En la entrega anterior, tuve ocasión de poner sobre la mesa algunas reflexiones que mostraran la forma en que, en el mundo académico, se construyen creencias que devienen mitos definidores de una cultura que, en muchas ocasiones, se nieva a sacudir sus inercias, aun cuando -se supone-, los académicos nos caracterizamos por acreditar saberes disciplinarios para que, además y en algunos casos, podemos formar parte de comunidades epistémicas.
En aquella entrega, decíamos lo que hacia los 80 le preocupaba a Pierre Bourdieu: la predominancia que comenzaba a tener el sentido común en la universidad francesa. El mismo sociólogo, en el contexto de sus preocupaciones, se refiere a la doxa y señalaba que es ese puñado de creencias que suelen ser fundamentales entre los grupos humanos; un dispositivo mental que -ni siquiera- requiere ser afirmada como dogma explícito o autoconsciente… Habita y está allí en el imaginario de las personas.
A partir de esta consideración y siguiendo al mismo autor, puede decirse que una doxa académica, formatea la interpretación de las cosas, es decir, termina por delimitar el espacio de discusión que debiera ser una práctica propia y legítima en la cultura académica, para terminar por excluir o hacer impensable -siquiera- reflexionar para debatir y, ya no digamos, aceptar opiniones opuestas.

Y eso que -como dijera Prigogine- se supone que los científicos y, como correlato, los académicos, tendríamos que tener disposición a un pensar de segundo orden que nos permita aceptar o hacer de la duda, un recurso o método generador de cambios en nuestras opiniones; lo que sin duda, resulta especialmente sorprendente cuando resultan ser creencias que definen el pensar y actuar de académicos ligados al campo de las Ciencias Sociales. De allí que no tendríamos duras en aceptar lo que Dora Friedman Schnitman, llegó a observar hace algunos años: que son los científicos sociales los más difíciles de cambiar de opinión y eso que -se dicen- cultivan las ciencias blandas.
Así las cosas.
Y así, en el ámbito de la enseñanza de la investigación universitaria, las doxas académicas cultivan o abonan creencias sin que medie un razonamiento educativo o pedagógico, para situar un aprendizaje posible en el contexto donde se define y ocurre: el currículo y la propia práctica de la enseñanza-aprendizaje disciplinar. Es decir, se asume que los estudiantes que se preparan para ser profesionales en su disciplina, también desarrollan competencias investigativas, sin distinguir el tipo de universidad donde un estudiante se forma, como tampoco se reconoce su disciplina como para saber el lugar que en ella ocupa la investigación. Incluso, en pocas ocasiones se refiere la mención que tendría que hacerse de los objetivos del programa educativo como tampoco algún apunte al perfil de egreso en el que se declara el desarrollo de habilidades y saberes que sería los atributos de quien se forma para ser un profesional en su disciplina y en donde la investigación pudiera definirse como de sus competencias.
Pero también llama la atención -lo comentamos igual en la entrega anterior- que haya pocas referencias a quién enseña a investigar, siendo que, desde el punto de vista pedagógico, es una figura central, al ser el estratega en el diseño de actividades que medien en el aprendizaje de la investigación de un estudiante. Incluso, en el imaginario y las creencias de algunos, puede haber cabida a que si se es un investigador, también se sabe enseñar, cuando no necesariamente esto es así. De allí que la literatura, en la definición del docente universitario para el siglo XXI, algunos autores u organismos, hablen de competencias disciplinares, pedagógicas, didácticas, digitales e investigativas que debe adquirir y consolidar un docente. Incluso, algunos especialistas hablan también de competencias didácticas, de gestión y comunicación como cualidades del perfil del docente de hoy.
Si a ello se le suma el sujeto que aprende, las cosas se complican aún más, pues la propia literatura especializada ha dado cuenta de la falta de hábitos de lectura especializada y, por lo tanto, para comprenderla, que observan los estudiantes universitarios. Debilidades a las que se integran las dificultades para dominar el habla y la escritura formal, en un contexto de producción de textos académicos; sin dejar de destacar que a muchos jóvenes la investigación, ni les va ni les viene, pues no consideran sea un ámbito vinculado a su profesión.
Y si a todo esto le sumamos las narrativas docentes que suelen sostener que para ser investigadores se necesitan privilegios y capacidades intelectuales extraordinarias, pues la investigación es particularmente difícil, poco hacemos para que la percepción del estudiantado cambie, desconociendo lo que una autora pionera en la formación de la investigación en México como es María Guadalupe Moreno Bayardo llegó a decir: cualquier tiene aptitudes para llegar a ser investigador; algo muy similar a lo que llega a decir Auguste Gusteau en la película Ratatouille: todos pueden llegar a ser grandes cocineros. Solo se deben tener ganas de hacerlo y contar con alguien que lo facilite.



Comentarios
Estimado Dr. Genaro,
Como siempre es un gusto leerlo. Particularmente es muy interesante ser testigo de esas doxas que en el imaginario de las y los académicos se dibuja y además se socializa entre las y los estudiantes. Llama la atención justamente esa falta de flexibilidad para reconocer en el entorno elementos que pudieran hacer de la enseñanza de la investigación lugares de goce o disfrute, al parecer sucede lo contrario cuando se diseminan ideas equivocadas sobre lo que ello implica. Quién sabe qué diría Bourdieu sobre la universidad mexicana.
Abrazos.
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