Núm. 2 Tercera Época
 
   
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Fernando Vilchis
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Los defensores del liberalismo clásico y del antiguo asimilacionismo sostienen que la única alternativa al clásico paradigma integracionista del melting pot son las neotribales “comunidades cercadas”, que acabarán descomponiendo el “proyecto” común del “sueño americano”. Por su parte, sus antagonistas multiculturales resaltan el carácter nada neutro, sino eurocéntrico, del supuesto universalismo anglosajón. Frente a esta interpretación, la tradición liberal del pensamiento político defiende la democracia “universalista” como un mecanismo meramente de procedimiento, exento de contenidos culturales particulares. Este supuesto axiomático del universalismo es rechazado por el discurso multiculturalista. A pesar del proceso de secularización y del laicismo como principio de las democracias contemporáneas, su trasfondo sigue revelando una determinada matriz cultural, la cristiana. En este sentido, la separación liberal de lo público y lo privado no establece un “terreno neutro”, sino que impone una forma específica de concebir la política.

Sin embargo, la crítica que desde el particularismo se formula contra el proyecto integracionista, sobre todo estadounidense, no se restringe a las minorías étnicas. También es retomada por aquellos sectores de la sociedad mayoritaria que rechazan las injerencias públicas —tachadas como “centralistas”— en sus ámbitos locales y regionales. Según una percepción creciente en estos sectores, “todos somos minorías”, por lo cual somos portadores de derechos y obligaciones únicamente en función de nuestra pertenencia a determinadas comunidades integradas de forma segmentada en el conjunto de la nación. La correspondiente noción de ciudadanía tampoco puede ser neutra o meramente formal, como estipula el ideal del “patriotismo constitucional” (Habermas), sino que ha de tener una faz comunitaria, definida en términos culturales y nacionales. Durante los años noventa, el resultante “comunitarismo” se establece como el movimiento políticamente más influyente que ha surgido de forma indirecta en los confines del multiculturalismo, y que desafía el “monopolio” discursivo del que hasta entonces disfrutaba el liberalismo en la teoría política, sobre todo estadounidense.

Inclusión y ciudadanía

A raíz de este tipo de amonestación relativizante surge un segundo debate menos dicotómico en sus conclusiones políticas y más directamente enfocado hacia el multiculturalismo. Partiendo del citado reconocimiento de que el universalismo como forma específica de conceptualizar derechos y obligaciones es producto de una determinada tradición occidental, cabe preguntarse si ello automáticamente debe hacer sospechar de todo planteamiento universalista. Desde esta perspectiva, el “monoculturalismo implícito” en la tradicional concepción de los derechos humanos ha de ser des-contextualizado y separado de los derechos humanos como tales, para rescatar la aportación —incidencialmente “occidental”, pero en principio universalizable— que realiza la original Declaración de Derechos Humanos a la formulación de un nuevo concepto inclusivo de ciudadanía. La subsecuente tarea, en la que coinciden los liberales y comunitarios menos dogmáticos, consiste en reconocer el pluralismo cultural existente en las sociedades contemporáneas y formular nuevos mecanismos de negociación y “criterios procedimentales transculturales” (de Sousa Santos) que respeten el principio del reconocimiento de la diversidad existente.

Una “ciudadanía multicultural” (Kymlicka) deberá basarse, por una parte, en los derechos individuales qua ciudadanos, y, por otra parte, en el reconocimiento mutuo de “derechos grupales diferenciales” por todos los componentes de una sociedad. La concreción específica de estos derechos sólo será factible si en cada contexto multicultural los derechos universales se traducen en derechos particulares de determinados grupos. El punto de partida para este diálogo multicultural- liberal es la negociación del reconocimiento de derechos colectivos por parte de un Estado basado en la concesión de derechos individuales. Los partícipes de dicho diálogo necesariamente serán las “comunidades” que se consideran portadoras de estos derechos diferenciales. Con ello, el propuesto “compromiso” liberal-multicultural llevado a la práctica desencadenaría una “invención”, institucionalización y “reificación” de las comunidades culturalmente “diferentes”.bal

 

 

*Gunther Dietz. Doctor en Antropología
por la Universidad de Hamburgo.
Pertenece al Instituto de Investigaciones
en Educación de la uv.

Referencias
Cohn-Bendit, D. & T. Schmidt (1996) Ciudadanos de Babel: apostando por una democracia multicultural. Madrid: Talasa.
De Sousa Santos, B. (1995) Toward a New Common Sense: law, science and politics in the paradigmatic transition. New York: Routledge.
Dietz, G. (2003) Multiculturalismo, interculturalidad y educación: una aproximación antropológica. Granada – México: eug - ciesas.
García Canclini, N. (1995) Consumidores y ciudadanos: conflictos multiculturales de la globalización. México: Grijalbo.
Kymlicka, W. (1996) Ciudadanía multicultural: una teoría liberal de los derechos de las minorías. Barcelona: Paidós.
Kincheloe, J. L. & S.R. Steinberg (2000) Repensar el multiculturalismo. Barcelona : Octaedro.
Lamo de Espinoza, E. (ed., 1995) Culturas, estados, ciudadanos: una aproximación al multiculturalismo en Europa. Madrid: Alianza.
Taylor, C. (1993) El multiculturalismo y la política del reconocimiento. México: fce.

 
 
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