Universidad Veracruzana

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Lo jerónimo en Sor Juana

Por Gabriel Zaid

San Jerónimo creía que las mujeres tienen que hacer cosas más importantes que casarse. Promovió que se dedicaran al estudio, la contemplación y la oración, con tanto éxito que fue acusado de subversivo de la buena sociedad y líder de aristócratas rebeldonas. Su ejemplo era un apoyo frente a la pequeñez moral que no ve en la cultura más que vanidad y perdición. Era posible tener cultura y fe. Era posible ser mujer y letrada. Era legítimo tener una gran biblioteca y dedicarle mucho tiempo. San Jerónimo no quería ser sacerdote, y, cuando lo presionaron, aceptó, a condición de que no lo distrajeran de sus libros, con misas y esas cosas.

En el convento de las jerónimas, Sor Juana se encontró a sí misma. Tenía lo que Virginia Woolf llamó después Un cuarto propio (de hecho, un dúplex). En el “sosegado silencio de mis libros” vivió veintisiete años como una de las cristianas doctas apoyadas por San Jerónimo; contenta de que “debía por el estado eclesiástico profesar letras, y más siendo hija de un San Jerónimo y de una Santa Paula, que era degenerar de tan doctos padres, ser idiota hija” (Respuesta a Sor Filotea).

Santa Paula (347-404) fue una patricia romana, “santísima madre mía […], docta en las lenguas hebrea, griega y latina, y aptísima para interpretar las Escrituras”, que fundó tres conventos para mujeres en Belén, bajo la dirección de San Jerónimo (c. 347-420). Este no fue romano ni patricio, sino un dálmata de familia acomodada, enviado a Roma para estudiar letras clásicas, de las cuales llegó a tener su propia biblioteca. Estudió especialmente el latín de Cicerón y empezó a escribir; pero frecuentaba las catacumbas con otros estudiantes y acabó bautizado. Terminó sus estudios y no supo qué hacer. Convivió con amigos cristianos que volvieron a sus tierras natales (él no quiso volver a la suya); y, finalmente, cargando siempre con su biblioteca, de la que no se separaba, peregrinó a Tierra Santa. En Jerusalén cayó enfermo y tuvo una pesadilla en la cual lo azotaban por ser más ciceroniano que cristiano: por no estudiar la Biblia como estudiaba a los clásicos griegos y latinos. Así que se fue a estudiar la Biblia y el hebreo para leer el Antiguo Testamento en su lengua original, en una ermita del desierto.

Tanto su retiro (leyendo, haciendo penitencia) como la flagelación que soñó han sido tema de cuadros famosos (pueden verse en Google Images). Y hay una anécdota sobre el ingenio burlesco de Quevedo cuando admiraba uno de estos cuadros, invitado por el rey con otros cortesanos. Su detestado Juan Pérez de Montalbán quiso lucirse improvisando una quintilla alusiva:

 

Los ángeles a porfía

al santo azotes le dan

porque a Cicerón leía…

 

Y Quevedo lo interrumpe con un cierre inesperado:

 

¡Cuerpo de Dios! ¡Qué sería

si leyera a Montalbán!

 

Jerónimo abandonó su vida solitaria porque hasta el desierto iban a buscarlo las disputas teológicas que lo acosaban para que tomara partido. Estuvo en Constantinopla, donde fue discípulo de San Gregorio Nacianceno, estudió la patrística griega y se entusiasmó con el rigor ascético, crítico y textual de Orígenes. Sus conocimientos del griego, latín y hebreo fueron aprovechados en el Primer Concilio de Constantinopla (381), que intentó superar controversias sobre el credo. El papa Dámaso lo retuvo como secretario para asuntos griegos, lo llevó a Roma y le encargó la preparación de una Biblia completa en latín, porque no existía. Había libros sueltos traducidos (no siempre de la lengua original), pero no una edición completa.

Dedicó a esta obra veintidós años (383-405), decidiendo los libros que deberían entrar y el original preferible, retocando algunas traducciones latinas ya existentes y haciendo traducciones nuevas de todo lo demás. Su obra se volvió canónica. Es la famosa Vulgata que, un milenio después, Gutenberg divulgó más que nunca y el Concilio de Trento (1545-1563) declaró oficial. Fue el primer libro impreso con caracteres móviles, el primer bestseller y un ejemplo de belleza tipográfica. Aunque la Vulgata fue escrita en la periferia del Imperio, de su latín admirable se ha dicho que es el último clásico romano (Roberto Heredia Correa, San Jerónimo: Ascetismo y filología). Así como de Sor Juana, aunque escribió en la periferia, se dice que es el broche de oro del Siglo de Oro español.

Hubo en el siglo IV en Roma un grupo de patricias notables por su posición social, su inteligencia y sus deseos de perfección cristiana. Habían tenido noticias de los primeros ermitaños (un movimiento de laicos radicales surgido en Tierra Santa contra el integrismo del cristianismo oficial); y habían admirado una célebre carta de Jerónimo a su amigo Heliodoro, invitándolo al desierto. Es una carta radical, contra los peligros de la familia, de la patria y hasta de los cargos eclesiásticos (Heliodoro iba para obispo, y llegó a serlo): no es mejor ser obispo que ser perfecto. “Y no querer ser perfecto es un delito.”

Tomado de: http://www.letraslibres.com