Universidad Veracruzana

Blog de Lectores y Lecturas

Literatura, lectura, lectores, escritores famosos



Un contrato fáustico a la inversa

Por Salman Rushdie

Cuando era niño, su padre le contaba, a la hora de acostarse, los grandes y prodigiosos cuentos de Oriente; se los contaba y recontaba y recreaba y reinventaba a su manera: los relatos de Scheherezade en Las mil y una noches, relatos contados contra la muerte que demostraban la capacidad de los relatos para civilizar e imponerse incluso a los tiranos más mortíferos; y las fábulas de animales del Panchatantra; y las maravillas que se vertían como una cascada del Kathasaritsagara, el «Océano de las Corrientes de Historias», el inmenso lago de historias creado en Cachemira, donde habían nacido sus antepasados, y los cuentos de poderosos héroes reunidos en el Hamzanama y las Aventuras de Hatim Tai (esto fue también una película, cuyos muchos aderezos respecto a los cuentos originales fueron añadidos y aumentados en aquellas renarraciones a la hora de acostarse).

Crecer inmerso en estas narraciones fue aprender dos lecciones inolvidables: primero, que los relatos no eran verdad (no había genios «reales» en botellas ni alfombras voladoras ni lámparas maravillosas), pero, sin ser verdad, lo llevaban a sentir y conocer verdades que la verdad no podía revelarle; y segundo, que todos le pertenecían, tal como habían pertenecido a su padre, Anis, y a todo el mundo, eran todos suyos, como lo eran de su padre, los relatos luminosos y los relatos oscuros, los relatos sagrados y los profanos, suyos para modificarlos y renovarlos y desecharlos y rescatarlos como y cuando le viniese en gana, suyos para reírse de ellos y regocijarse en ellos y vivir en y con y por ellos, para dar vida a los relatos amándolos y para recibir vida de ellos ael mundo que se contaba cuentos para comprender qué clase de criatura era. El relato era su derecho inalienable, y nadie podría privarlo de él. Su madre, Negin, también tenía relatos para él. De soltera, Negin Rushdie se llamaba Zohra Butt. Cuando se casó con Anis, no se cambió solo el apellido, sino también el nombre, reinventándose para él, dejando atrás a la Zohra en la que él no quería pensar, porque antes había estado profundamente enamorada de otro hombre. Si en el fondo de su corazón era Zohra o Negin, su hijo nunca lo supo, ya que ella nunca le habló del hombre que dejó atrás, optando, en cambio, por difundir los secretos de cualquiera excepto los suyos. Era una chismosa de talla mundial, y él, su primogénito y único hijo varón, se sentaba en su cama y, presionándole los pies como a ella le gustaba, se empapaba de las deliciosas, y a veces escabrosas, noticias locales que ella llevaba
en la cabeza, los gigantescos bosques de ramaje entretejido formados por susurrantes árboles genealógicos que albergaba dentro de sí, colmados de la jugosa fruta prohibida del escándalo. Y también estos secretos, llegó a pensar él, le pertenecían, porque un secreto, una vez contado, no pertenecía ya a quien lo había contado sino a aquel que lo recibía. Si uno no quería que un secreto se propagara, debía atenerse a una única regla: No contárselo a nadie. También esta regla le sería útil en su vida futura. En esa vida futura, cuando era ya escritor, su madre le dijo: «Voy a dejar
de contarte estas cosas, porque las pones en tus libros y luego me veo en apuros». Lo cual era cierto, y quizá lo más prudente por parte de ella habría sido no hablar más, pero el chismorreo era su adicción, y no podía dejarlo, como tampoco su marido, el padre de él, podía abandonar la bebida…

Tomado de:  http://blogs.elpais.com/papeles-perdidos/pdf/memorias_del_tiempo_de_la_fatua.pdf