Por Alejandro Aura
La sala del hospital. La que se llama Hospital de Día. Aquí, desde hace dos años y medio, recalo cuando me van a calafatear. Una enfermera con una bandeja de cartón desechable trae todos los frasquitos y las agujas, tripas y cuanto más se requiera para la atención de este navío dañado. Menos mal que he vuelto porque hoy fue la peor de mis mañanas de enfermo. ¿Será porque sabía que hoy recomenzaba el tratamiento? ¡Sepa Dios! Dormí en una pedacería infame y pedregosa y cada mendrugo estaba interrumpido por la tos, pero con el adorno de que se plantaron dolores que no solían o que habían venido a solas y hoy se presentaron juntos como elefantes prendidos de la cola con la trompa. La tos decidió coger como territorio toda la caja toráxica e irradiar desde el punto interno en donde los adivinos suponen que está el tumor hacia el resto de mi infeliz persona, excluidas las extremidades que van por otro carril: en las ingles una protesta como de cansancio injustificado. Cansancio, ¿de qué? Y en el pecho, pero con intereses especulativos hacia adentro, un malestar de hartazgo que va más allá del dolor y se emparienta con una ira novedosa que apenas ha comenzado a sacar sus garras.
Pero antes de venir hacia aquí no podía escribir nada, no tenía ánimo ni voluntad, ni vocación, ni entidad, ni cuerpo, ni alma, era una pura enfermedad clamando por atención. Como si no fuera suficiente lo de los pulmones, los intestinos se sumaron a la protesta: más molestosos que muchachos obesos en plena adolescencia, no me dejaban en paz. Nos duele, llévanos al baño. Aquí nos vamos a quedar haciéndonos tontos porque no teníamos ganas de venir, y así estuvimos hasta que les di un sopapo. Ahora estoy enchufado. Una tripita de plástico con una aguja adormecida en el calor de una vena de mi brazo izquierdo está introduciendo suero, carboplatino, etoposido, que es la nueva droga, y ve tú a saber qué otros líquidos asociados que llevan consigo los comandos entrenados para dar la batalla. Habemos doce o quince pacientes sentados en sillones reclinables, cada uno con sus bolsitas de líquido sostenidas en perchas a propósito. Unos dormitan, otros leen el periódico, otros charlan con sus acompañantes; otros, nada.
Yo percibo el intenso verde con que está pintada esta sala con la conseja de que el color verde tranquiliza los nervios. Aunque el color naranja de los sillones reposet no ayuda mucho a la armonía y belleza que almas enfermas agradecerían. Bah, es lo de menos; también puede uno cerrar los ojos y dormir, soñar que la quimioterapia son los bálsamos con que los señores encantadores curan a los amadises cuando les hace falta restañar la vida para seguirla ofreciendo en la defensa de las damas desprotegidas, de los reinos atacados injustamente, de los desvalidos en los vastos campos de la política en donde los endriagos se mueven a sus anchas y hacen destrozos y tropelías sin cuento, así en este país como en tantos otros que conocemos. O puede uno tranquilamente, porque hay al menos dos horas de por medio, ponerse a escribir su página para comunicarle a la humanidad los pormenores de la bitácora del día.
Tomado de www.alejandroaura.com