un futuro para México
La agenda
PENDIENTE*
Alberto J. Olvera
Alberto J. Olvera es doctor en Sociología (New School for
Social Research, Nueva York). Profesor-investigador del
Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales de la UV.
Miembro del SNI nivel III. Su más reciente publicación es
La rendición de cuentas en México: diseño institucional
y participación ciudadana.
Héctor Aguilar Camín y Jorge G. Castañeda empiezan por señalar que México continúa atrapado en la densa red cultural, ideológica e
institucional creada por el octogenario régimen autoritario que dominó a México durante el siglo XX.
Esta hipótesis de partida es patentemente cierta, pero
hace falta establecer un diagnóstico adecuado sobre
las causas del incompleto proceso de transición a la
democracia que hemos vivido. Si el pasado es presente, se debe a que la transición no logró desmontar los
principios fundamentales del viejo régimen.
Necesidad de un diagnóstico del fracaso
de la transición
Las transiciones tienen dos fases diferenciadas y complementarias: una de destitución del régimen autoritario y otra de instauración del nuevo régimen. La
destitución signica no sólo la salida del Poder Ejecutivo del partido autoritario, sino también el desmontaje de las estructuras legales e institucionales sobre
las cuales fundó su poder. Las transiciones inauguran
una nueva época histórica, generalmente por medio
de la convocatoria de un Congreso Constituyente y la
redacción de una nueva Constitución, por la modificación radical de la anterior y/o por el establecimiento de un pacto entre los actores políticos y sociales
que implica la redefinición de fondo de las reglas de
convivencia política. Las transiciones más conocidas
y exitosas del mundo, la brasileña y la española, estuvieron marcadas claramente por un antes y un después; un antes marcado por un régimen autoritario brutal
y prolongado en el caso de España, y una dicta-blanda
militar en Brasil, un poco más corta en términos históricos; en los dos casos hubo una ruptura democrática
que condujo a la elaboración de nuevas constituciones,
las que redefinieron radicalmente los principios jurídicos y de moral pública antes establecidos e instituyron un nuevo pacto social entre los grupos políticos y
civiles que habían impulsado esta transformación: un
después completamente diferente.
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La ausencia de la palabra Constitución en el texto
de Aguilar Camín y Castañeda ilustra hasta qué punto
los autores están conscientes de las dificultades políticas y jurídicas que implicaría hacer algo parecido en
el México contemporáneo. Vicente Fox llegó al poder
en diciembre de 2000 y el 5 de febrero de 2001 prometió impulsar un proceso constituyente. Este proyecto
pronto se dejó de lado ante la imposibilidad política
de llevarlo a cabo dentro del concepto y la práctica de
una transición “suave”, negociada, que no confrontara completamente al viejo poder establecido, evitándose así el supuesto riesgo de una crisis económica
por temor de los empresarios a lo desconocido. Es
aquí donde se perdió una oportunidad histórica, tal
vez irrepetible, para completar la transición en el momento de mayor debilidad del PRI.
La razón de fondo de este fracaso histórico radica principalmente en que la transición mexicana
tuvo la peculiaridad de contar con dos oposiciones,
una de derecha y una de izquierda, que tenían visiones radicalmente distintas del futuro. El PRD apostó fundamentalmente a la restauración del nacionalismo revolucionario, roto en sus principios de orden económico por el proyecto neoliberal del presidente
Salinas; mientras que el PAN, que apoyó esta transformación neoliberal, no sabía bien a bien hacia dónde conducir el país, más allá de garantizar la operación de una democracia electoral. No había espacios de coincidencia entre las oposiciones democráticas al régimen autoritario, de tal modo que ambas se bloquearon mutuamente, y el resultado fue que el momentum para la fundación de un nuevo orden fue lamentablemente desperdiciado, por la incapacidad política de
los líderes de la época para visualizar la necesidad de pactar entre la derecha y la izquierda el desmontaje de los
fundamentos del viejo régimen.
Para poder cambiar la Constitución, la propia ley
suprema no abre ningún camino que no sea el del
propio Congreso electo y sólo por mayoría califi cada. El PAN, el PRD y los pequeños partidos tenían que
pactar en 2001 para crear un nuevo orden jurídico
desde la Cámara de Diputados, pero no contaban con
mayoría en la Cámara de Senadores. Al dejar viva la
Constitución, quedaron vivos también los principios
del viejo régimen, y el PRI conservó un poder de veto
extraordinario, no sólo en el Congreso, sino también
a través de los gobiernos estatales y municipales. La
transición fue así incompleta, pues no instauró nuevas
reglas y principios; en todo caso lo hizo solamente en
el aspecto electoral, garantizando la certidumbre y legalidad de las elecciones, hasta entonces colonizadas
y controladas por el Estado autoritario.
Estos cambios no tocaron el corazón del orden
constitucional ni la forma de organización del Estado,
que continuó operando con las mismas secretarías y
con las mismas políticas públicas definidas en el periodo del presidente Zedillo. Si no hemos roto con el
pasado, es porque ese pasado está vivo desde el punto
de vista legal, institucional y cultural.
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