Universidad Veracruzana

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Salman Rushdie: Soy un contador de historias, todo lo demás da igual

Por Eduardo Lago

La persecución por ‘Los versos satánicos’ ha deformado totalmente la imagen de este gran escritor. Descubramos al Rushdie divertido y de enorme talento para fabular y dialogar.

Madrugada de invierno de un año sin precisar, unos minutos antes del amanecer. Un jumbo de Air India secuestrado por un grupo terrorista islámico estalla en pleno vuelo sobre el Canal de la Mancha. Mientras caen en picado sobre una playa de la costa inglesa, dos pasajeros que han sobrevivido milagrosamente al atentado comentan despreocupadamente la insólita situación en que se encuentran… Así arranca Los versos satánicos, una de las novelas más polémicas de todos los tiempos. El nombre de su autor, Salman Rushdie, adquirió una notoriedad sin precedentes entre millones de personas de Oriente y Occidente que jamás llegarían a abrir el libro. ¿La razón? Que en ciertos pasajes figuran alusiones a una religión que se asemeja al islam, cuyo libro sagrado retoca por su cuenta un escriba imaginario que responde al nombre de Salman. Lo que sucedió tras la publicación de la novela es de sobra conocido: algunos líderes religiosos musulmanes interpretaron literalmente la estratagema novelística de Rushdie, juzgando que su obra constituía una blasfemia contra el islam. El Gobierno iraní presidido por el ayatolá Jomeini promulgó una fetua(condena de muerte) contra el autor, ofreciendo una cuantiosa recompensa a quien ejecutara la sentencia. El libro fue prohibido en numerosos países y quemado en diversos actos de repudia pública, desencadenándose violentos disturbios y manifestaciones que costaron la vida a varias personas en tres continentes.

Siguieron años de dificultad extrema para el autor, que se vio obligado a vivir en rigurosa reclusión, cambiando constantemente de domicilio, rodeado día y noche de una escolta de policías secretos. En 1993 se ratificó la fetua. Tres personas relacionadas con la publicación del libro sufrieron atentados. El traductor de la novela al japonés fue asesinado. El Gobierno iraní suspendió oficialmente la condena en 1998, aunque diversos grupos radicales se negaron a acatar la decisión. Hoy Rushdie recibe ocasionalmente notas que le recuerdan la fatídica sentencia. En 2005 el ayatolá Ali Jamenei declaró que la condena seguía en vigor. En 2007, la reina Isabel II lo nombró Caballero de la Orden del Imperio Británico, gesto que desató una nueva oleada de furia contra Rushdie en amplias zonas del mundo islámico.

Durante todo este tiempo, el autor angloindio ha procurado mantenerse fiel a sus principios éticos y estéticos. Entre 2004 y 2006 ejerció como presidente del PEN American Center, organización que desde su sede neoyorquina vela por la libertad de expresión y la independencia de los escritores de todo el mundo.

Rushdie puede despertar sentimientos encontrados entre sus compañeros de oficio. Dos autores de gran prestigio que han escrito desde perspectivas muy distintas sobre el islam se pronunciaron contundentemente en su día sobre la suerte del escritor. El egipcio Naghib Mafouz, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1988, reaccionó a la fetua dictada contra Rushdie acusando de terrorismo intelectual a Jomeini, para ulteriormente matizar que nadie tiene derecho a ofender las creencias de los demás. La visión de Salman Rushdie es diametralmente opuesta: «Sin el derecho a ofender», observó en una ocasión, «no se puede hablar de libertad de expresión». En otro momento apostilló: «No hay nada más fácil que impedir que un libro nos ofenda. Basta con cerrarlo». Haciendo alarde de su ácido sentido del humor, V. S. Naipaul, premio Nobel de Literatura en 2001 y autor de Viaje al islam, resumió de modo lapidario el affaire Rushdie, sosteniendo que la fetua pronunciada contra él era un caso de crítica literaria llevada a sus extremos.

Tanta humareda nos puede hacer olvidar un dato esencial: Salman Rushdie es uno de los narradores con mayor talento de nuestra época. En opinión de Christopher Hitchens, el controvertido autor de Dios no es bueno, de no haber sido por la fetua, hace tiempo que le habrían concedido el Premio Nobel de Literatura. Ingenioso, inventivo y versátil; caracterizado por un rigor y solidez poco comunes; capaz de saltar entre la realidad y la fantasía con asombrosa agilidad, así como de hibridar tradiciones y géneros aparentemente irreconciliables, el corpus novelístico de Salman Rushdie -cuya última novela, El encanto de Florencia (Mondadori), se publica a finales de febrero en España- sorprende por la brillantez de su lenguaje, por la audacia de sus planteamientos narrativos y por su destreza técnica.

En persona, Salman Rushdie desborda vitalidad. Dotado de un talento inusual para la narración oral, su conversación es tan versátil, amena, ágil, torrencial e imaginativa, como el sinfín de historias que se cruzan vertiginosamente en las páginas de sus libros.

Una de las características más acusadas de toda su obra literaria parece ser su habilidad para desenvolverse con idéntica facilidad en el plano de la realidad y el de la fantasía. De pequeño, devoraba libros de ciencia-ficción. Era la edad de oro del género: Ray Bradbury, Philip K. Dick, Isaac Asimov, Stanislav Lem, aunque muchos de los autores que leía eran francamente malos. Eran los años de la carrera espacial, cuando los rusos lanzaron los primeros Sputniks, a finales de los cincuenta. La ciencia-ficción es un vehículo perfecto para la novela de ideas. Uno de mis relatos favoritos de todos los tiempos es Los 9.000 millones de nombres de Dios, de Arthur C. Clarke. En él se cuenta la historia de dos científicos que por encargo de unos lamas tibetanos construyen un ordenador cuyo fin es programar todas las permutaciones posibles del nombre de Dios. Cuando concluyan la tarea, sobrevendrá el fin del mundo. Es un cuento enigmático y magistral. Pero no todo lo que leía era así. Por lo general, eran libros muy mal escritos. Los personajes no eran creíbles: científicos que llevaban bata y mujeres extraordinariamente atractivas que tenían unos pechos descomunales [risas]. En cuanto a mi interés por la fantasía, me parece importante subrayar algo fundamental, que a veces se nos olvida: la frontera entre la realidad y la imaginación no es algo fijo. El realismo es sólo una forma más de describir el mundo, y no es necesariamente la mejor ni la más interesante. Yo nací en un país donde la fantasía lo envuelve a uno desde el momento de nacer. La mitología india es de una riqueza portentosa, y no me refiero sólo a las leyendas religiosas, sino a la tradición narrativa que tiene su origen en Las mil y una noches, muchas de cuyas historias surgieron en India antes de traducirse al persa y al árabe. Crecer escuchando la historia de Simbad el Marino, de Alí Babá o Aladino deja una impronta imborrable en la imaginación de un futuro escritor. El realismo no es más que una convención. Si es necesario, recurro a ella, pero no es el único recurso ni mucho menos.

¿Podría evocar algunos recuerdos de su familia? Tanto mi familia paterna como la materna eran oriundas de Cachemira, aunque las dos ramas llevaban bastante tiempo afincadas en India cuando yo nací. Mi abuelo materno era un hombre muy religioso. Peregrinó a La Meca y a lo largo de toda su vida cumplió escrupulosamente con el precepto de orar cinco veces al día. Sus nietos nos reíamos de él viéndole darse de frentazos contra la alfombra, claro que los niños nunca se han caracterizado por ser muy respetuosos. Mi abuelo no se lo tomaba a mal. Tenía muy buen carácter. Todo lo contrario que mi abuela, una mujer feroz que nos inspiraba un miedo terrible. Vivían en una casa muy grande, en un lugar llamado Nadi Garu, y allí se reunía toda la familia dos o tres veces al año. Mi abuelo fundó una escuela de medicina en Aligarh, en las afueras de Nueva Delhi. Había allí una universidad islámica muy importante. En la escuela de mi abuelo se simultaneaba el estudio de la medicina occidental con la tradicional del Ayurveda. Mi madre llegó a ser una gran experta en hierbas medicinales y cuando caía enfermo me daba una pócima estúpida que tenía un sabor repugnante y no me hacía ningún efecto, mientras que a mis compañeros de clase les daban antibióticos y enseguida se curaban [risas]… Mi familia era muy variada, había de todo. La hermana mayor de mi madre era profesora en la Universidad de Karachi, y la pequeña se casó con un general pakistaní que tenía mucho poder [risas]. Luego estaban mis tíos, uno era un funcionario de alto rango y el otro trabajaba de guionista en Bollywood. Creo que llegó a dirigir alguna película. Su esposa era actriz y bailarina. En mi familia el cine era algo muy importante.

Usted nació en Bombay, ¿cuándo se trasladaron sus padres allí? Mis padres y mis abuelos vivían en Delhi. Mi padre era hijo único. Su padre, mi abuelo, tenía mucho dinero, era propietario de una fábrica de tejidos. Mis padres se casaron en Nueva Delhi en 1946. Era una época muy tensa. La independencia de India era inminente. La idea era dividir el país en dos partes, una hindú, India propiamente dicha, y otra musulmana, Pakistán. Mis padres eran musulmanes, pero no ejercían. Lo más que hacían era abstenerse de comer carne de cerdo, en eso consistía para nosotros el islam [risas]. Tenían clarísimo que no querían vivir en un Estado islámico como Pakistán. Por otra parte, no les hacía ninguna gracia la idea de vivir en Delhi, porque el ambiente que se respiraba era verdaderamente peligroso. Había una tensión insoportable entre hindúes y musulmanes y el conflicto podía estallar en cualquier momento, como efectivamente ocurrió. Mi abuelo paterno murió antes de nacer yo. Mi padre decidió vender la fábrica e irse a vivir con mi madre a Bombay, que gozaba de la reputación de ser una ciudad mucho más cosmopolita y tolerante, mucho menos explosiva. Cuando se fueron de Delhi, mi madre estaba embarazada de lo que resultaría ser yo, de modo que se puede decir que fui a Bombay con ellos [risas]. Yo nací en 1947, ocho semanas antes de la independencia del país.

¿Cómo era el Bombay de su infancia? Bombay era la ciudad más moderna y cosmopolita de India, el gran puerto occidental del país, por el que entraba directamente la influencia del resto del mundo. En Bombay siempre ha habido muchos extranjeros, gente llegada de todos los confines de la tierra. Las demás grandes ciudades de India eran mucho más uniformes. En Nueva Delhi todo el mundo era indio. En Calcuta todo el mundo era bengalí, y en Madrás, sureños, mientras que Bombay era una gran metrópolis que atraía a gente de todos los rincones de India. El ambiente que reinaba en la ciudad era muy cosmopolita y tolerante. El Bombay en que yo crecí era una urbe secularizada y no violenta, lo cual me hizo suponer que el mundo era así. Desde niño me acostumbré a ver cómo convivían entre sí diversas sectas y religiones sin que ello supusiera ningún conflicto. Nos llevábamos bien con los que tenían otras creencias, celebrábamos los festivales de las otras religiones. Sectas muy distintas entre sí vivían en perfecta armonía. Mi infancia en Bombay marcó de manera muy profunda mi modo de percibir el mundo.

¿Qué edad tenía cuando lo enviaron a estudiar a Inglaterra? Trece años y medio. Estuve interno en Rugby, una escuela pública muy prestigiosa. A los 18 me matriculé en el King’s College de Cambridge. Estudié historia, en contra de la voluntad de mi padre, que quería que estudiara económicas. De aquellos años me quedó el molde del método que aplican los historiadores en su disciplina, una manera de mirar el mundo buscando el sentido profundo de los hechos, jerarquizándolos conforme a su importancia. Mi verdadera pasión era la literatura, pero jamás la estudié de manera formal. No se me pasó por la cabeza que fuera posible hacer nada semejante. Desde la adolescencia fantaseé con la idea de ser escritor, pero la idea de estudiar literatura no tenía nada que ver con ello. Para mí, leer no podía ser una asignatura, sino una forma de placer. Cuando me metía en una librería, salía cargado con un botín de libros; luego me encerraba a devorarlos como si fueran golosinas.

¿Qué leyó durante los años que pasó en la universidad? Recuerdo que tenía una novia que estaba haciendo una tesis doctoral sobre Finnegans Wake, la endiablada obra final de Joyce. Se titulaba algo así como James Joyce y el nouveau roman francés. Por aquella relación me tocó leer a autores experimentales como Michel Butor y Alain Robbe-Grillet… Me tuve que leer Finnegans Wake dos veces. Fue el precio que tuve que pagar por estar enamorado [risas]. En fin, sí, toda la novela del siglo XVIII, libros como Tristram Shandy, de Lawrence Sterne, y Tom Jones, de Henry Fielding, me impactaron mucho. También leí mucha literatura americana. Por entonces descubrí a Pynchon.

Otro autor complicado… Ahora ya se me ha pasado, pero cuando lo descubrí de joven sentí veneración absoluta por él. Tiene una novela titulada V. que me pareció sencillamente maravillosa. El resto de su obra me interesó menos, pero V. me pareció fascinante. Las ideas de Pynchon son sumamente interesantes. Tiene un sistema dual en el que por una parte está el concepto de paranoia y por otra el de entropía. Según Pynchon, el mundo tiene un significado, sólo que es inaccesible porque hay ciertas fuerzas que se encargan de mantenerlo oculto. Tan sólo un círculo selecto de gente posee el secreto del significado del mundo, aunque por lo menos se sabe que lo tiene. Por otra parte, está la idea de la muerte del universo, que es algo que acaece lentamente… Para Pynchon la vida es como una fiesta que se va apagando poco a poco [risas] y su sentido final se nos escapa, de modo que libertad y ausencia de significado son equivalentes.

En 1981 publica ‘Hijos de la medianoche’, considerada su obra más importante. Lo empecé a escribir sin saber muy bien dónde iba a parar. Cuando pienso en el lío en que se metió el joven que era yo entonces me asusto. Hay que ser muy joven y muy estúpido para atreverse a escribir un libro tan arriesgado, sobre todo teniendo en cuenta que mi primera novela no había ido lo que se dice precisamente bien. Al principio sólo quería escribir una novela sobre la infancia. Luego se me ocurrió la idea de los 1.001 niños dotados de poderes mágicos y tuve que aceptar las consecuencias de tal decisión. Los poderes mágicos de los niños se derivan del hecho de que su nacimiento coincide con el de India como nación independiente. En aquel momento comprendí que tenía que escribir un libro de una escala mucho mayor, por haber añadido una dimensión histórica a la narración.

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