Núm. 2 Tercera Época
 
   
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PALABRA CLARA

Cuento de nunca acabar
Microhistoria de un género literario
Mario Muñoz*

Mario Muñoz. Crítico y antologador. Maestro en Letras
Españolas por la Universidad Veracruzana con postgrado
en literatura polaca por la Universidad de Varsovia. Fue
director de La Palabra y el Hombre.

Pensaba que cuento y novela no sólo eran dos géneros
literarios diferentes sino dos organismos de naturaleza
diversa que sería funesto confundir. Hoy sigo creyéndolo
como entonces, y convencido más que nunca de la
supremacía del cuento sobre la novela.

Gabriel García Márquez,
Vivir para contarla.

Los historiadores del género coinciden en afirmar que el acto de contar se remonta a los albores de la humanidad, cuando el primer hombre tuvo necesidad de comunicar sus emociones y experiencias a la tribu reunida alrededor del fuego y al abrigo de una caverna. Este gesto tuvo un valor enorme, pues si así fue quiere decir que el cuento aparece en el momento en que surge el lenguaje a través de sonidos balbuceantes, que en el correr de los milenios habrán de transformarse en el prodigioso instrumento de comunicación que es la palabra escrita. Sin embargo, en la antigüedad las leyendas, las tradiciones y los mitos que alimentaron la imaginación de los rapsodas y narradores eran transmitidos oralmente a la colectividad, que de este modo atesoraba sucesos acaecidos en lejanos rincones de la tierra e incrementaba su propio acervo de historias reales y supuestas. Muchas de esas anécdotas y fábulas pasaban de una generación a otra con modificaciones o elementos añadidos que el gusto popular adaptaba de acuerdo a las necesidades del entorno. De ahí que
numerosas narraciones procedentes del folclor, las supersticiones, los sucesos de armas y las creencias religiosas eran tan conocidas que no necesitaban de la letra impresa para difundirse.

Además, hasta el Renacimiento el ejercicio de la literatura culta, escrita en griego o latín, estaba reservado a la élite concentrada en los monasterios, las universidades y los baluartes de la nobleza. El contacto de este núcleo con la población civil era mínimo o nulo, pues la gente común la constituían campesinos, artesanos, soldados y comerciantes itinerantes, en su mayoría analfabetas, para quienes era inalcanzable la vida palaciega. La gleba sólo valía para efecto de las campañas bélicas de los señores feudales y para pagar los aranceles y tributos a los altos dignatarios de la corte, según lo expone con penetrante objetividad el escritor romántico alemán Heinrich von Kleist en su notable novela corta Miguel Kohlhaas. No menos significativo es el hecho de que la edición de los libros resultaba demasiado onerosa para pensar en imprimir las anécdotas y relatos generados por fuentes griegas, latinas, árabes, persas y celtas, que la mayoría sabía de memoria gracias a la comunicación oral, uno de los medios más eficaces de divulgación del medioevo.

A esta serie de peripecias cabe añadir el menosprecio que los depositarios de la alta cultura mostraron por el cuento a causa de su origen popular, del espíritu laico que lo animaba y de los asuntos licenciosos o frívolos frecuentes en las peripecias de los personajes. Sin embargo, pese a estos obstáculos, ya en la Edad Media y en el Renacimiento temprano encontramos series notables de cuentos suscritos por autores considerados clásicos en la actualidad, merced a la calidad literaria de sus creaciones, surgidasa partir de los abundantes relatos que circulaban por todas partes. Así han llegado a nuestros días monumentos narrativos excepcionales como El Conde Lucanor (1335) del infante don Juan Manuel, el Decamerón (1351) de Giovanni Boccaccio, y Los cuentos de Canterbury (1400) de Geoffrey Chaucer. Es tal la vigencia de estas narraciones, en especial las de Boccaccio, que han sido argumento de algunas importantes películas de realizadores italianos de reconocido prestigio internacional, como Federico Fellini, Luchino Visconti, Pier Paolo Pasolini, entre otros. Es de notar que en el momento en que los cuentistas medievales deciden colocar el nombre propio en los manuscritos de esas composiciones, el cuento dejará en adelante la condición oral y anónima para convertirse en un objeto artístico capaz de sondear los abismos de la condición humana, no obstante el conciso desarrollo de su trama. Los recursos limitados de la exposición oral serán sustituidos en lo sucesivo por procedimientos literarios pertinentes. Y este salto cualitativo dará al cuento una dimensión hasta entonces inimaginable.

De esta suerte, en medio de tantos avatares históricos y literarios, el género alcanzará la mayoría de edad en el siglo xix al unísono con el apogeo de la novela. La eclosión del relato breve, con la consiguiente acogida por parte de un público heterogéneo que es el principal consumidor de estos productos, encuentra justificación en el hecho de que la clase media y algunos sectores menos favorecidos comienzan a tener cada vez mayores posibilidades de acceso a la educación. Por lo consiguiente, las revistas y los diarios pronto se vuelven los medios idóneos para difundir el trabajo de los cuentistas, quienes de esta manera encontraban una fuente segura de modestos ingresos. Es entonces cuando empiezan a surgir por doquier narradores con extraordinarias facultades para crear mundos imaginarios en los estrechos márgenes del cuento. Así es como en el transcurso de esa centuria terminarán siendo legión.

 
 
 
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