Universidad Veracruzana

Blog de Lectores y Lecturas

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Réquiem por un vocho

Les voy a contar la extravagante historia de uno de los primeros Volkswagen sedán que llegaron a México procedentes de Alemania.

Es posible que todo esto ocurriera en 1959, pero si no es así, los lectores son muy libres de enmendar mi desmemoria. Alguna vez ya he contado que, como todo niño mexicano respetable, yo tuve un tío orate.

En mi caso, la cuestión fue doblemente grave porque mi tío estaba loco, pero era muy rico. Nada le gustaba más que comprar autos de lujo, llevarlos a su casa, esperar la llegada del domingo, levantar el cofre del suntuoso auto, echarle mecánica y dejarlo inservible. Yo fungía como su ayudante y aprendí que estos lances terminaban siempre del mismo modo: ¿ves, sobrino?, me decía, estos coches son muy pacota.

Desconozco la etimología de la voz «pacota», pero sé lo que significa. En el caso de mi tío, equivalía a réquiem por un auto. Esto ocurrió muchas veces.

Fue entonces cuando apareció el Volkswagen. Como detalladamente me explicó mi consanguíneo, no era un auto de lujo, pero era «alemán» y esto, entre los mexicanos de aquellos años, incluía un total acto de reverencia ante la superioridad aria. Yo miré la teutona joya y decidí que era un coche simpático. Chaparrito, abombado, color borgoña, con su ventana posterior ovalada y pequeñita y con dos curiosos bracitos luminosos que fungían como direccionales. Mi tío estaba altamente satisfecho: es de los primeros que llegan a México, me dijo, y se ve muy aguantador (más le vale, pensé yo). Es muy económico, pero el motor está un poco sonso, nada que yo no pueda arreglar. Hasta tristeza sentí por el cochecito nuevo. Mira, sobrino, lo que es la ingeniería alemana, este coche trae el motor atrás y está tan perfeccionado que no sé ni por dónde meterle mano. El alivio me inundó mientras mi tío bajaba la vinosa tapa y ponía cara de mexicano que se rendía ante el poderío alemán. Por muchos años, mi tío rico fue y vino por el mundo en su pequeño escarabajo.
Cuando se hartó de él, se lo regaló a mi mamá.

Aquí comienza la segunda y dramática parte de la historia. Mi venerada madre usufructuó varios años más este tesoro arqueológico. Ya en esa época, la Ciudad de México comenzaba a estar inundada por Volkswagen que ya no tenían el aristocrático sello de haber sido fabricados en Alemania. Al hilo de estos asuntos, yo ingresaba en la plena juventud y comenzaba mis casi siempre fallidos escarceos eróticos. Mi capacidad como Casanova era escasa, por no decir inexistente. La grave tara de haber estudiado en escuelas religiosas y exclusivamente masculinas me dejaba en grave desventaja frente a las ávidas púberes que circulaban por la UNAM. Yo las veía pasar, las abordaba, presentaba desganadamente mi solicitud, la gacela me miraba cual si fuera yo un ratón putrefacto, rompía las negociaciones y yo regresaba a mi solitaria vida de lector y presunto ingeniero químico.
Un día, por esas cosas raras de la vida, picó Eros: la náyade no tan sólo me dijo que sí, sino que subió la apuesta (yo nada más la había invitado al cine) y me dijo que ¡órale! y me hizo una pregunta que podría haber sido mortal ¿tienes coche? Sólo un segundo vacilé. Por supuesto que tengo, núbil doncella (licencia poética), vas a tener el honor de subirte a un Volkswagen fabricado en Alemania que ya es una codiciada pieza de colección. ¿De veras?, preguntó la ondina que, la verdad sea dicha, estaba moenísima, pero era medio mensa. Lo vas a ver y no lo vas a creer, le dije yo refiriéndome al coche.

Las negociaciones con mi mamuchis fueron complejísimas. Ella se quedó con la vaga impresión de que en su historiado auto trasladaría yo delicadísimo equipo de laboratorio. Créanme que no conozco un mejor ejemplo de mentira piadosa. A las cuatro de la tarde zarpaba yo de CU rumbo a la carretera vieja a Cuernavaca. Si necesitan preguntarme qué iba a hacer yo por esos rumbos, no merecen leer este artículo. Básteles saber que todo transcurrió de manera tersa y emocionante. Con cierta ayuda de la susodicha, me porté como gitano legítimo. La tragedia ocurrió a la salida. El Volkswagen que no sabía fallar, lo aprendió en el peor momento: no arrancaba, no arrancaba y no arrancó. Todavía ahora que lo cuento, comienzo a sudar frío. La gacela estaba putrefacta y yo peor: no tenía dinero y ni modo que le hablara a mi mamá para notificarle que su sacrosanto auto estaba en el motel Costa del Sol. El drama comenzó hacia las siete de la tarde y terminó pasada la medianoche.
Fueron horas terribles dedicadas a la obtención de fondos, contratación de grúa, traslado de la unidad y de la gacela, ingreso al taller e invención de una novela en tres tomos para tranquilizar la sensible alma de mi progenitora. Acabé exhausto. El amor cansa.

El auto de colección estaba desbielado. Pronto acabaré de pagar la reparación. Nunca quedó bien. Otra cosa hubiera sido si mi tío le hubiera echado mecánica (lo hubiera tronado de origen), pero mi tío ya había muerto y el Volkswagen color vino ya es sólo un recuerdo. Un hermoso recuerdo.

Articulo: Reforma – cultura 2010-09-05