Núm. 12 Tercera Época
 
   
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JOSÉ LUIS CUEVAS
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          Se necesita un futuro, sí, pero un futuro que debe construirse sobre la base de una legalidad y una institucionalidad distinta. Pero la fractura derecha- izquierda no sólo permanece, sino que se ha profundizado. No hay acuerdos, no hay pactos. ¿Cómo entonces construir un futuro?

          La falta de pacto no es un problema de ideas. Ideas ha habido y hay muchas. En las mesas para la reforma del Estado de 2001 se propusieron cientos de cambios constitucionales y de leyes secundarias, con alto grado de elaboración. Volvieron a aparecer a fines de 2005 en diversos foros y fueron ampliadas en el año que duró la vigencia de la Ley para la Reforma del Estado, entre 2007 y 2008. Decenas de organizaciones civiles, grupos universitarios, intelectuales públicos y ciudadanos en lo individual han propuesto desde tiempo atrás muchas de las ideas que se nos presentan en el artículo de Aguilar Camín y Castañeda. ¿Por qué entonces no se llega a acuerdos?

          La respuesta corta es que ningún partido tiene hoy un proyecto democrático integral al cual apostar. Las limitaciones programáticas, culturales e intelectuales de los partidos son notables. Carecen no sólo de proyectos, sino de líderes a la altura de las circunstancias. ¿Pueden las propuestas de cambio ser viables si esta clase política continúa al mando y, especialmente, si la restauración priísta en ciernes se materializa? La experiencia de los pasados nueve años no permite ser optimistas en este campo. Estamos, pues, ante una propuesta sin sujeto político que la asuma. Por tanto, la clave es determinar qué reformas son posibles en estos tiempos, y que ayuden a romper el empate, a abrir cauces a nuevos actores y procesos y a modificar, en consecuencia, la correlación de fuerzas existente.

Sobre la integración de México en el mundo

          Los aspectos propiamente políticos de la propuesta se centran, en primer lugar, en la exigencia de una definición de “nuestro lugar en el mundo”, la cual me parece fuera de lugar. Creo que para todos es patente que México se ha integrado plenamente a la economía norteamericana en la época del ajuste neoliberal, por lo que preguntarnos hoy cuál es nuestro lugar en el mundo, si América Latina o América del Norte, es un cuestionamiento meramente retórico. La opción se tomó históricamente en el momento en que el proyecto neoliberal se implantó, pues conectó directamente la economía mexicana con la norteamericana a través de una integración subordinada, como traspatio industrial de bajo costo y como ejército industrial de reserva. Esta integración permitió a la economía norteamericana, a lo largo de los años noventa y del decenio actual, contar con fuerza de trabajo barata, bajar los salarios promedio en EU y facilitar así su propio proceso de desindustrialización y terciarización tecnológicamente avanzada. México esta indefectiblemente ligado a EU desde el punto de vista histórico, pero mucho más a partir del quiebre neoliberal, de manera que la elección hoy de otro polo de adscripción en todo caso podría ser de orden cultural o moral, pero no económico ni político.

          Por lo demás es un error plantear las cosas en términos de una elección de este tipo. Todo país capitalista exitoso en los decenios que siguen a la Segunda Guerra Mundial ha diversificado sus mercados y su economía, generalmente a través de una gigantesca intervención estatal (Japón, Brasil, Corea, Taiwán, China, Europa occidental). Turquía, el país que en el artículo se compara con México porque “puede escoger entre un mundo y el otro”, tiene muy diversificado su comercio. En cambio, México realiza 90% de su comercio con un solo país. El capitalismo mexicano careció de una proyección estratégica, tanto desde el gobierno como desde el empresariado, pues nadie impulsó seriamente una diversificación de mercados y un proyecto coherente de integración de cadenas productivas a partir de la industrialización de backyard a que nos sometimos. El Estado no tuvo los recursos ni la capacidad estratégica para impulsar la industria nacional, y los empresarios nacionales, siempre dependientes del propio Estado, no tuvieron la visión ni la grandeza necesarias (con notables y gigantescas excepciones, como Carlos Slim y Lorenzo Zambrano) y, por el contrario, la oportunidad de acceder sin trabas al mercado más grande del mundo, condujo a una especie de pereza mental y a considerar innecesario comprometerse con otros mercados.

          Por otra parte, la propuesta de Aguilar y Castañeda de asumir como política nacional la creación de un mercado común norteamericano es excesivamente inviable como para ser un eje articulador en la redefinición de la integración. Es patente que a EU no le interesa establecer este tipo de asociación con México, ni mucho menos crear, ni siquiera en el futuro mediato, una institución que se parezca a la Unión Europea, la cual estableció un pacto histórico que implicaba que los países más avanzados ayudaban a los más atrasados a alcanzar un piso mínimo de bienestar. En el caso de Estados Unidos esto es imposible, pues los norteamericanos no están dispuestos a crear un piso mínimo de bienestar ni siquiera al interior de su país, como queda claramente comprobado con las gigantescas dificultades que el presidente Obama ha enfrentado para lograr la aprobación parlamentaria de una reforma de salud que otorgaría una cobertura, no universal, pero sí más amplía, a su población, 30% de la cual carece de protección, para vergüenza de ese país. En la ideología norteamericana no existe un concepto de solidaridad social colectiva, pues el dominante ethos individualista carece de este valor. Si los ciudadanos estadunidenses activos no se solidarizan ni con sus propios ciudadanos pobres, es muy difícil pensar que sí lo harían con los mexicanos.

          La idea de una integración basada en principios de justicia social y de garantías democráticas es un principio programático a futuro. Pero a corto y mediano plazo, no ayuda. Como tampoco lo hace el llamar a los vecinos a que persigan al narco en México, como sugieren los autores en el tema de la seguridad, abriendo la puerta a una intervención mayor en asuntos internos.

          Por tanto, la clave de los cambios sólo puede estar en la política interna y, ante todo, en la reforma de las estructuras del Estado y en las relaciones entre el Estado y la sociedad, de tal forma que se fortalezcan los ahora precarios derechos de ciudadanía.

 
 
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