Pablo Ordaz
Su casa olía a gato y su escritura, a libertad. Nunca se casó con nadie, salvo con esas dos pasiones suyas. Hace ya muchos años llegó a confesar: «Sin mis libros me sería imposible vivir y sin mis gatos, también. Los libros no aúllan ni los gatos proporcionan sabiduría, por eso no podría elegir. Preferiría entonces vivir sin mí». Y así fue: el día que los médicos le quisieron apartar de sus muchos gatos para preservar sus pulmones, sus amigos supieron que también lo estaban condenando a muerte.
Lo mismo hubiese pasado si a algún incauto se le hubiese ocurrido alejar a Carlos Monsiváis de la libertad. Nunca la traicionó. Y cuando tuvo que elegir entre la libertad y los suyos, siempre la eligió a ella.


En el oficio de Gabriel Vargas están el auge y caída de las publicaciones periódicas ilustradas en México, un registro gozoso y a la vez despiadado de la vida en los márgenes durante el siglo 20, un capítulo excepcional en la historia de la caricatura narrativa entre nosotros. Es un oficio que se alimenta en el teatro de revista, en el cine, en la propia industria de las primeras publicaciones periódicas con grandes tirajes y cuestionables ambiciones en el orden de lo artístico.