Núm. 2 Tercera Época
 
   
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Fernando Vilchis
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La culturalización de las políticas de identidad

La corriente postestructuralista retoma la noción de los “nuevos movimientos sociales” haciendo especial hincapié en su faz identitaria. La identidad se vuelve una preocupación constante de los movimientos. Lejos de ser simple expresión de los intereses comunes de un grupo, la identidad se convierte en “política identitaria”, en negociación de múltiples identidades frente a diversos contrincantes sociales. A lo largo del subsiguiente proceso tanto conceptual como político-social- educativo, los “sujetos sociales” son des-centrados y des-esencializados. Por ello, para que un determinado movimiento multiculturalista se afiance y sobreviva los vaivenes de sus manifestaciones espontáneas y puntuales, tendrá que inventar, generar nuevos sujetos sociales que, a su vez, necesitarán engendrar prácticas culturales específicas del grupo o movimiento en cuestión.

Con ello, los heterogéneos movimientos que desde los años sesenta comienzan a articular los intereses específicos de las minorías subalternas de las sociedades contemporáneas pronto adquieren un matiz eminentemente cultural —se “culturalizan”. Varios estudiosos de los nuevos movimientos contestatarios tanto norteamericanos como europeos y latinoamericanos afirman la necesidad de indagar en la relación entre un determinado movimiento social y las prácticas culturales de sus miembros. Sobre todo en contextos de marginación socioeconómica y política, la cultura se puede convertir en pilar básico de una acción colectiva. Recreando prácticas culturales locales y adaptándolas a nuevas situaciones extralocales, el movimiento es “re-significado”, genera su propia identidad y puede convertirse con ello en una nueva “comunidad” para sus miembros.

El parteaguas postmoderno

Precisamente por las consecuencias políticas que tendría una relativización anti-esencialista de las identidades hasta entonces binarias y antagónicas de los movimientos sociales en su capacidad de movilización, el encuentro con el postestructuralismo/postmodernismo será un parteaguas para el conjunto de este tipo de movimientos. Existen obvias “afinidades electivas” entre el multiculturalismo y la corriente postmoderna. Cuando desde los años ochenta el desafío postestructuralista paulatinamente comienza a institucionalizarse en el ambiente académico, primero francés y luego anglosajón, como “pensamiento postmoderno”, el punto de partida será la crítica del proyecto moderno de la Ilustración, entendido ahora como un intento hegemónico de subyugar, uniformizar y —en última instancia— silenciar una multiplicidad de culturas, identidades y narraciones bajo la canonización del racionalismo cartesiano y del criticismo kantiano.

El consecuente énfasis postmoderno en la pluralidad de identidades, géneros y culturas, le confiere legitimidad a la reivindicación multiculturalista del reconocimiento tanto de identidades históricamente marginadas y silenciadas como de nueves identidades emergentes. Las “identidades proyecto” (Castells) de dichos movimientos no son el punto de partida, sino el objetivo y resultado de la movilización. Esto implica que para consolidarse como movimiento social e impactar en el conjunto de la sociedad, el multiculturalismo requerirá de una fase de construcción y es tabilización de las identidades de los nuevos actores sociales cuyo surgimiento y consolidación alberga. Estas identidades permanentemente “recicladas”, sin embargo, a menudo no generan discrecionalidad identitaria: el movimiento social corre el riesgo de diluirse a través de la paulatina individualización de “estilos de vida”. Por ello, los movimientos multiculturalistas, como los demás “nuevos” movimientos sociales, refuncionalizan la cultura como un recurso emancipatorio (Habermas).

Mientras que el constructivismo filosófico profundiza en la noción híbrida, policontextual, escenificada y por tanto construida de las identidades sociales, el discurso dominante de los movimientos multiculturalistas rompe con la de-construcción filosófica y retorna a sus inicios como disidencia ética y política. Para el autoanálisis de los propios movimientos afroamericanos, indígenas, feministas, gay-lesbianos etc., se postula la necesidad de partir de antagonismos realmente existentes en el seno de la sociedad y de la relación que mantienen los diversos actores sociales con el Estado. Sobre todo en contextos de desigualdad socioeconómica, incluso la actividad meramente “cultural”, no política, desplegada por un determinado actor social, se inserta en procesos hegemónicos, de lucha por la distribución y apropiación de poderes entre grupos dominantes y subordinados.

Superando el maniqueísmo originalmente implícito en la noción de hegemonía (Gramsci), en su reformulación “multicultural” es posible aplicarla a todo tipo de prácticas culturales que constituyen sistemas de sentidos y valores generados en contextos de dominación y subordinación y que por tanto han internalizado dichas desigualdades. Lo distintivo de esta noción de hegemonía es su “doble cara” —paradójicamente, lo hegemónico es tanto un proceso como el resultado de dicho proceso. Sin embargo, los generadores y portadores de las prácticas culturales que conforman un determinado movimiento no son simples víctimas de imposiciones hegemónicas, sino que son, a la vez, artífices creativos de estas prácticas.

La elaboración de una identidad propia en un proceso de recreación de prácticas culturales y de apropiación de espacios de autonomía, característica fundamental de los nuevos movimientos sociales de cuño multiculturalista, también es, por consiguiente, una “construcción hegemónica” (Laclau & Mouffe), que bajo determinadas circunstancias puede convertirse en resorte de una estrategia “contrahegemónica” frente a los poderes dominantes. Como “fuentes de sentido”, las identidades construidas a lo largo de una movilización social y proyectadas hacia el futuro pueden confluir con identidades residuales, producto de resistencias generadas por “comunidades” contrahegemónicas (Castells).

 
 
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