Universidad Veracruzana

Skip to main content

Helena – Rubem Fonseca

rubem fonsecaMi secretaria Elvira entró en la sala y le mostré nuestro último juguete didáctico. Siento cierto orgullo al decir que Jugando fue una de las primeras empresas en crear juguetes educativos. En aquella época, el mercado de ese tipo de juguetes prácticamente no existía, pero poco a poco los consumidores comenzaron a percibir la superioridad de los juguetes didácticos, que incorporan conceptos del desarrollo del niño y son producidos bajo controles de orden ecológico, además de tener una gran durabilidad. Hoy este tipo de juguete abarca un porcentaje sustancial del mercado, y las ventas crecen continuamente. Elvira le echó un vistazo al juguete y, sonriendo, mostró lo que traía escondido en las manos, tras la espalda, desde que entró a mi oficina. Era una revista con una foto mía que ocupaba toda la portada. Es usted asunto de portada, dijo. Pero estoy contando esta historia empezando por la mitad, una historia debe contarse desde el principio.

Todo comenzó cuando mi mujer se mató, sin dejar ninguna nota o carta de despedida o explicación. No sé por qué lo hizo Clotilde. No estaba enferma, no atravesaba ningún tipo de crisis, pero ingirió un frasco entero de pastillas para dormir. Padecía de insomnio, es cierto, y a veces tomaba media pildora de un ansiolítico, siempre media pildora, nunca una entera, para dormir. ¿Pero todo el frasco?

Soy un empresario rico, renuente a la publicidad. Me consideran una persona excéntrica, tal vez por eso ciertos columnistas hayan hecho, y continúen haciendo, especulaciones maliciosas en torno al suicidio de mi mujer. Intento ignorarlos, finjo no darme cuenta de las personas que me miran y cuchichean.

Y cuando algún pariente quiere demostrar solidaridad y compasión, me alejo de él.

Un día, una periodista, Helena Beltráo, me llamó por teléfono pidiéndome una entrevista. Delicadamente, me negué. Ella insistió, dijo que conocía y admiraba mi trabajo, que le gustaría escribir un artículo para su semanario a fin de acabar de una vez por todas con los rumores que corrían en torno al suicidio de Clotilde. Ayúdeme a defenderlo, dijo Helena,  hay magia, oración o amuleto capaz de anular las injurias de los envidiosos, sólo la verdad. Quiero hacer que la verdad triunfe, dijo.

A pesar de que su rollo no me convencía, me parecía artificial, acabé accediendo a recibirla en mi oficina. Era una mujer joven, bonita, de rostro confiable.

Lo primero que Helena me pidió fue que le hablara de mi trabajo, de mi formación como diseñador industrial y de los premios que recibí por los juguetes didácticos que inventé. Demostró ser una interlocutora atenta e inteligente.

Después quiso saber cómo conocí a mi mujer, yo le dije que habíamos sido compañeros y que desde entonces me gustó.

Nos hicimos novios y nos casamos cuando yo tenía veinticinco años y ella veinte.

Al contar eso sentí que mis ojos se humedecían y Helena, fingiendo que no lo había notado, miró su reloj, dijo que tenía un compromiso y me preguntó si podríamos retomar nuestra entrevista al día siguiente. Me gusta que sea así, que la gente sienta compasión pero no la demuestre, más si se trata de mí.

Al día siguiente pude conversar con ella sobre Clotilde más tranquilamente. En ciertas ocasiones Helena me pedía esperar para hacer algunas anotaciones, pero luego volvía a guardar su cuaderno en la bolsa. Cada vez sentía más simpatía por ella. Intercambiábamos e-mails. Es más, me expreso mejor escribiendo que hablando, tal vez por el hecho de que fui tartamudo hasta bien entrada la adolescencia.

Nuestros e-mails se fueron volviendo cada vez más íntimos, yo le escribía querida Helena y ella me respondía querido

Rafael. Me revelaba intimidades de su vida. Cuando estaba casada, me contó en un e-mail, se enamoró de otro hombre y se volvió su amante durante un tiempo. Creo que eso sucede con todas las personas casadas, un día sienten atracción por otra persona y no resisten la tentación, me dijo, soy una mujer que está enamorándose siempre.

Le respondí que tenía razón, todos, un día, engañamos a nuestros cónyuges, no había nadie que no lo hiciera. En una de nuestras charlas en mi oficina, Helena, después de una interrupción de mi secretaria, sugirió que nuestras entrevistas se llevaran a cabo por la noche, en mi casa, yo era un hombre muy ocupado y a ella le daba pena complicar mis horas de trabajo en la oficina.

En mi casa buscaba ser lo menos invasiva posible, pedía permiso para mirar las fotos dispersas sobre los muebles, ni siquiera abría el refrigerador para tomar una botella de agua.

Soy un hombre lacónico, me gusta más escribir cartas que hablar por teléfono, pero con Helena me sentía tan a gusto que me volví locuaz, casi tarabilla. ¿Puedo poner eso en mi artículo?, me preguntaba siempre, y yo le respondía que lo dejaba a su criterio, que ella era mi ángel de la guarda.

Me preguntó sobre mis vecinos y yo le dije que tenía con todos una relación amistosa, menos con la del 505, la señora

Mercedes, a quien por algún motivo no le caía bien y me hostilizaba constantemente. Un día Helena me dijo que conocía todas las habitaciones de la casa menos mi cuarto. La llevé a mi cuarto. Dijo que parecía celda de monje. En seguida se sentó en la cama, me sonrió, dio una palmada sobre el colchón y me pidió que me sentara junto a ella. Vacilé un poco, pero acabé sentándome.

Helena repitió entonces que era una mujer marcada por

El  amor y me preguntó si yo sabía de quién estaba enamorada.

Previendo lo que iba a suceder, empecé a levantarme de la cama, pero ella me agarró, pegó su boca a la mía y me dio un beso largo, húmedo.

Finalmente me logré zafar. No vamos a cometer esa equivocación, le dije. Helena me preguntó si no la deseaba y cometí el error de decirle que no.

No se le puede decir eso a ninguna mujer, aunque se  expresen múltiples razones como yo lo hice afirmando que la admiraba y respetaba por su inteligencia, por su carácter, por su naturaleza idónea, y que quería ser su amigo por el resto de mi vida.

Fuimos a la sala. Sentada en un sillón, sacó el cuaderno de notas de su bolsa, lo consultó y dijo que pensaba que tenía toda la información necesaria para su artículo.

¿Cuándo nos vemos?, le pregunté. Me respondió de manera cortante que ya no necesitaba más entrevistas.

Ahora, el final de la historia.

Despacho de mi abogado. Discutíamos si conseguiría una indemnización de la revista de Helena Beltráo por injurias y difamación. “Violento y depravado”, era el título del artículo.

El texto, entre otras cosas, decía que el gran líder industrial había comentado en un e-mail a la reportera que el adulterio era algo común. Una transcripción de mi e-mail se exhibía en un recuadro, en una de las diez páginas del artículo. Ahí se afirmaba que una vecina, Mercedes Silvano, había dicho que yo era un hombre violento y depravado, que mi mujer sufría mucho con eso y que seguramente yo la sometía a maltratos, lo cual habría sido la causa de su suicidio. Que yo odiaba a los niños, según mi vecina, y que me había oído decir que por fortuna todos los padres de familia eran unos imbéciles y creían en la propaganda de Jugando. Finalmente, entre muchas otras informaciones negativas, la reportera afirmaba que yo la había asediado sexualmente, durante una de nuestras entrevistas, llevándola a mi cuarto y tratando de poseerla por la fuerza.

El abogado creía imposible probar la falsedad de la acusación de Helena Beltráo, los porteros de mi edificio declaraban en el artículo que ella había ido a mi casa innumerables noches, y que en la última había salido con el vestido rasgado y le había dicho al portero que yo era un degenerado. Respecto a Mercedes Silvano, que había confirmado sus declaraciones obviamente falsas a mi abogado, no tenía bienes y demandarla pidiendo indemnización no serviría de nada. La revista sólo había transmitido una información recibida.

Me sentí desmoralizado. Vendí la fábrica y me volví de hecho un monje. Un día recibí una llamada. Era Helena. Te llamo para pedirte perdón, dijo, me arrepentí y estoy sufriendo mucho. Fue una canallada lo que te hice. Siento asco de mí misma. ¿Sabes que hasta me salí de la revista? Leí no sé dónde que el periodista y el asesino tienen la misma mentalidad destructiva. Quiero verte, para enseñarte que estoy hecha un trapo. Necesito que me perdones, por favor. Le creí. Siempre pensé que las mujeres son mejores que los hombres. Nos pusimos de acuerdo para vernos. Ese encuentro sucedió ya hace un buen tiempo y hasta el día de hoy continuamos viéndonos cada semana.

Tomado de: Rubem Fonseca, Ella y otras mujeres, Ediciones Cal y arena.

Enlaces de pie de página

Ubicación

Lomas del Estadio s/n
C.P. 91000
Xalapa, Veracruz, México

Redes sociales

Transparencia

Código de ética

Última actualización

Fecha: 21 octubre, 2021 Responsable: Lectores y Lecturas – Programa Universitario Contacto: mirimorales@uv.mx