Universidad Veracruzana

Blog de Lectores y Lecturas

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Palabras de Juana Inés Dehesa

Por Juana Inés Dehesa

Buenas tardes.

Los bienes, si no son compartidos, no son bienes. Al amparo de esta frase de Fernando de Rojas ejecuté mil veces lo que mi papá llamaba “robo hormiga”, el expolio por goteo, volumen a volumen, de su enorme biblioteca. En sus propias palabras, tenía el numerito muy puesto: sacaba a veces una novela, o el primer tomo de Anderson Imbert, o la edición de lujo de Los mil y un años de la lengua española, de Alatorre, e intentaba llevármelo sin que se diera mucha cuenta. Era en vano. Con todo y que era tuerto y miope, mi papá alcanzaba a ver bastante. He de decir en su descargo que lo aceptaba de bastante buena gana: sólo entrecerraba los ojos, movía la cabeza y emitía una de sus esdrújulas favoritas: méndiga. Lo decía con tal mezcla de azoro y ternura que nunca presagiaba nada demasiado terrible.

No se enojaba —o no mucho— porque para mi papá el compartir los libros, sus libros, era una manera más de manifestar su cariño.

Mi papá era, sobre todo, generoso.

Es bien conocido su entusiasmo como maestro. Era conmovedor verlo cada martes llegar a platicar sobre Madame Bovary o En busca del tiempo perdido con un grupo de hombres y mujeres entusiastas que no tenían miedo a enfrentarse a ningún volumen, por oscuro o desesperanzador que fuera, porque su maestro Germán los tomaba de la mano y los acompañaba, fidelísimo siempre, en su lectura.

Pero no sólo compartía sus lecturas. Compartía, siempre, sus libros. En todos lados se presentaba con un libro bajo el brazo que muy probablemente había sacado al vuelo de su propio librero. O, si un título le entusiasmaba particularmente —Mi familia y otros animales, de Gerald Durrell, o El último encuentro, de Sándor Márai—, le encargaba una y otra vez a Francisco, su fiel escudero, que comprara un ejemplar para regalarlo.

Con nosotros, sus hijos, compartió siempre sus libros. “Es todo lo que les voy a dejar”, decía. Mentira; nos dejó mucho más. Si con Andrés compartió los caireles y la mirada limpia del principito imaginado en un desierto por el piloto Saint-Exupéry, acompañó a Mariana durante un enfebrecido romance que ésta sostuvo, durante sus años preescolares, con un tomito ilustrado, editado por Ekaré, de la Margarita, de Rubén Darío. Durante meses, le leyó pacientemente los versos, hasta que el resto de los habitantes de la casa pedimos clemencia y algún respiro de la tienda hecha del día y el rebaño de elefantes.

Ángel y él hablaban de Sandokan sin descanso. Que si era Sandokan o Sandokán, que cuál era el origen de Mompracem y cuál la ubicación exacta de la Malasia. Conmigo, los libros fueron siempre la moneda de cambio de nuestras transacciones afectivas. Hablábamos de lo que estábamos leyendo, de lo que estábamos leyendo y el otro debería leer, y de los libros que codiciábamos uno del otro. Ingenuo, un día hace muchos años sacó de su biblioteca El fantasma de Canterville para leerlo conmigo y nunca jamás lo volvió a ver. Y ése fue sólo el principio.

Con todo y mis minuciosos empeños, en su casa de Tlacopac, en San Ángel, llegó a acumular miles de volúmenes. Entre ellos, hay libros que compró en sus viajes, en Nueva York, en Madrid, en San Diego; libros que su queridísimo amigo Mauricio Achar le mandaba pedir y le regalaba por el puro gusto de verlo contento y emocionado. Nada lo emocionaba tanto como que llegara a sus manos un libro ansiado. En esa biblioteca, en esta biblioteca, están varios de sus diccionarios, que guardaba siempre cerca de su mesa de trabajo y que consultaba sistemáticamente: el Corominas, el Manuel Seco, el Moliner, el de Mejicanismos… Están también su Borges y su Calvino; su Proust; su Quevedo, su Tirso, su Woolf, su Yourcenar…

Un día, platicando con mi maestro Felipe Garrido, una de esas mañanas en las que ambos tratábamos de evitar el espinoso tema de mi inexistente tesis, le conté que Mariana mi hermana nunca se llevaba a un viaje un libro que no hubiera leído antes. Pues es muy sabia, me contestó Felipe; los libros son como las personas: uno sólo va de viaje con sus amigos.

Para mi papá, y para nosotros, Ángel, Andrés, Mariana y Juana Inés Dehesa, estos libros fueron y son amigos. Son miles y miles de amigos que hoy con enorme gusto venimos a encomendarles. Quiéranlos, léanlos, cuídenlos y compártanlos. Porque los bienes, si no son compartidos, no son bienes.

Muchas gracias.