Yalta,
1 de septiembre de 1902
Querida, querida mía,
De nuevo recibo una carta tuya extraña. De nuevo culpas a mi pobre cabeza de todo y de cualquier cosa. ¿Quién te dijo que yo no quería volver a Moscú, que me había ido para siempre y que no iba a regresar esta primavera? ¿No te escribí simple y llanamente que al final volvería en septiembre y viviría contigo hasta diciembre? Y bien, ¿no lo hice? Me acusas de no ser franco, pero olvidas todo cuanto te digo o te escribo. No sé qué debería hacer con mi mujer ni como tendría que escribirle. Dices que tiemblas al leer mis cartas, que ha llegado el momento de que nos separemos, que hay algo que no logras entender en todo esto… Me parece, querida, que la culpa de todo este lío no es ni tuya ni mía, sino de algún otro, de alguien con quien habrás hablado. Alguien te ha hecho desconfiar de mis palabras y de mis sentimientos; todo te parece sospechoso, y yo no puedo hacer nada contra eso, nada en absoluto. No intentaré disuadirte ni convencerte de que tengo razón, porque no sirve de nada. Escribes que soy capaz de vivir contigo en completo silencio, que solo necesito a la amable mujer que hay en ti y que como ser humano te sientes extraña y ajena a mí. Querida, eres mi esposa, ¿cuándo vas a entenderlo? Eres la persona que esta más cerca de mí, y la más querida; te quiero infinitamente, aún te quiero, y tú te describes como una mujer amable que se siente aislada y sola… Bien, que sea como tú quieras si no hay otro remedio.
Estoy mejor de salud, pero he pasado una tos muy fuerte. No ha llovido nada y hace calor. Masha se va el cuatro y llegará a Moscú el seis. Me dices que le enseñaré tu carta a Masha. Gracias por la confianza. Por cierto, Masha no tiene la culpa de nada. Tarde o temprano te darás cuenta tú misma.