Por Germán Martínez Aceves
Los gatos ahí están, sigilosos, agazapados, observadores incansables del tiempo que pasa. Mudos testigos de lo que sucede en una casa, dueños del espacio, habitantes de la soledad, conocedores de todo lo que acontece en su territorio, inmutables ante las vidas azarosas y delirantes de los seres humanos con los que conviven.
Como la portada de Cuando los gatos esperan, las huellas gatunas en el piso de madera es el sello de una presencia que puede ser cierta o fantasmal y que se desvanece en el siguiente paso.
Así como Álvaro Lucero, el protagonista de la novela, abre la puerta de una casa para ingresar a la incertidumbre, la Editorial de la Universidad da acceso, como es habitual, a una escritora joven con la certeza de que da la bienvenida a un trabajo literario de valía.
Es el caso de la promotora cultural y escritora Adriana Ortega Calderón (Torreón, Coahuila, 1975) quien nos ofrece su ópera prima con una narración que poco a poco nos envuelve en el misterio y en el suspenso, contexto en que Álvaro Lucero transitará de la alegría y el encuentro con una nueva experiencia de vida hacia un proceso que va en declive vía el delirio, la angustia y la perplejidad.
La historia se ubica a finales del siglo XIX, Álvaro Lucero es un argentino bioquímico que parte de Buenos Aires a Francia para sumarse a una investigación en un laboratorio de Versalles. Después de viajar cinco semanas en barco, llega a la casa de la familia Berthier, con la que estableció correspondencia para recibir hospedaje y conocer la rutina básica de la cotidianidad de un hogar francés.
Entre añoranzas familiares y recuerdos de su amigo Andrés llega al puerto de Nantes Saint-Nazaire y se traslada en tren a Versalles, “mi nueva morada, nunca mi hogar”. Al llegar a Arcade la Ville 1946, la casa de los Berthier, se encuentra con la siguiente nota:
“Fuimos a pasar el fin de semana a París con la familia de Geneviéve. Estaremos de regreso en un par de días. Puede tomar la llave del llavero que se encuentra colgado a un lado de la campana. Hay comida en la alacena. Bienvenido, Álvaro”. Los únicos anfitriones que encuentra son tres gatos silenciosos que esperan, que deambulan por la casa. ¿Qué esperan?
Con el aire de la novedad, Álvaro Lucero recorre el barrio versallesco, ciudad que es un museo, que es una maqueta barroca viviente, que es una arquitectura deslumbrante impregnada de belleza, que es un jardín esculpido con preciosidad. Versalles, el lugar palaciego donde solo la realeza podía perder la cabeza, no un trabajador foráneo que llegó para hacer ciencia en un laboratorio.
No solo pasa el par de días, sino un par de semanas, de meses, de tiempo que parece transcurrir en un laberinto sin salida: la familia Berthier no regresa. Los únicos que acompañan a Álvaro y atisban por todos los rincones son los tres gatos, testigos de la espera.
Aunque el protagonista va al laboratorio, regresa a la casa y tiene esporádicos encuentros con gente del vecindario, su estado emocional se va transformando, pasa del asombro a la inquietud, del acoplamiento a un nuevo lugar al desconcierto, de la certeza a la confusión, del gusto a la angustia, hasta situarse en una caída emocional, en una rampa que termina en la desesperanza. Y los gatos, ahí están, viendo como Álvaro, en la soledad y la inseguridad, se transforma, como si la casa fuera su propio laboratorio que lo pone a prueba para ver hasta dónde resiste su delirio.
La confusión gira como un torbellino. Álvaro cruzó el mar en busca de una esperanza traducida en su aportación en la bioquímica. Un día despertó en un lugar lejano, llegó a una casa donde lo esperaba una familia y lo único que encontró fue tres gatos que con su espíritu felino casero lo condujeron a la decadencia, a la zozobra. Creyó llegar a un refugio y terminó encerrado en un muro.
El talento narrativo de Adriana Ortega nos lleva al suspenso, a la tensión, como en las buenas novelas que transitan los caminos del terror. ¿La familia Berthier existió? ¿El señor Philippe, su esposa Geneviéve y sus hijos ahí habitaban? ¿Álvaro los conoció y si fue así, simpatizaron? ¿Realmente se fueron a París o nunca salieron de la casa?
Solo los gatos guardan en su memoria felina lo que aconteció en esa casa que se habitó de fantasmas y locuras. Son pacientes, su parsimonia es lo único coherente mientras ellos, relamiéndose los bigotes, esperan.
Cuando los gatos esperan, de Adriana Ortega Calderón, es de la colección Ficción de la Editorial de la Universidad Veracruzana, 106 páginas, 2022. Para adquirir este libro consulta www.uv.mx/editorial/puntos-de-venta-11