Universidad Veracruzana

Blog de Lectores y Lecturas

Literatura, lectura, lectores, escritores famosos



Cuota de piso

Por Diego Ruiz

El día en que tuve que pagarle mi cuota de piso a la Ciudad de la Furia fue un sábado nublado en vísperas del Año Nuevo judío, me lo dijo mi vecino sefardí, que iba rumbo a la celebración, en la sinagoga que está cruzando la calle. Empieza hoy lunes –me deslizó apurado–, con la primera estrella de la noche, el año 5,796. Tanto tiempo de peregrinar y siguen esperando al profeta.

Pero aquel día era sábado, y alrededor del mediodía me encontré en el andén de Tacubaya, esperando la línea que va a Pantitlán. La rosa, no la café. Era la rosa. Después de más de un mes de utilizar mis piernas y el metro como transportes principales, los adoquines de Polanco se volvieron un lugar común y los vagones naranjas que hace Bombardier, un escenario habitual en mi transcurrir cotidiano. Si no fuera por el hecho de que es humanamente imposible, casi los consideraría cómodos. Por eso, en aquel momento no reparé concienzudamente, en que me encontraba en uno de los campos de batalla más grandes del mundo, a veces discreto en sus tensiones, a veces escandaloso. Y como quien camina por una vereda conocida, avancé hacia el vagón que frente a mi abría sus puertas. No había tanta gente como en un viernes a las siete de la noche, por eso me extrañó la marabunta que súbitamente me empujó en todos sentidos y desde todas direcciones. Antes de que ese tropel acudiera a mi desde algún lugar invisible, mis pensamientos se hallaban lejos del Sistema de Transporte Colectivo, no sé bien donde, acaso lejos también de estas calles, de esta ciudad. Por eso tardé unos minutos en comprender qué sucedía, y mientras tanto la confusión me gobernó. Algunos segundos después de ser casi atropellado, esas personas que me rodearon por los flancos, y evidentemente, por mi punto ciego (¿Qué tal la paradoja?), desaparecieron permitiéndome el paso franco al interior del vagón. Mientras yo lidiaba con mi desconcierto, el vagón cerró sus puertas y el tren avanzó. Acababa de ingresar al túnel y entonces lo comprendí todo; mi estrecho campo de visión sobre lo que sucedía y los empujones me impidieron hacerlo antes. Llevé mi mano a la bolsa trasera derecha de mi pantalón y la encontré vacía. Con un arte depurado me dejaron sin cartera y así, pagué mi cuota de provinciano.

Y bueno, ya sabía que aquí las cosas son como en la Feria (de la Primavera y de la Paz, por supuesto), que las cosas importantes se traen en las bolsas de adelante cuando se penetra en la muchedumbre, pero ese día lo olvidé. Me dio más coraje mi estupidez o mi descuido que lo que realmente perdí: una cartera vieja con el cierre roto y sus recuerdos, que más vale olvidar; ciento setenta pesos, una licencia de automovilista vencida y una de motociclista con un año de vigencia, mi credencial de elector, la de la universidad y tres boletos de metro de a dos pesos cada uno, a eso se reducían mis bienes. Es lo bueno de no tener mucho, o como decía un filósofo callejero: Lo conveniente de carecer de dinero, es que no se puede gastar en pendejadas: ni se consigue alcohol, ni drogas, ni mujeres.

Afortunadamente no hubo violencia, ni me di cuenta a tiempo de quien era el ladrón, porque instintivamente hubiera salido tras él para cocerlo a patadas, sin reparar en que él, por experiencia, sería más hábil que yo en el arte de la lucha, o que tendría a siete machos acompañándolo, con una pistola y dos navajas infectas de buen tamaño. Tampoco traía ninguna tarjeta bancaria, he adquirido la buena costumbre de no cargarlas más que cuando son imprescindibles, y cuando eso sucede, llevan su lugar privilegiado, junto al órgano que determina mi sexo. Así que, a pesar de mi coraje y del puta madre, hijos de la chingada de rigor, mi cuota de ranchero salió relativamente barata. A veces, en la escuela de la vida, hay también cuotas monetarias que pagar. Me di un buen zape por ingenuo y me prometí tener más cuidado siempre, sin extremos paranoicos, porque así no se puede vivir. Me quedé pensando que todavía nos falta mucho en este pobre y bello México para alcanzar la civilidad.

Esta noche cientos de velas quedarán encendidas en las ventanas de los edificios vecinos para celebrar el Rosh Hashaná (aprendí que así es en hebreo), la comunidad judía compartirá la mesa, la meditación y viajará introspectivamente. Para todos los demás será una noche normal, acaso solo veremos más movimiento de sombreros y de barbas. Yo trataré de averiguar (más bien de recordar: supongo que ya lo debería saber) qué es la bendita Teoría de la Paridad del Poder Adquisitivo para explicarla en mi tesis. Dormiré bien y sin miedo (es muy temprano para amilanarse), porque lo demás, como dijo un buen dramaturgo xalapeño, lo demás es un decir.

Septiembre 2008