Fragmento de la nueva novela del poeta Javier Sicilia, ‘El fondo de la noche’.
Ciudad de México (22 marzo 2012).- El bosque de Borice olía a pino. Aunque los pulmones de Kolbe estaban seriamente dañados, su olfato capturó una brizna de frescura y por un momento el horror desapareció para hacer brotar el paraíso del suelo insalubre de Oswiecim. La presencia de aquel universo hecho de verdes, azules, amarillos envueltos por el viento de la mañana y el trino de los pájaros acentuaban más el absurdo en el que los nazis querían encerrar el mundo de los hombres: Dios hacía salir su sol sobre buenos y malos y tal vez, desde donde estaba, debía mirarlo como los hombres miraban un montón de hormigas devorando un grillo sobre el maravilloso equilibrio de un inmenso y hermoso campo. Vivir en ese paraíso –pensó Kolbe mientras el aroma y el rumor del viento que llegaban por pequeñas oleadas a su olfato y a su oído lo hacían olvidar el furor que el encuentro con Krott le había despertado– era muy simple. Pero los hombres habían preferido destrozar el equilibrio en nombre de todo tipo de abstracciones y velarlo. Quienes creyeran que estaba perdido, se equivocaban: se encontraba allí, delante de sus ojos, envolviéndolo todo. Bastaba con que quisieran mirarlo para que inmediatamente apareciera en toda su belleza. El pecado era simplemente el orgullo que, en nombre de la interpretación, velaba los ojos y rompía el misterio de la relación.
Krott dio varias órdenes y Kolbe, apartado bruscamente de su intimidad, se dio cuenta de que el cuerpo le dolía y de que en un claro del bosque, hacia donde los SS los empujaban, había algunos cobertizos bajo los cuales había hatos de estacas, leña, hachas y carretillas. El trabajo al que los llevaban consistía en cortar árboles y llevarlos del bosque al cobertizo y del cobertizo a una cerca que se encontraba a doscientos metros del lugar. Lo absurdo de todo aquello no era sólo que se realizaba en el centro del paraíso, sino que, a pesar del gran número de carretillas, los prisioneros estaban constreñidos a llevar los troncos sobre sus espaldas.
Krott dividió a los grupos. A Kolbe, sin embargo, lo detuvo a unos metros de uno de los cobertizos. No le dirigió la palabra, pero lo revisó como si valorara la raza de un animal que compraría y del que quería cerciorarse de su legitimidad. Después de inspeccionarlo, se paró delante de él y mirándolo a los ojos, dijo:
–¿Sabes desde cuándo tenía ganas de tenerte frente a mí?
–No sé de qué me habla –respondió Kolbe con una mueca de asombro y un susurro que concluyó en un pequeño silbido–. Ni siquiera lo conozco.
–Yo sí –dijo Krott, y al decirlo sintió de nuevo que, después de tantos años de perseguirlo, no lo odiaba, que se trataba simplemente de un ajuste de cuentas.
Las nubes se habían espesado en el cielo y una fina lluvia comenzó a caer. En el valle, los bloques del Lager parecían una maqueta. Kolbe tosió e imponiéndose a la sensación de desprecio y temor que Krott le causaba, dijo:
–¿Por qué me odia? Como le digo, ni siquiera lo conozco.
–No te odio –respondió el cabo–. Es simplemente un asunto de higiene.
¿Higiene? –pensó mientras trataba de sostener la mirada en los ojos del cabo–, era una palabra espantosa, y por vez primera se dio cuenta, con un dolor y un horror parecido a la quemadura que lo desgarraba por dentro, que su Iglesia había hablado antes de higiene. Ciertamente desde hacía tiempo había abandonado los métodos brutales –ya no torturaba ni levantaba hogueras para purificar, ésa era la palabra que usaba–, pero recordó lo que él mismo no había dejado de hacer desde que salió del seminario y fundó sus conventos: convertir, higienizar, sacar el estropajo de la doctrina y emprenderla con la suciedad de los herejes, liberales, comunistas, protestantes, judíos. ¿Qué eran entonces los nazis si no una continuación de lo que ellos mismos habían hecho en nombre de otra abstracción? Y sin embargo, delante de los ojos de Krott y de la palabra raza, trató de capturar ese punto de luz que había en el Evangelio y que la llegada al bosque le había desatado.
–Nadie es una suciedad, cabo. Sus ideas le velan los ojos. Si realmente pudiera ver se daría cuenta de que cada uno de estos hombres es su hermano.
–Eso es precisamente lo que queremos extirpar –respondió Krott sin levantar la voz, como si hablara a un hombre a quien quisiera convencer de su error–, ese cáncer que ha querido igualar todo. Mírate. Eres un andrajoso enfermo. Todo tú, toda tu doctrina han podrido la salud de los mejores. Ustedes, que poseyeron todo y lo tiraron exaltando la debilidad, han enfermado a Europa.
Kolbe, bajo las gotas de lluvia atrapadas en sus pestañas, miró los troncos que trabajosamente cargaban algunos de sus compañeros y, al fondo, el extenuante trabajo de los otros que bajo la vigilancia de las metralletas y de los perros de los SS golpeaban con las hachas los troncos de los pinos. Mirándolos, la intuición que había tenido aquel domingo en que discutía con Claussner volvió detrás de la palabra higiene, que brotaba del discurso de Krott como de una fuente fracturada. «Sí –se dijo– era la técnica lo que velaba el paraíso y el misterio de Dios otorgándole un sentido que no era el suyo». Y por un momento sintió el tiempo que había perdido inundando el mundo de papeles. Experimentaba de manera oscura que ese mundo reducido a lo instrumental convertía a las cosas dadas por Dios en objetos manipulables y a la inteligencia en ideología puesta al servicio del cálculo y la manipulación de esos objetos. Una tecnología, un logos, el logos divino, basado no en el acto de la encarnación, sino en el poder técnico de las instituciones y sus herramientas. Y se dio cuenta de que si en realidad tenía algo contra el marxismo –el movimiento que había dentro de sí sucedía con la intermitencia del relámpago que por un momento aclaraba las cosas y en seguida volvía a sumergirlas en la oscuridad– no era, como lo había creído hasta entonces, su negación de Dios, sino su obsesión por la regulación y el dominio de las relaciones materiales de producción; si algo tenía contra el positivismo era la ordenación inteligente y la explicación racional de lo que Dios nos había dado en la Creación; si algo contra el nazismo, del que tan poco se había cuidado y que comenzaba a destruirlo con una racionalidad que marxistas y positivistas envidiaban, era la dirección organizativa de un pueblo para el perfeccionamiento y el sometimiento de todo a la voluntad de la raza; si algo –en aquella intermitencia luminosa y oscura que pasaba dentro de sí con la rapidez de un segundo y que se registraba en la mirada de Krott, que seguía impasible el movimiento de sus ojos sobre sus compañeros– comenzaba a tener contra su propia religión, contra ese universo en el que había vivido y con el que se mantenía firme con la misma obsesión con la que el sargento Krott se aferraba a su tarea, era la racionalización e instrumentalización de un misterio que sobrepasaba al hombre en su historia, para convertirlo en una administración de la salvación, en una organización al servicio de un poder salvífico. Ellos, mucho antes que los nazis, que los soviéticos, que los racionalistas, habían levantado inquisiciones, procesos, prisiones, hogueras, en nombre de lo más sagrado; habían sometido a los seres al férreo control de una racionalización salvífica. Su Iglesia, la Iglesia de Cristo, era el molde en el que el mundo que lo asfixiaba, con sus instituciones, sus procesos, sus ritos, sus odios, sus sacrificios y sus santorales, se había creado. Era como si a partir de Ella un género de mal desconocido hubiese llegado al mundo y adquirido formas cada vez más atroces y pueriles.
El rostro de Krott comenzó a danzar en sus ojos y Kolbe, golpeado por aquella instantánea luminosidad, cerró los ojos. «¿Qué era entonces lo que defendía?».
Como nunca en aquella breve pero larga estancia en el Lager, la noche se hizo más densa en él: un abismo del cual sólo brotaba la noche, una noche sin contornos ni puntos de referencia. Por un momento tuvo otra vez el deseo de claudicar. Bastaba con abandonarse a la debilidad de su cuerpo, sumergirse en la enfermedad, cada vez más grave, de sus pulmones para que aquella oscuridad lo devorara totalmente. Sin embargo, como si de esa misma oscuridad brotara un jeroglífico que podía descifrar, pero no comprender, levantó los párpados y mirando a Krott, dijo:
–Se equivoca, cabo. Nosotros somos mejores que ustedes. Nosotros los engendramos. Sin ese recurso al poder, al dinero, a la técnica, al poder para mejorar al hombre y salvarlo, sin ese deseo de ordenar el mundo en función de algo que nos trascendía, ustedes habrían sido imposibles. Ni ustedes, ni los comunistas, ni el mundo liberal –sus gemelos, sus espejos; quizá por eso se odian tanto– podrían haber sido sin nosotros. Pero Dios no es lo que nosotros hicimos de él. No es tampoco la sociedad sin clases ni las libertades que promete el liberalismo, ni siquiera la raza ni la sangre a lo que ustedes lo han reducido. Sus designios son más pueriles que los nuestros. En nosotros hay la grandeza de crear un mundo redimido por el amor. Ustedes creen que lo están matando. Pero ni siquiera lo harán cuando hayan matado al último de nosotros. Simplemente lo habrán puesto en crisis para mostrarnos lo que nosotros, que los engendramos, no queríamos ver. ¿Sabe qué es, cabo? Que no hay camino de acceso a Dios. El que nosotros construimos, como una huida hacia consoladores espacios fuera del mundo, era falso, tan falso que terminamos por engendrarlos a ustedes y a los rojos y por crear este mundo odioso. En realidad, cabo, no hay ningún tránsito mundano hacia Dios. Dios es la negación de cualquier mundo, es el Cristo pobre, la renuncia a cualquier poder, la negación de lo divino. La vida organizativa está desgajada de él. Nosotros le dimos el primer tirón; ustedes lo han arrancado por completo del árbol. En este suelo en el que creen haberlo arrojado ni siquiera han tocado un ápice de su misterio.
Bajo la lluvia que había arreciado volvió a cerrar los ojos con una respiración agitada. Nunca, desde que ingresó en Auschwitz, ni siquiera en aquellas reuniones dominicales, había hablado tanto ni de esa manera. Se desconocía. Conforme lo hacía, su voz se había ido apagando hasta terminar en un susurro, como si confiara un secreto que Krott tuvo dificultad de escuchar. Había hablado presa de aquella intuición que emanaba de la noche y no tenía clara conciencia de lo que decía. Lo único que había podido retener era que el sentido de su vida, el sentido de lo que el cristianismo le había dado, y con el que había vivido hasta entonces, se había esfumado de improviso. «¿De qué se trataba entonces la redención? ¿Para qué Cristo había encarnado y muerto en una cruz? ¿Qué sentido, qué utilidad –eran las palabras que de alguna manera Claussner había usado– había tenido aquel acto por el que, a través de la Virgen, había vivido?».
La inutilidad de su vida cayó en ese momento sobre él como una piedra en el interior de un cántaro seco. Ni siquiera podía, como lo había hecho hasta entonces, aferrarse a su obstinación, al orgullo de su humildad. La noche del sinsentido, iluminada por el suave destello de Cristo y de la Virgen que el soplido de su discurso había apagado, lo envolvía con una tiniebla desesperante. Había salvado a Dios, pero ahí, ¿dónde quedaba el hombre, la supuesta causa de Dios? ¿Dónde quedaba la utilidad humana del acto redentor?
Se sentía extraviado, como si el niño que llevaba el cirio encendido por su madre lo hubiera apagado con su agitación a la mitad de la plaza, sin saber cómo, en medio de la oscuridad, encenderlo de nuevo.
Sin refugiarse de la lluvia ni acceder a uno de los impermeables que se encontraban en uno de los cobertizos, Krott lo miraba con extraña atención. Sí, definitivamente no lo odiaba. Su crueldad no venía de allí, sino de una pedagogía de la limpieza. Al igual que un inquisidor escrupuloso no trataba sólo de exterminar el mal –eso era sencillo– sino de mostrarlo, Krott trataba de llegar al fondo del alma para evidenciar la pestilencia del mal y reducirlo, como el cuerpo del hereje al que se adhería la carne sanguinolenta, a un puñado de cenizas.
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