Universidad Veracruzana

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Carlos Monsiváis: El gran murmurador

Por Luis González de Alba

Extraño caso el de Carlos Monsiváis: es uno de los autores más presentes de la literatura mexicana y, sin embargo, su figura es elusiva. ¿Quién es Monsiváis más allá del mito que él mismo ha fomentado? ¿Cuáles son sus contribuciones objetivas a la democracia y cuáles sus tropiezos? ¿Dónde descansa lo mejor de su obra? Álvaro Enrigue y Luis González de Alba visitan el agitado mundo Monsiváis.

El de la voz declara:

Que nunca le ha entendido a Carlos Monsiváis, ni cuando habla ni cuando escribe. Cuando habla, por problemas de fonética; cuando escribe, por su prosa pétrea, plúmbea, difícil de desembrollar; y que, cuando uno se toma esos trabajos, descubre que no valía la pena: no era sino otra cuchufleta muy alambicada.

Que siempre ha intentado leerlo, puntualmente y sin falta. Ha comenzado casi todos sus libros, y sus artículos también. No los termina porque lo derrota la creciente convicción de que toda esa retorcida sintaxis no es producto irremediable de dificultades conceptuales y sólo conduce a la gris planicie de otro chistorete. Es decir, el apuro del lector no proviene de la materia; no es que, digamos, trate uno de desentrañar un artículo de Feynman sobre el positrón o, ya de perdida, uno de Lacan o de esos franceses pesaditos tan alabados en universidades de Nueva York. No: el problema es que, una vez cumplido el arduo análisis, resultan escopetazos contra moscas o contra lobos ya muertos.

Que lleva casi cuarenta años tratando de desentrañar el significado de los siguientes párrafos en los textos más celebrados del Cronista: “La manifestación sería democrática. Tal era el carácter del Movimiento Estudiantil y todo se ajustaba a ese designio”. ¿A cuál designio? ¿Cómo es democrático un hecho que no comenzó a existir sino con esa manifestación, la encabezada por el rector de la UNAM? Otro más: “Unos días antes, el 22 de julio, dos pandillas, los Ciudadelos y los Arañas, obligaron al encuentro de estudiantes de las Vocacionales 2 y 5 con alumnos de la Preparatoria Particular ‘Isaac Ochoterena’. Al día siguiente el pleito continúa…” ¿Cuál pleito? ¿No era un encuentro de estudiantes?

Su celebérrima crónica sobre la manifestación silenciosa en septiembre de 1968 está construida de ladrillos como este: “Porque llega el tiempo en que el cúmulo de las situaciones vividas, de tan extremo y de tan recordado, deja de proyectarse ante nuestros ojos como película o como desvarío y abdica de su calidad episódica para mostrarse como nuestra carne y nuestra sustancia, inflexión de la voz y titubeo en el andar.” Dejemos de preguntarnos qué es la “falsa altanería” que el Cronista atribuye al latinoamericano frente a la Historia, y atendamos lo siguiente: “Carne y sangre de nuestro conocimiento…” Y aún mejor: “El reacomodo del país ha decretado la suspensión de la credulidad ante el prestigio de un currículum vitae, ha obtenido la extinción del concepto ‘vida ejemplar’.” No, no lo vuelva a leer; espere a 2048 y pregunte a sus biznietos: quizá las supercomputadoras cuánticas tengan la respuesta.

Las frases anteriores fueron escritas en 1968 y reunidas en un libro de 1971. Esta –“Por cortesía de la Naturaleza, en 1955 se trastorna el uso del espacio público en 1985, luego del terremoto del 19 de septiembre”– es del domingo 25 de abril de 2008… y es idéntica a las anteriores. Como dijo Napoleón ante las pirámides: ¡Oh, lectores, cuarenta años os contemplan! Pero más secretos han soltado las pirámides que esta prosa. Veamos: ¿en 1955 se trastornó el uso del espacio público en 1985? No es que esté en desacuerdo, es que sencillamente lo he leído 27 veces e ignoro qué dice.

Ocurre lo mismo párrafos después, mismo texto, misma fecha: “1988 es también el fin de la idea que sitúa lo público nada más en espacios físicos, donde se vuelve un comentario entusiasta o agreste de lo privado, en la prensa, la radio, la televisión.”

El de la voz declara y aclara:

Por esta elemental causa: incapacidad para entender, esta nota no es un intento de analizar la Obra, sino un somero asomo al personaje llamado Carlos Monsiváis, a su presencia como opinante y a los resortes de su poder. Porque, ¡ah, sí!, despliega un poder, de eso no hay duda. El lopezobradorismo lo supo desde un principio y sobre Monsiváis montó el atractivo que deslumbró a buena parte de la República de las Letras.

No fueron las letras propias sino su temprana voracidad por la lectura, admirable, aunada a los muchos gigas del disco duro en que almacena esa información, lo que dio al joven Monsiváis sus primeros éxitos. Eso y su gran habilidad para arrancar la risa del público, su dominio de un humor que no se atreve a dar el nombre del objeto burlado y, sobre todo, su habilidad para ser oportuno: se burla de quien se espera que haga burla y elogia a quien se espera que elogie. Ambos géneros los despliega con innegable talento.

De la Obra no hay mucho qué decir: cada nuevo libro recoge artículos ya publicados, y con cada decenio el esquema humorístico ha venido mostrando, con la repetición ad náuseam, su sencilla estructura: elegir un personaje indefendible y elaborar una ocurrencia a sus costillas. Si el objeto del humor es ya una piltrafa, la burla se hace en un lenguaje comprensible para todos; si aún tiene poder, el humorista habla desde su trípode y cada quien entiende lo que desea, o nada, pero nadie lo admite para no pasar por tonto. Los ropajes para disimular que la misma estructura jocosa se repite década tras década parecen brillantes a quienes comienzan a leerlo. Pero el dispositivo es el mismo y produce un ingenio que sólo hace reír a los veinteañeros de hoy.

Tomemos un ejemplo arquetípico: “Amor perdido”. En su libro homónimo usa la letra de esta canción como epígrafe pero, en vez de emplear sencillamente ese sustantivo, escribe: “En tus manos encomiendo el epígrafe.” Sí, donde Jesús dijo “mi espíritu”. Pero, ¿sigue un análisis del cristianismo y sus persecuciones? No: eso lo enemistaría con mucha gente. Dedica páginas lo mismo a José Revueltas que a Raúl Velasco, destruye a Fidel Velázquez y ofrenda en el altar de Irma Serrano parrafadas que pueden leerse como una exaltación de la amante del presidente Gustavo Díaz Ordaz, o como criptoguasas que la señora no entenderá: “And back again: Irma Serrano es un escándalo, como el apagarse de las conversaciones o el vaso que estalla a la mitad del tedio silencioso…”

Poco importa si usted no entiende; importa, y mucho, que la futura senadora del PRD tampoco haya entendido, para suerte de Monsiváis, que no debió salir huyendo del país, como en la ocasión en que el presidente Echeverría le hizo saber que sí había entendido, y muy bien… Pero la enriquecida amante de Díaz Ordaz no sólo es un “vaso que estalla”, también puede ser (y tome aire para llegar al final): “el aplauso que interrumpe una función que todavía no da comienzo o la injuria autofestejada que revive una celebración de bodas de oro que no emite ninguno de los dos cónyuges ni el amante despechado que aguardó en la oscuridad cincuenta años, sino el hijo mayor harto de tanta fidelidad y cariño, así de inopinado y de previsible el asunto”. Por desgracia, ya se nos murió Roland Barthes para hacer el análisis semioticoestructuralsintáctico de eso.

Pero luego, puesto que en el texto arriba citado aparece ex nihilo un hijo mayor no nacido, el autor se autoflagela y continúa: “¡Qué anacronismo, Mio Cid! Apriesa cantan los gallos et quieren quebrar auroras.” ¿What con los gallos? ¿Y la denuncia de cómo hizo su riqueza esta mujer, de cómo obtuvo un teatro para ella sola, y la reflexión sobre si es verdad o mito urbano que se robó hasta la mesa de billar de Maximiliano, expuesta durante un siglo en Chapultepec?

Repita quien pueda hacerlo ese párrafo decenas de miles de veces y allí tenemos la Obra: un yermo de genuflexiones ante personajes intachables o de bromas que los aludidos, si aún conservan poder, no entienden o que todos entienden si ya los burlados están en la basura.

El de la voz sigue declarando que nunca jamás le ha leído una opinión atrevida. Ni sobre política ni sobre tema alguno, ni siquiera el trillado de la sexualidad, aunque sus acólitos le balanceen incensarios como defensor de las minorías. El de la voz declara que se ha perdido de todas esas defensas y no supo de su prístina oportunidad ni del valiente combate. Pero, en cambio, siempre lo ha visto treparse al barco de la unanimidad cuando ya lo obvio es abrumadoramente obvio. Monsiváis detectó las abominaciones del castrismo en Cuba unos… treinta años después que Octavio Paz. Si hoy se le pregunta por el Muro de Berlín saca la piqueta y lo demuele… (¡Duro, duro, duro!, clama su coro afiebrado.) Su mayor atrevimiento fue insinuar a su íntimo López Obrador que la ocupación del Paseo de la Reforma era un error porque le restaba simpatías (no porque fuera un acto ilegal, contrario a toda convivencia ciudadana e indigno de un demócrata). El ligero pellizco, a quien no soporta ni eso, le costó que no lo volvieran a invitar al Zócalo. Pero no tuvo objeción cuando, en uno de los mítines de este, debió hablar con un humillante retrato del padrecito Stalin como telón de fondo. ¿Alguien le oyó exclamar que no tomaría la palabra si la imagen del asesino de decenas de millones no era bajada de la tribuna? Farfulló alguna gracejada que no entendió ni Jesusa, mucho menos López.

Que el de la voz le ha oído en privado opiniones no sólo atrevidas sino tremebundas contra personajes intocables. Pero nunca jamás ha encontrado ni sombra de esa alevosía privada en uno de sus escritos públicos sobre El Famoso en cuestión. Es el Gran Murmurador.

El poder de Monsiváis:

La pregunta es irremediable: ¿y de dónde procede ese enorme poder que exhibe Monsiváis? De dos elementos. Uno es su inmensa red de informantes. Carlos llama de las ocho de la mañana en adelante y retiene todo en una memoria elefantuna, disco duro de varios gigas, admirable: memoriza desde el nombre del novelista del siglo XIX nunca citado, hasta el del último bar gay abierto en Tijuana, por quién y con qué medios; qué baños debe uno evitar en Chilpancingo o cuántas películas hizo María Antonieta Pons; qué le respondió María Félix en cierta ocasión a Novo; cuál es el novelista sudafricano en ascenso y cuál poeta holandés ya nadie lee; los nombres de toda la Familia Burrón y el número en que Borola pone un orfanato y en vez de leche da agua con cal a los huérfanos; cuál cuento de Maupassant se parece a uno de Poe y dónde vivió Lizardi; la letra de Cenizaso; cuál es el estanquillo más viejo de Tlalpan, etc. Es una máquina traganombres, un fichero andante, una enciclopedia de la trivia y una presencia en cualquier lugar donde alguien comience a sonar, ya sea una Gloria Trevi adolescente o el último ganador de los Juegos Florales de Macuspana.

El otro elemento es el terror: el terror que ese alud de información produce. Nadie tendrá un premio contra la opinión de Monsiváis porque él conocerá a todos los miembros del jurado y a cada uno y una le sabrá el cómo y el qué. Conoce a todos los dueños de las editoriales, o los bares, y logra que algunos, o algunas, no logren prescindir de él. “¿Le vas a dar el Alfaguara a alguien cuya…?”, y aquí viene El Dato que desinfla la candidatura.

Entre mis vergüenzas está la de haber sido fundador del sindicalismo universitario, del PRD y de La Jornada, diario del que fui, además, copropietario, accionista. Con todo y eso, dos veces recibió Carmen Lira la exigencia fulminante de Monsiváis: “¡O Luis o yo!”

Lira resistió la primera andanada porque no era directora sino en ausencia de Carlos Payán. No le había gustado a Monsiváis mi artículo “La fiesta y la tragedia”, en Nexos, a propósito de los 25 años del 68. Se dedicó a hacer mofa y caricatura de mi opinión, siempre al sesgo, como acostumbra: “Hay quién anda diciendo…” Ni nombre ni apellido. Lo paró Octavio Paz con un artículo en Proceso donde me señalaba como el único en la izquierda que había visto el aspecto festivo y carnavalesco del 68. Que fue la causa de su amplitud como movimiento social, y no la férrea lucha por liberar a Valentín Campa, cuyo nombre nadie conocía entre aquellas multitudes de agosto y septiembre del 68.

La segunda andanada le llegó a Lira siendo ya directora. De nuevo fue a causa de un artículo mío: aquel donde le pedí a Elena Poniatowska la revisión de su libro más famoso, La noche de Tlatelolco. Revisión que finalmente hizo y su libro ganó como fuente de información fidedigna. Esa vez la directora no resistió y me echaron de mi diario, donde me gustaba estar, aun a contrapelo, porque tenía un público por convencer, no uno de convencidos: llenaba la sección de cartas… en mi contra. Eso muy a pesar de las matutinas llamadas: “No le escriban, eso es lo que le gusta.”

Dije antes que el poder le viene a Monsiváis de su inmensa red de informantes y, claro, del uso que hace, o podría hacer, de esa información. Pero, ¿y de dónde le viene esa red? El caso de las mujeres no lo entiendo, pero sé que en el de los hombres sigue siempre el mismo derrotero: la Joven Promesa de Ensenada lo conoce al término de una conferencia en Hermosillo. Recibe atenciones inesperadas del Muy Famoso y pronto se vanagloria de ser visto con la Superestrella en el bar, saliendo del cine, entrando al coctel con que se inaugura una exposición. La Joven Promesa se derrite. Cuando su tiempo pasa (porque, hélas!, pasa), continúa una amistad con Monsiváis y, sin saber lo que hace, dice dónde, cómo y cuándo estuvo Fulanito o cómo Menganito terminó con su pareja erótica y abrió un bar en Piedras Negras o en Campeche porque el alcalde o el tesorero bla, bla, bla: una red de relaciones que algo tiene de masonería. A veces la Joven Promesa no cuaja, pero logra trabajo como corrector de pruebas gracias a un telefonazo de su amigo Monsiváis a la persona adecuada. Otras, al menos ve publicado su poema neovisceral en la esquina inferior izquierda de un suplemento, lo recorta y enmarca. Jamás dejará de atender llamadas y responder preguntas de su amigo. Y la red crece. Y con ella, la información. El tema bien vale una novela.

Una muestra de esa habilidad monsivaisiana me deja mal parado, pero la cuento a guisa de ejemplo. Yo era el único de los dirigentes del 68 que había escrito una narración de aquellos días gozosos; luego de la cárcel, el exilio; tras el exilio, el regreso, las invitaciones a escribir, a participar en mesas de análisis. En fin, todo lo que he derribado con pico y marro a partir de mi antimarquismo (cuando todos, encabezados por Monsiváis, peregrinaban a ofrendar sus libros al subcomandante Marcos y hoy no lo hacen ni en el mundo) y mi posterior antiamlismo feroz al ver que López Obrador desempolvaba, como de izquierda, fracasadas tesis de Echeverría. Denuncia, esta, que todavía espera su oportunidad en el tintero de Monsiváis: ya lo dirá cuando López sea un mal recuerdo.

Yo era, pues, un joven héroe de la izquierda. Entonces me invitó Monsiváis a formar parte del consejo de redacción de La cultura en México, suplemento del que él era director. Acepté agradecido. A las pocas semanas constaté con estupor la súbita frialdad de algunos personajes de la cultura en el DF. Nadie me lo cree, pero soy socialmente tímido y despistado en cuanto a información de los medios intelectuales. Supe, demasiado tarde, que aquellos témpanos helados eran el consejo de redacción que le había renunciado a Monsiváis acusándolo de reformista, colaboracionista y otras culpas imperdonables para el espíritu guerrillero de la época. No vi la renuncia ni supe que se gestaba. Y, claro, mi nombre (el de entonces) era un “miren, pendejos, la falta que me hacen”. Y yo, nada menos que quien había esquiroleado a los insurrectos.

Cuando pregunté mis obligaciones como nuevo miembro del consejo, supe que se limitaban a asistir un día por semana a casa del director y opinar sobre materiales publicables o aportar algunos. Allí vino el desastre en mi relación personal con el hoy homenajeado. Llegué y no había nadie más, salvo sus gatos. Y dije dos cosas que, si ya mi ofuscada integración al consejo me había distanciado de cierta izquierda intelectual, ahora me distanciarían del habilidoso tejedor de aquella nanointriga de suplemento cultural. La primera fue: “Odio los gatos.”

La segunda fue peor. Monsiváis me dejó solo por un rato. Fue a abrir la puerta o a responder el teléfono haciendo voz de anciana, como acostumbra y todos sabemos. Cuando volvió, me encontró recorriendo su vasta, enorme, rica, asombrosa y por supuesto leída biblioteca, y nuestro diálogo fue el siguiente, para mi eterna perdición:

–Te tiene muy impresionado mi biblioteca –afirmó sin sombra de pregunta.

–Sí –respondí. Y añadí para hundirme–: Pero lo que más me asombra es que todos y cada uno de tus libros, los enormes tomos de pintura, las muchas enciclopedias de lomos dorados, los libros en ediciones baratas y los empastados en piel, todos, hasta los libritos miniatura, están forrados escrupulosamente de plástico.

Juro que lo dije sin maldad. Yo nunca antes había visto una Enciclopedia Británica forrada de plástico, tomo por tomo, y la colección completa de los pequeños Breviarios del fce, también, uno por uno. Soy asombrosamente metepatas y puedo presentar testigos en abundancia. Una vez metidas esas garrafales patas y, ante la ausencia de otros miembros del consejo, me despedí sin más trámite y salí con una sensación de extrañeza: ¿me habría equivocado de fecha? Como haya sido, no caí en la Red Informática.

Después cometí, y también sin saberlo, otro error inexcusable: jamás lo llamé para preguntarle su opinión sobre algún artículo mío ni, muchísimo menos, hice lo que sus más allegados: llamar antes de escribir para preguntar la línea argumentativa correcta.

Empeoré las cosas cuando, en una llamada a las ocho de la mañana (¿hay de otras?), me espetó: “¡Superaste a la Lorca!” Sí, se refería a ese Lorca, del que había escrito Miguel Hernández mucho antes de que yo naciera: “Federico García se llamó/ polvo se llama…” No le había gustado a Monsiváis un artículo mío acerca de la elección de una Reina de la Primavera gay en que yo me preguntaba por qué, si habían de imitar mujeres, no les daba por vestirse como Rosario Castellanos, con un traje sastre Chanel, e iban al bote de la basura a sacar los moños, trapos y tules que las mujeres verdaderas ya se niegan a usar. Como yo sí puedo gritar, el intercambio telefónico fue breve. Intuí que tampoco le había gustado la “Oda a Walt Whitman” incluida en Poeta en Nueva York.

Por si algo faltara, nunca he citado a Monsiváis con un previo “como dice…” para reforzar uno de mis argumentos. Hace ya muchos años, como treinta, que ni siquiera me da risa ese humor suyo, basado siempre, como le dijo Paz, en pepenar basura y regodearse en mostrar la imbecilidad de un diputado… siempre y cuando nadie la haya puesto en duda.

En cambio, me han producido carcajadas algunos de los ditirambos cantados en su loor. Uno fue el de Sergio Pitol en El arte de la fuga, luego repetido en Milenio: son ambos veinteañeros y salen de una librería del centro cargados de libros, cruzan la Alameda (la A-la-me-da, of all places!), y mientras vuelan sobre ese pantano sólo hablan de los hallazgos adquiridos, no recuerdo: Schwob, Browning, quizá Mann, Broch, revistas inglesas. Y nunca ven ni comentan nada, veinteañeros castísimos, aves que cruzan la Alameda y no se manchan.

Y sí, el plumaje de Monsiváis es de esos.