Universidad Veracruzana

Blog de Lectores y Lecturas

Literatura, lectura, lectores, escritores famosos



Con los oídos abiertos

Eusebio Ruvalcaba

Hermano de elección

1) Cada vez que me topaba a Germán Dehesa, bebíamos whisky.

2) Le desesperaba que en las entrevistas radiofónicas que me hacía yo fuese el lacó­nico por antonomasia. A mi lado, un monje que hubiese hecho el voto del silencio era gran conversador. Pero cuando estábamos en su casa no paraba yo de hablar, desde luego sobre cualquiera de mis tres temas: mujeres, música y vino —y eso era justo lo que él quería transmitir. Y que no logró.

3) Apenas identificaba su voz, ya sabía yo que la conversación habría de girar so­bre Borges. Porque Germán Dehesa era gran, profundo, conocedor de Borges. Lo admiraba por encima de cualquier contin­gencia. Hablamos de él hasta la saciedad. Alguna vez me contó una anécdota: Bor­ges vino a México y él —Germán— estu­vo invitado a una cena en honor al maes­tro; pero cuando llegó al umbral de aquella casa no se atrevió a tocar.

4) Dos o tres veces me invitó a sus talleres. Hasta donde me acuer­do, uno fue en las calles de Salvador Novo, me parece que en la casa de un señor de apellido Pérez Jácome; otro en La Planta de Luz, y uno más por la colonia Taxqueña. Germán era muy paciente. Me daba la palabra y yo gruñía sobre la inutilidad de los talleres literarios.

5)   Acariciamos varios sueños: un libro sobre las cantinas en la Ciudad de México (que no culminó porque, cuando menos hasta donde yo lo conocí, él no era hombre de cantinas; sí de trago, pero no de cantinas); otro sobre personajes públicos de la Ciudad de México, que tampoco vio la luz porque él conocía a todo el mun­do, y eso tiene consecuencias y acarrea problemas.

6) Germán estuvo en la presentación de un libro de mi autoría intitulado Las cuarentonas. Hizo reír a granel. Fue una mesa me­morable. También estuvieron María Rojo, Perico el Payaso Loco, Sergio Sarmiento y, desde luego, Jaime Aljure, el editor.

7) Tenía un auto hermoso. Que conducía su chofer. Alguna vez nos encontramos en la avenida Patriotismo. Nos detuvimos ense­guida. Era casi mediodía. Me bajé de mi coche, y le di de beber de mi anforita de whisky. Me lo agradeció como si le hubiese presen­tado a una reina de la belleza.

8) De pronto comía yo en su casa. Me llamaba y la invitación sobrevenía. Entonces vivía él en el Pedregal. Su esposa en aquella época, Adriana Landeros, vigilaba que la comida transcurriera en un ambiente de en­sueño. Todo era exquisito y abundante. Ine­quívocamente, me pedía que llevara yo poemas en los qué estuviera trabajando.
Escuchaba en silencio, sobrecogido —sin importar que tan malos fueran mis poemas.
Recuerdo un par de cosas. La primera, que algún malogrado verso que escribí lo re­montó a Quevedo. Las lágrimas aguaron sus ojos. La otra, que en medio del trago recibió una llamada: en ese momento acababa de cometerse el atentado a Luis Donaldo Colosio. Entonces se levantó, lle­nó su vaso de whisky y le ordenó a su chofer que me llevara hasta mi casa. Él tenía que escribir su columna del día siguiente. Ya.

9)  Por encima de cualquier cosa, Ger­mán valoraba los textos bien escritos, la pro­sa impoluta. Hablamos mucho de eso. No perdíamos oportunidad de ponderar a Arreola, a Yáñez, a Alatorre, a Rulfo. Puros jaliscienses. Aque­llas conversaciones se prolongaban hasta la madrugada del día siguiente.

10) Yo no le pedí un prólogo para mi libro de Las cuarentonas. Pero él lo escribió. Entre otras cosas, dice: «Mi afición por las mujeres madu­ras no es, como en el caso de varios coetáneos míos, una resignación de última hora. No. A mí las cuarentonas me han gustado desde que esta­ba en el jardín de niños. Recuerdo su lejanía, su misterio, la acumulada vida que se empozaba en sus ojos, los amores pretéritos que ya forma­ban leves surcos en su rostro, su destreza para fumar, para cruzar las piernas y para emplear con letal precisión un vasto repertorio de mira­das. Comprenderás, curioso lector, la enorme alegría que me produjo saber que mi cuate Eusebio Ruvalcaba, hermano de elección, me convi­daba a su libro sobre las cuarentonas. Eusebio y yo nos vemos poco. Él siempre anda perdido entre violines y yo entre líneas. No importa. Encontrarlo es toda una fiesta y creo firmemente que, aun sin saberlo, estamos tarareando la misma melodía. Ahora, por gracia de las cuaren­tonas, nos volvemos a reunir y me da mucho gusto saludarnos aquí en el umbral de este libro que aparentemente se dirige al lector masculino pe­ro que no podría soportar la tristeza de la ausencia femenina.»

11) Descansa en paz, Germán querido. 0

Tomado de: El Financiero- cultural  2010-09-06