Universidad Veracruzana

Blog de Lectores y Lecturas

Literatura, lectura, lectores, escritores famosos



El francés Jean-Marie Le Clézio, Nobel de Literatura

«Escribir no es sólo estar sentado en tu mesa contigo mismo, es escuchar el ruido del mundo», señala el escritor.

 

«Novelista de la ruptura, de la aventura poética y de la sensualidad extasiada, investigador de una humanidad fuera y debajo de la civilización reinante», así califica la Academia Sueca la obra del nuevo premio Nobel de Literatura, el francés Jean-Marie Le Clézio (Niza, 1940). En 45 años de oficio, Le Clézio, un gran viajero fascinado por los mundos primarios, ha escrito una cincuentena de libros cargados de una gran humanidad, señalan los medios franceses. «Como todos los premios literarios, [el Nobel] significa ganar tiempo, resurgir, tener más ganas de escribir», ha declarado en la radio France Inter Le Clézio antes de saberse premiado.

El autor considera que el galardón es «una respuesta» y señala que «escribe para ser leído y ser respondido». Le Clézio sonríe cuando se le insinúa que este premio le inscribirá con mayor presencia en la historia de la Literatura: «Todo eso es relativo, no hagamos de esto algo demasiado grande». En cuanto a su hipotético discurso de aceptación del premio, Le Clézio asegura que le gustaría que versara sobre las dificultades que tienen los jóvenes para que les publiquen, o las que tiene un autor que escribe en lengua criolla para traducir su pensamiento al francés y encontrar un editor fuera de su isla. «Por qué todo es tan difícil cuando uno vive lejos de un país grande, de un país con dinero», se preguntaba el Nobel minutos antes de saber que iba a ser premiado.

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Estrella errante

Por Guadalupe Loaeza

Para Tomás por sus seis años.

Querida mamá:

Hacía mucho tiempo que no te escribía, porque temía darte puras malas noticias. En otras palabras, no quería ni «hacerte desatinar» ni mucho menos «derramarte la bilis», dos expresiones que solías decir cada vez que te anunciaban algo desagradable. ¿Te acuerdas que acostumbrabas llamarme por teléfono muy tarde, para preguntarme: ¿Qué tienes de nuevo?; y si osaba decirte que nada, de inmediato me decías: ay, pues qué aburrida eres. ¿Cómo no lo sería, si a veces me llamabas a altísimas horas de la noche? Pero en esta ocasión, por fortuna, te tengo una supernoticia, una noticia que seguramente te dará muchísimo gusto. ¿A quién crees que le acaban de otorgar el Premio Nobel de Literatura? A Jean-Marie Le Clézio. Sí, tu maestro del IFAL. ¿Te das cuenta? Se lo dieron por ser «el escritor de la ruptura, de la aventura poética y del éxtasis sensual, el explorador de una humanidad más allá y por encima de la civilización reinante». Ya te imaginarás lo felices que nos pusimos todos mis hermanos y yo cuando nos enteramos por la televisión. De inmediato pensamos en ti, en el buen ojo que siempre tenías. ¿Te acuerdas cuando nos decías: Estoy segura que mi profesor va a llegar muy lejos. Es inteligentísimo. Es un hombre muy profundo y sensible? Entonces corría el año de 1967 y estabas preparándote para obtener el diploma de La Sorbonne. ¡Ah, cómo estudiabas, cómo batallabas con Les utopistes, o con los cursos de philosophie positive o mientras te aprendías de memoria el poema Les fleurs du mal de Baudelaire. Fue precisamente gracias a tu perseverancia y a la pasión por todo lo que tenía que ver con la cultura de Francia que en muy poco tiempo te convertiste en la mejor alumna de Le Clézio. De hecho eras su consentida. Además, lo invitabas constantemente a comer en la casa. Recuerdo una época en que venía, con su mujer, Mariana, por lo menos una vez por semana. Lo cual le caía como anillo al dedo, ya que justo en esa época, como dijo Jean Meyer (él también te quiere muchísimo) en una entrevista: «El siempre ha sido un hombre independiente, sin plaza en ningún lado, de tal manera que durante muchos años se las vio negras (en la época en que vivía en México) cuando andaba de pantalón de mezclilla y huaraches, no era una pose jipiosa es que no tenía dinero». Ahora me explico todo, por eso cuando venía a comer, dejaba el plato siempre limpio, especialmente, cuando le hacías disfrutar tus salsas de cacahuate, de pasitas o de pepita. Te confieso que de todos, todos tus maestros del IFAL que invitabas a nuestra mesa, el que más me gustaba, de lejos, era Le Clézio. ¡Qué bárbaro, me parecía guapísimo! Lo recuerdo como un joven sumamente tímido y de muy pocas palabras. ¿Sabías que para entonces ya había ganado en 1963 el Prix Renaudot, por su libro Le Procés-verbal, el cual, se asemeja mucho, estéticamente hablando al L’Etranger de Albert Camus? ¿Verdad que era de una sencillez apabullante? ¿Quién nos iba a decir que ese muchacho de 27 años, que se ponía rojo como un tomate cada que alguien le dirigía la palabra, se convertiría en el Premio Nobel de Literatura? ¿Verdad que jamás nos contó que lo habían expulsado de Tailandia, donde había ido a hacer su servicio militar como coopérant, por el hecho de haber denunciado la prostitución infantil? ¿Verdad que jamás nos comentó que a los 7 años escribió un libro dedicado al mar? ¿Verdad que no sabías que Jean-Marie era originario de una familia bretona, emigrante de la isla Mauricio desde siglo XVIII y que su papá era médico militar que había ejercido en Nigeria durante la Segunda Guerra Mundial? ¿Sabías que hablaba maya y náhuatl? No, nunca hablaba de sí mismo.

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Y el libro se hizo móvil

Las novelas descargadas en el teléfono saltan al papel en Japón – 25 millones han leído en pantalla ‘Koizora’, el último ‘boom’ – el fenómeno es lento en Europa, pero ¿estamos en puertas de una revolución?

Por María Ovelar

La novela ha encontrado una forma nueva de vida en la era tecnológica. En Tokio, en la línea Ginza de metro, una mujer pulsa entusiasmada las teclas de su móvil. La pantalla del dispositivo es enorme -sobre todo si se compara con una europea-, y en el vagón reina un silencio total. No está escribiendo un SMS especialmente largo. Está redactando una novela. En Japón, más de 25 millones de personas han devorado el libro electrónico titulado Koizora (literalmente, Cielo de amor) en las pantallas de sus móviles. Koizora es una historia romántica escrita por una joven nipona cuyo nombre real se mantiene en el anonimato y que ha elegido llamarse igual que la protagonista del libro celular: Mika.

En Japón no se trata de un fenómeno nuevo. Los nipones suelen enloquecer con relatos que se descargan y se leen en terminales móviles desde el año 2000, cuando nació Mahou no iRando, una web con una idea que en un principio a muchos pudo parecer peregrina: crear un software para colgar en la Red novelas en construcción a través del teléfono.

Una estrategia nada casual si se tiene en cuenta que en Japón el 75% de los usuarios de móviles emplea su dispositivo para navegar por Internet, según un estudio del Wireless Watch Japan. La web Mahou no iRando, que permite a todos los cibernautas comentar las obras de otros usuarios, atrajo la atención de una sociedad que utiliza el móvil para todo: «Los japoneses lo usan para atender llamadas, para navegar por la Red, escuchar música, hacer fotos, grabar vídeos, jugar a videojuegos, aprender inglés, como monedero electrónico… Hasta reciben alertas en caso de terremoto», cuenta Ana M. Goy Yamamoto, doctora en Economía y Gestión Empresarial de Japón de la Universidad Autónoma de Madrid. El hábito de lectura en el suburbano responde también a una prohibición: en Japón no está permitido hablar por el móvil en el metro, así que el silencio invita a sumergirse en las historias que se narran en la pantalla.

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Cuota de piso

Por Diego Ruiz

El día en que tuve que pagarle mi cuota de piso a la Ciudad de la Furia fue un sábado nublado en vísperas del Año Nuevo judío, me lo dijo mi vecino sefardí, que iba rumbo a la celebración, en la sinagoga que está cruzando la calle. Empieza hoy lunes –me deslizó apurado–, con la primera estrella de la noche, el año 5,796. Tanto tiempo de peregrinar y siguen esperando al profeta.

Pero aquel día era sábado, y alrededor del mediodía me encontré en el andén de Tacubaya, esperando la línea que va a Pantitlán. La rosa, no la café. Era la rosa. Después de más de un mes de utilizar mis piernas y el metro como transportes principales, los adoquines de Polanco se volvieron un lugar común y los vagones naranjas que hace Bombardier, un escenario habitual en mi transcurrir cotidiano. Si no fuera por el hecho de que es humanamente imposible, casi los consideraría cómodos. Por eso, en aquel momento no reparé concienzudamente, en que me encontraba en uno de los campos de batalla más grandes del mundo, a veces discreto en sus tensiones, a veces escandaloso. Y como quien camina por una vereda conocida, avancé hacia el vagón que frente a mi abría sus puertas. No había tanta gente como en un viernes a las siete de la noche, por eso me extrañó la marabunta que súbitamente me empujó en todos sentidos y desde todas direcciones. Antes de que ese tropel acudiera a mi desde algún lugar invisible, mis pensamientos se hallaban lejos del Sistema de Transporte Colectivo, no sé bien donde, acaso lejos también de estas calles, de esta ciudad. Por eso tardé unos minutos en comprender qué sucedía, y mientras tanto la confusión me gobernó. Algunos segundos después de ser casi atropellado, esas personas que me rodearon por los flancos, y evidentemente, por mi punto ciego (¿Qué tal la paradoja?), desaparecieron permitiéndome el paso franco al interior del vagón. Mientras yo lidiaba con mi desconcierto, el vagón cerró sus puertas y el tren avanzó. Acababa de ingresar al túnel y entonces lo comprendí todo; mi estrecho campo de visión sobre lo que sucedía y los empujones me impidieron hacerlo antes. Llevé mi mano a la bolsa trasera derecha de mi pantalón y la encontré vacía. Con un arte depurado me dejaron sin cartera y así, pagué mi cuota de provinciano.

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Almuerzo con… Alberto Manguel

Por Javier Rodríguez Marcos

«El conocimiento es como el Everest: hay que escalarlo»

El restaurante no abre hasta las 13.30 y Alberto Manguel señala un banco de la calle: «¿Nos sentamos aquí a charlar?». Argentino de nacimiento, canadiense de nacionalidad y residente en Francia, Manguel, de 60 años, almuerza temprano pero se adapta a las costumbres de los países en los que ha vivido. En 1968 pasó un tiempo en España. Llegó sin un céntimo y le tocó comer «lo que podía y cuando podía». Lentejas sobre todo, «baratas y buenísimas». En América había dejado la universidad y un trabajo en una librería en la que había conocido a Borges, para el que ejerció como lector cuando el escritor se quedó ciego.

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Macarena Gelman «Fui un regalo robado»

Cuando los militares fueron a casa del poeta Juan Gelman, él estaba exiliado. Se llevaron a su hijo y a su nuera, embarazada de una niña que entregaron a otra pareja. A los 23 años, esa niña supo quién era. Ahora busca la verdad de las dictaduras del Cono Sur.

Por Gabriela Cañas

Macarena nació por segunda vez cuando tenía 23 años. La plácida y apolítica vida que llevaba en su Montevideo natal se trastocó por completo cuando su madre le confesó que no era hija suya y ella descubrió que era una niña robada; arrancada de los brazos de unos padres secuestrados, torturados y asesinados por la dictadura argentina, y entregada a quien ella creía que era su padre: un policía uruguayo. A Macarena aquella noticia le cambió la conciencia y la vida. A partir de entonces, supo de tormentos y de desapariciones, de horrores y complots represores, y supo también que ella era un producto de todo eso. Descubrió que su abuelo llevaba años buscándola y que se llamaba Juan Gelman. Corrió a Internet y así fue como aprendió que era un poeta, un poeta muy importante, argentino también, como sus verdaderos padres, que vivía y sigue viviendo autoexiliado en México y que desde allí reclamaba el derecho a recuperar a esa nieta de cuya infancia nunca pudo disfrutar.

Macarena pleiteó para cambiarse el apellido. Ahora lleva los apellidos Gelman García, como su auténtico padre, como su auténtica madre, aunque mantuvo su nombre de pila, el que le impuso su devota madre adoptiva, porque los Gelman tienen ascendencia sevillana.

Busca los restos de su madre y apoya públicamente en su país la lucha por la derogación de la Ley de Caducidad por considerar que da cobertura legal a la impunidad. Incluso ha asistido al intento fallido de desenterrar el cadáver de su madre en un lugar que resultó equivocado. Contar su historia se ha convertido para ella en una herramienta para abrirse paso en la espesura de los silencios cómplices.

Cenamos juntas en un céntrico hotel de Montevideo, al que llega con vaqueros, camisa sencilla y jersey. Es un atuendo parco y sencillo, difícil de recordar, como si reclamara para sí misma una vulgaridad de la que definitivamente carece. De los jovencísimos padres que nunca conoció habla con ternura y, a veces, en presente.

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¿Leer sirve para algo bueno?

¿Son menos corruptos, despóticos, coléricos o violentos quienes leen? La lectura tiene una utilidad sensorial y una utilidad práctica, pero tal vez no tenga ninguna utilidad ética, que es la que más se pregona.

Por Luisgé Martín

La ópera ha sido considerada siempre el espectáculo artístico más completo y refinado. Aúna música, literatura y teatro. Para disfrutarla hay que ser una persona cultivada y tener educadas todas las capacidades estéticas. Es necesario, además, poseer una sensibilidad especial. Podríamos decir, por lo tanto, que los amantes de la ópera forman parte de un linaje extraordinario. De una quintaesencia humana. En febrero de 2001, sin embargo, los socios del Círculo del Liceo de Barcelona -quintaesencia de la quintaesencia- decidieron rechazar el ingreso en el club operístico de las diez mujeres que, después de siglo y medio de absoluta hegemonía masculina abolida en unos nuevos estatutos, habían solicitado la admisión. Entre esas mujeres -por si alguien duda de sus méritos- estaba Montserrat Caballé. Es decir, los seres más sensibles, los que se conmovían hasta el retorcimiento del alma con la música de Verdi, con la voz doliente de María Callas o con las quejas de amor de Madame Butterfly, se comportaban en la vida real como gañanes de taberna.

Este suceso, excesivo y paradigmático, es un exordio vistoso, pero resulta fácil encontrar diariamente muchos otros ejemplos que nos obligan a plantearnos si la cultura contribuye a iluminar las ideas o si, por el contrario, sirve sólo para empachar las mentes y emponzoñar los ánimos. Uno de nuestros novelistas jóvenes más eximios, a quien se le debió de aparecer una virgen en algún camino de Damasco, como a Fernando Arrabal, escribe cada semana en los periódicos sesudos y floridos artículos en los que igual pone en cuestión la teoría de la evolución -«siempre me ha llamado la atención la rotundidad con que se suele negar la intervención del misterio cuando se trata de explicar el origen del hombre; pero lo cierto es que, si existe un momento en la historia del universo en que parece más que probable la intervención del misterio, es precisamente el momento en que el hombre irrumpe en el mundo» – que describe con extraño discernimiento las sociedades modernas -«matrimonios deshechos porque sí a velocidad exprés, hogares desbaratados con el menor pretexto o sin pretexto alguno, hijos desparramados y convertidos en carne de psiquiatra, abortos a mansalva, nuevas fórmulas combinatorias humanas negadas a la transmisión de la vida, etcétera»-. A algunos otros escritores, no menos eximios, les vemos participar en tertulias televisivas diciendo disparates y simplezas que sólo mejoran las de los invitados de Salsa rosa en el rigor de la gramática y en la riqueza del vocabulario. Y aquellos a los que no se les ha aparecido ninguna virgen ni han sido invitados a ninguna tertulia no pueden tirar tampoco la primera piedra. En el sector editorial y en el mundo literario -un castillo de hombres cultos, de cultivadores de ese gran bien espiritual que es la lectura- se encuentra la mayor concentración de individuos biliosos, marrulleros, hipócritas, envanecidos, desequilibrados y tortuosos que conozco. Incluyéndome, por supuesto, a mí mismo.

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La trastienda de un ¿canon?

Cristóbal Ramírez

Hasta las cosas más sencillas dan quebraderos de cabeza. Veamos. El verano es tiempo de lecturas. ¿Pero qué elegir entre clásicos, novedades y títulos que crían polvo en las estanterías de casa? Gran pregunta. El País Semanal se lo cuestionó hace poco más de un mes. Y se puso manos a la obra: recabar la opinión de 100 escritores de habla hispana para que recomendaran los 10 títulos que más huella les han dejado. Y además, ordenados como en un ranking: 10 puntos para el primero hasta llegar a un punto para el último. El remate. Puso en el disparadero a más de uno.

Una tarea como otra cualquiera, podría parecer. Incorrecto. Ir detrás de 100 autores en julio es más difícil de lo que parece. La mayoría aceptó el reto encantados de la vida; otros, a regañadientes, porque el miedo a no ser precisos les atenazaba. Un porcentaje muy bajo se negó en rotundo: que no, porque la literatura no entiende de cánones ni modas. Vale, sólo era una propuesta.

¿Y qué criterio para todo esto? Ninguno. O todos. O los propios de cada uno. La idea era que cada escritor se sintiera libre para seleccionar los 10 volúmenes que le han amasado el cerebro.

He aquí una muestra de criterios. Antonio Gamoneda eligió los textos que rondaban por su casa cuando la guerra. Ana Rossetti se decidió por los que le descubrieron “el placer de la lectura”. Y subrayó: “Todo lo demás es presunción». A Félix de Azúa le calaron de pequeño la guía de teléfonos de Barcelona y el Diccionario Espasa-Calpe. La cubana Wendy Guerra aporta las “cosas prohibidas» que le prestaba “una mano amiga». Javier Cercas es irrebatible: «Libros leídos en torno a los 20 años, que es cuando con más ímpetu te cambian la vida».

Hay más de lo que podrá caber en esta página. Alejandro Zambra se permite una rebeldía: todos los textos que vota son de Georges Perec. Es que le descubrió una nueva sensibilidad, arguye. Y está el gran Francisco Ayala, que opta por una sola obra. Le da 10 puntos al Quijote. Los únicos puntos. Como si el resto de la literatura no tuviera sentido: “Lo leí de niño, lo leí de adulto, lo leí de viejo, lo leo de centenario. Es un libro perpetuo para mí, renovado siempre. Y he tratado de encajar mi obra literaria con el Quijote, no sé si usted se ha dado cuenta».

También hubo espera. Esto había que meditarlo, escoger, anotar, repensar, descartar, borrar … Todos los autores se tomaron su tiempo. Unos más que otros. Santiago Roncagliolo y Ray Loriga los tenían en la mente, en reposo. Sólo hizo falta vomitarlos. Venga, ya, en un minuto, de un tirón. Kirmen Uribe se reía con la ocurrencia de El País Semanal. Y contestaba a toro pasado: “yo lo he hecho intuitivamente, como un entrenador que elige a los cinco que van a tirar los penaltis». No fue lo normal. Algún que otro indeciso, víctima de temor súbito, se arrepintió en el último momento y quiso cambiar algún libro. Demasiado tarde.

Con los 1.000 títulos en la mano, tocaba el recuento. Ordenar, sumar, repasar. Pero había obras que empataban. Ante eso, la pauta es la siguiente: gana el que haya obtenido más dieces, o en su defecto, más nueves. O más ochos … Y si hay coincidencia absoluta de puntuación, la pauta es el orden alfabético del autor escogido. Entre tanta letra impresa, tantas páginas evocadas y tantos universos mezclados, hasta las operaciones aritméticas mutan. Aquí y ahora, 100 x 10 es igual a infinito.

Listado de los primeros 25 titulos

Listado de los segundos 25 titulos

Listado de los terceros 25 titulos

Listado de los últimos 25 titulos



Carlos Monsiváis: El gran murmurador

Por Luis González de Alba

Extraño caso el de Carlos Monsiváis: es uno de los autores más presentes de la literatura mexicana y, sin embargo, su figura es elusiva. ¿Quién es Monsiváis más allá del mito que él mismo ha fomentado? ¿Cuáles son sus contribuciones objetivas a la democracia y cuáles sus tropiezos? ¿Dónde descansa lo mejor de su obra? Álvaro Enrigue y Luis González de Alba visitan el agitado mundo Monsiváis.

El de la voz declara:

Que nunca le ha entendido a Carlos Monsiváis, ni cuando habla ni cuando escribe. Cuando habla, por problemas de fonética; cuando escribe, por su prosa pétrea, plúmbea, difícil de desembrollar; y que, cuando uno se toma esos trabajos, descubre que no valía la pena: no era sino otra cuchufleta muy alambicada.

Que siempre ha intentado leerlo, puntualmente y sin falta. Ha comenzado casi todos sus libros, y sus artículos también. No los termina porque lo derrota la creciente convicción de que toda esa retorcida sintaxis no es producto irremediable de dificultades conceptuales y sólo conduce a la gris planicie de otro chistorete. Es decir, el apuro del lector no proviene de la materia; no es que, digamos, trate uno de desentrañar un artículo de Feynman sobre el positrón o, ya de perdida, uno de Lacan o de esos franceses pesaditos tan alabados en universidades de Nueva York. No: el problema es que, una vez cumplido el arduo análisis, resultan escopetazos contra moscas o contra lobos ya muertos.

Que lleva casi cuarenta años tratando de desentrañar el significado de los siguientes párrafos en los textos más celebrados del Cronista: “La manifestación sería democrática. Tal era el carácter del Movimiento Estudiantil y todo se ajustaba a ese designio”. ¿A cuál designio? ¿Cómo es democrático un hecho que no comenzó a existir sino con esa manifestación, la encabezada por el rector de la UNAM? Otro más: “Unos días antes, el 22 de julio, dos pandillas, los Ciudadelos y los Arañas, obligaron al encuentro de estudiantes de las Vocacionales 2 y 5 con alumnos de la Preparatoria Particular ‘Isaac Ochoterena’. Al día siguiente el pleito continúa…” ¿Cuál pleito? ¿No era un encuentro de estudiantes?

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El viaje del elefante – Fragmento

Por José Saramago

No sopla viento, sin embargo la niebla parece moverse en lentos torbellinos como si el propio bóreas en persona, la estuviera soplando desde el más recóndito norte y desde los hielos eternos. Lo que no está bien, lo confesamos, es que, en situación tan delicada como ésta, alguien venga y se ponga a sacarle lustre a la prosa para añadirle algunos reflejos poéticos sin asomo de originalidad. A esta hora los compañeros de la caravana ya han notado la falta del ausente, dos se han declarado voluntarios para retroceder y salvar al desdichado naufrago, y eso sería muy de agradecer si no fuese por la fama de poltrón que le quedaría para el resto de su vida, Imagínense, diría la voz pública, el tipo allí sentado, esperando que apareciese alguien a salvarlo, hay gente que no tiene ninguna vergüenza. Es verdad que estuvo sentado, pero ahora ya se ha puesto en pie y ha dado valientemente el primer paso, la pierna derecha primero, para exorcizar los maleficios del destino y de sus poderosos aliados, la suerte y la casualidad, la pierna izquierda de repente dubitativa, y no era caso para menos, pues el suelo ha dejado de verse, como si una nueva marea de niebla hubiese comenzado a subir. Al tercer paso ya no consigue ver ni siquiera sus propias manos extendidas hacia delante, como para proteger la nariz del choque contra una puerta inesperada. Fue entonces cuando se le presentó otra idea, la de que el camino tuviera curvas a un lado y a otro, y que el rumbo adoptado, una línea que no sólo quería ser recta, una línea que también quería mantenerse constante en esa dirección, acabara conduciéndolo a páramos donde la perdición de su ser, tanto la del alma como la del cuerpo, estaría asegurada, en el último caso con consecuencias inmediatas. Y todo esto, oh suerte malvada, sin un perro para enjugarle las lágrimas cuando el gran momento llegase. Todavía pensó en volver atrás, pedir abrigo en la aldea hasta que el banco de niebla se deshiciera por sí mismo, pero, perdido el sentido de orientación, confundidos los puntos cardinales como si estuviese en un espacio exterior del que nada supiera, no encontró mejor respuesta que sentarse otra vez en el suelo y esperar que el destino, la casualidad, la suerte, cualquiera de ellos o todos juntos, trajeran a los abnegados voluntarios hasta el minúsculo palmo de tierra en que se encontraba, como una isla en el mar océano, sin comunicaciones. Con más propiedad, una aguja en un pajar.

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