Por Enrique Krauze
Al morir Tomás Segovia recordé dos imágenes suyas de los años setenta. Una pareja camina por la avenida Orizaba, cerca del antiguo Colegio de México. Van abrazados, brincando grandes trechos, borrachos de alegría como novios adolescentes. Ella lleva un vestido color caqui, es rubia, juncal y hermosísima. Él posee el rostro de un noble caballero español y podía haber sido modelo de Velázquez de no ser por el atuendo juvenil y la cuidada cabellera sesentera –oro a veces, otras plata– que ondulaba a su paso. Eran Tomás y Mary. Ella debió de estar en sus veinte y él cerca de sus cincuenta, pero la estela de su amor me ha llegado hasta ahora.